“Toda forma de hacer frente a la tiranía es comprensible. Dialogar con ella es imposible. Para que vivamos y muramos debidamente, las cosas han de nombrarse debidamente. Reclamemos nuestras palabras”.
John Berger,
“Con la esperanza entre los dientes”.
Luego de 35 años del golpe de estado, este año algunas cuestiones clínicas relacionadas con la adolescencia y las formas en que en ella puede ser leído o cercenado el dolor tomaron la forma de algunas reflexiones que quiero compartir con el lector en esta oportunidad.
Hace ya varios años, en un texto titulado “El niño y el psicoanálisis” editado por la revista Vertex, Jorge Fukelman, psicoanalista y maestro de muchos, se preguntaba por qué tratar chicos. Inmediatamente después decía, lo cito: “Pregunta sobre una elección y sobre una relación: psicoanálisis y niñez”. Voy a extender esta pregunta al campo de la adolescencia, y tratar de ampliar la interlocución posible entre el psicoanálisis, la infancia y la medicina. Jorge Fukelman partía de una denuncia: “ alrededor de 200 millones de chicos en el mundo, entre 5 y 12 años , trabajan , hasta 12 horas por día, se prostituyen o son vendidos….” , y luego nombraba cuántos y que situación había en distintos países del mundo, incluyendo los Estados Unidos. Esta denuncia, sin dejar de lado el trasfondo de ilegalidad que conlleva, se refiere a la paradoja dialéctica de estar hablando de niños en relación a campos ajenos a la infancia, o donde la infancia no debería habitar, digo trabajo, prostitución, compraventa, etc.
Entonces algo de lo que quiero plantear atañe a la infancia posible situada en un escenario que le es ajeno y que la desconoce: la medicina y su “aliada” actual, la hipertecnología. Una aclaración, la hipertecnología disponible para los que ejercen la medicina en los tiempos que corren está allí, lista para su uso. No pretende por sí misma dar cuenta ni cuestionar sus alcances, esto debe quedar de la mano de sus administradores, en este caso los médicos. Los psicoanalistas que transitamos marginalmente este escenario, tenemos y entiendo es nuestro deber ético, que decir algunas palabras en relación a lo que allí se escucha.
Desempeño parte de mi práctica clínica en el equipo de interconsulta del servicio de salud mental de un hospital general pediátrico.
Primera crónica…. Hace poco tiempo atrás, un médico intensivista me dice de un adolescente internado ya hacía varios meses en la sala de cuidados intensivos…: “ está deprimido…se enoja con nosotros…nos pone cara…no nos habla, cuando la kinesióloga lo atiende después se hace el dormido….”. El joven en cuestión padece una enfermedad respiratoria severa, a consecuencia de una infección que podríamos llamar banal, que lo llevó a tener que someterse a varias intervenciones torácicas de envergadura, a diezmar su cuerpo, ahora enflaquecido y marcado, además de tener que ser trasladado de su ciudad natal, en una provincia norteña a nuestra ciudad. Podríamos decir que está padeciendo de una suerte de extraterritorialidad. Al mismo tiempo ha tenido que ver su cuerpo sometido a una larga serie de intervenciones, necesarias para salvar su vida, pero que en sí mismas no dan tregua a esta posición de objeto en la que su cuerpo adolescente ha quedado, cuerpo que fuera de la enfermedad hubiese estado destinado en el mejor de los casos a transitar otras marcas que atañen a la sexualidad.
Cuando recibí este comentario me interioricé sobre cómo era el ciclo sueño vigilia, de qué se trataban estos enojos, qué sabía este joven acerca del devenir de su enfermedad.
Habiendo descartado el diagnóstico de depresión , desde el punto de vista de la nosología psiquiátrica, cuestión que comuniqué a los médicos, me pregunté por qué entonces, este nombre “depresión”, cubría el cuerpo de un joven en ese estado de enfermedad, vale decir redoblaba su patología. El diagnóstico de depresión ponía en juego la posible utilización de un medicamento con el fin de restituir el estado de normalidad, eje de la intervención médica en los tiempos modernos. La nosología médica insiste en nombrar los estados en los que quedan los niños y adolescentes enfermos, renegando cualquier dimensión subjetiva posible, en nuestro caso insinuada en “el enojo”.Entonces a la manera de una máscara que cubre y al mismo tiempo muestra pensé que “depresión” podría cubrir otras cuestiones inadmisibles para la medicina, inadmisibles en tanto extraterritoriales, no pertenecientes a su cuerpo teórico; y para los médicos, quienes hasta ese entonces no podían soportar el dolor que este joven padecía fruto de su enfermedad. Dolor, despedazamiento, cuerpo marcado y la angustia de “verse así” eran algunas cuestiones que el término depresión disfrazaba.
