Este texto es un trabajo documental, iniciado en 2014, que surge de la pregunta acerca del valor que adquiere la poesía en contextos de encierro tales como los manicomios, donde la creatividad se confronta diariamente con el exceso de psicofármacos y la inspiración parece brotar como respuesta al abandono y la desidia propios de este tipo de lugares. Las dificultades que encuentra el acto de escribir en estas instituciones colocan al ejercicio poético en la categoría de supervivencia y lo convierten en una vía privilegiada para poner en palabras y desanudar diferentes experiencias de marginalidad, entre ellas la internación. La poesía es un camino con una larga tradición en adentrarse y desnaturalizar situaciones cotidianas que vulneran los derechos. A continuación transcribimos un fragmento del libro sobre la poeta Cristina Martín.
Cristina Martin ingresó por primera vez a un hospital psiquiátrico cuando tenía veinte años: sentía que estaba en la ciudad sagrada de Machu Pichu reencarnando a la heredera natural del imperio incaico. Mientras participaba de las ofrendas al sol, los juegos florales y los sacrificios humanos, por su mente danzaban pacificadores parajes de ensueño que hacían interactuar a sus sentidos y le permitían oler los sonidos, escuchar los colores y concebir a las palabras como una extensión de su propio cuerpo.
En homenaje a aquella vivencia ancestral adoptó el seudónimo Princesa Inca como un modo de reclamar su derecho al delirio que, según afirma, no está hecho sólo de sufrimiento. En él también se esconden grandes verdades que el etnocentrismo occidental ha silenciado con psicofármacos y encierros, anulando la posibilidad de darles un sentido singular.
Detrás de su apariencia etérea, inconstante, a punto de resquebrajarse todo el tiempo, se encuentra una poeta habitada por una sensibilidad pizarniana que le perdió el miedo a sus propias palabras y no tiene reparos en expresar sus pensamientos más íntimos para cuestionar aquello por lo cual la han psiquiatrizado. Según su concepción chamánica del mundo, esas experiencias extrasensoriales son la puerta de acceso a otros niveles de comprensión del universo que difuminan los límites entre lo real y lo irreal, lo aceptado y lo medicable.
“Los doctores dijeron que aquello había sido un falso recuerdo, parte de mi trastorno esquizoafectivo, mezcla de bipolaridad y esquizofrenia. ¿Alguien realmente está en condiciones de negarme que se trate de un recuerdo de otra vida? Nadie puede. Discrepo también de mi diagnóstico: ¿por qué meterme a mí junto a otro montón de personas bajo una determinada etiqueta? Carece de rigor, debería haber una etiqueta para cada persona”, expresa.
Sus tres internaciones le dejaron más preguntas sin responder que respuestas a preguntas que nunca se había hecho. Aun después de haber transcurrido varios años desde su última estadía en el hospicio, todavía no logra comprender por qué la primera reacción de los psiquiatras fuera aplacar sus arrebatos místicos sobre la base de contención física, pero nunca emocional: “Un psiquiátrico es una casa de torturas. Te tratan peor que a un escombro. Cada vez que ingreso, siempre hay un momento en que necesito pasearme desnuda por los pasillos. ¿Y sabes cuál es la reacción de los médicos? Reducirme, atarme, inmovilizarme, sedarme y aislarme. Nos quieren tranquilos y babeantes. Para ellos, todo es mero mecanicismo bioquímico, desdeñan las emociones”.
A través de sus versos pudo abandonar el silencio y convertir sus propios infiernos en una obra de arte desgarradora que le permitió sanar a través de la enfermedad, del espanto, desde y para la muerte misma: “La poesía ha de dejarnos tiritando, llorando en una esquina, cuestionándonos el valor de la vida, de nuestra sangre, de nuestras entrañas. La poesía debe contener belleza a través del horror; de él debe partir y hasta él ha de volver”.
La capacidad innata de quienes hacen poesía para fortalecerse a través de las palabras, con las venas ardiendo y las lágrimas rodando, la ayudaron a superar los dolores más demoledores y a hablar con todo detalle y sin tapujos del sexo, la muerte, la risa, el sufrimiento y su propia locura. Tanto cree en la poesía como reveladora de imprescindibles verdades que ha llegado a considerarla un acto de curación frente al sufrimiento humano: “El poeta puede decir ‘la luna me mira’ o ‘la noche me habla’ sin que por ello le encierren. La poesía es vecina de la locura, pero como es sólo poesía, no te medican por ello. Alivia mucho ver fuera de ti lo que antes estuvo dentro”.
La escritura es para ella un acto de libertad absoluta donde todo está permitido, un lugar donde no puede ser amordazada ni medicada hasta perder el sentido de estar sintiendo y al que no tienen acceso los verdugos de guardapolvo blanco que la tratan. La fuerza vital que encontró en sus versos fue lo que la motivó a publicar La mujer precipicio (2010), Crujido (2013) y La hija del aullido (2015), sus diarios íntimos disfrazados de poemarios que muestran su hipersensibilidad frente a todo lo que la rodea.
Sus poemas son oráculos que reflejan, como un espejo esquivo, su apertura hacia otros universos. En ellos hay locura, hay dolores imprescindibles, hay amores huidizos, hay desamor, hay muñecas ensangrentadas, hay sexo, hay entrañas esparcidas en forma de palabras; hay todo un mundo de metáforas y alusiones a sus propios infiernos, porque como ella misma asegura: “No son palabras los que escribo, sino gritos desesperados”.
Estoy allí.
Este allí no tiene nombre,
no giro por delante de nada.
Estoy allí,
en el No-lugar,
en un pozo,
sin pies ni subidas,
sin alteraciones del sueño.
Estoy allí,
en el No-lugar,
la locura.
La Muerte engendra locos y escupe poetas tristes,
allí, donde no llega la luz ni el beso, vive una sombra que llora,
allí, donde no llega la piel ni el calor, perdura el manicomio...
Yo, que soy la luciérnaga atropellada por la lágrima,
tú, que eras el hijo del dolor y el enajenado que no pudo escapar,
prisionero de ti, como tantos que somos prisioneros e hijos del miedo,
encarcelados en el hospital, donde no existe la caricia,
manipulados por frías batas blancas y pastillas azuladas...
Yo, que soy otra enajenada que llora valiums, que desayuna antipsicóticos,
que tiembla olvidada en el colchón como un escombro,
tú, que recibes elogios y medallas una vez muerto
pero al que nadie vino a rescatar de su habitación psiquiátrica,
al que ningún rostro acogió en su vientre cálido...
La Locura no es paseo cool por la vida,
como piensan algunos,
sino que es la sangre clavada en el pensamiento
y ver como uno cae en el abismo sin aliento,
la Locura no se trata de un juego,
es encontrarte como un animal acorralado
y querer morir atado en una cama...
Por eso, silencio,
silencio, silencio,
ante el alucinado, ante el loco,
silencio y respeto a su mundo infinito,
a su mirada perdida,
a su mundo incomprensible,
a la foto en la que brillaban sus ojos de niño.