El nacimiento de la ciencia moderna se produce al forcluir el sujeto que la constituye. Esta operatoria es compleja, en tanto el sujeto es a su vez necesario para la conformación de la ciencia y al mismo tiempo queda ajeno a su campo. Esto se constata en la clínica. Este sujeto deberá ser supuesto por el psicoanalista al escuchar e intervenir. La hipertecnología, el constante crecimiento de la ciencia médica en su cuerpo teórico, junto al ideal de curación lograda actual o futura refuerzan la forclusión, van en detrimento de alojar el sufrimiento. Las cuestiones antedichas también operan borrando la subjetividad del médico, quien ha cedido su imagen secular para convertirse en el objeto de la misma praxis que sostiene. En la necesidad de sostener la ciencia que a su vez lo representa, el médico en su humanidad queda sometido, en una posición de objeto y por ende de falta de libertad. Posición que las más de las veces es padecida sin poder ser cuestionada ni sospechada. Esto genera malestar, angustia en quienes trabajan en el campo de la salud, particularmente en la Argentina de hoy. El valor ético del acto médico es difícil de ubicar en el torbellino de la clínica cotidiana, sin embargo la necesidad de sostener ese valor y su cuestionamiento es vital para el sujeto, incluyo aquí al médico y al paciente. Además, aunque la mayoría de las veces implica la angustia, la pregunta por la eticidad del acto es en sí misma liberadora. En el caso relatado, por ej, si la depresión disfrazaba el dolor, la tecnología disfraza la práctica médica. En el paciente en cuestión también era inadmisible que todos esos tubos, máscaras, respirador, etc, tocaran, marcaran, laceraran. Pero debo advertirles que este escrito no tiene el ánimo de ubicar “ lo imposible de decir” como crítica a sus actores. Esta imposibilidad es un hecho clínico, hecho que debe advertir el psicoanalista que intente desarrollar su práctica en el campo de la interconsulta. Allí se instituye también para él una dimensión ética a ser tenida en cuenta. El psicoanálisis se sostiene entonces en la lectura posible del malestar y lo no dicho, en la posibilidad de escuchar lo silenciado, y en la habilidad o aunque sea la intención de subvertir lo mudo en una palabra que articule la verdad del inconsciente.
Segunda crónica…. Hace poco tiempo atrás, escucho el relato de un médico joven quien transmitía la desazón que encontraba por no poder operar sobre el dolor que aquejaba a un joven gravemente enfermo. El dolor se había escapado de lo tratable. Se habían utilizado drogas adecuadas a dosis adecuadas y sin embargo insistía. Entonces frente a la discordancia entre lo que la medicina entiende como patológico e intenta restituir a su estado de normalidad, y lo que el paciente muestra desesperadamente, la salida insisto desesperada, fue poner en duda la “veracidad” del dolor. Comenzó a escucharse que eso era simulación y se inició el uso de un placebo. No voy a ahondar en el valor moral del uso del placebo en medicina, sino tratar de ubicar el lugar que tuvo en este caso. Frente a lo que no encajaba y era insoportable de escuchar, vale decir un joven clamando por un Otro que aloje su dolor, expresado en una metonimia incesante, el placebo vino a silenciar el grito al denunciarlo como simulación. Término este último que por otro lado y a mi criterio lamentablemente, se encuentra dentro de la nosología impuesta por el DSM IV.
En ambos casos clínicos la intervención con los médicos tuvo el sentido de humanizar el dolor, ubicándolo en una escena que hablaba de una verdad dicha a medias, particular, única.
Como uds. saben el modo en que aparece el sufrimiento no es ajeno a lo significantes de la época. Más bien ellos lo nombran. Una pregunta que no puedo dejar de hacerme es bajo qué máscaras, de qué manera puede retornar hoy el horror de los años 70. La pregunta tiene una introducción y es si sería lícito pensar que algo de aquello retorna en la forma del sufrimiento de nuestros días. Parto de la sospecha de que sí es lícito, aunque invito al lector a considerar esta pregunta en su legitimidad.
Durante estos días, quizá como no me había pasado años anteriores, la Memoria, a treinta y cinco años del golpe de estado en la Argentina, se tornó en un hacer memoria. Escuché muchos relatos. Relatos, ya no sólo denuncias como primera forma de la resistencia. No digo, por supuesto, que no había relatos, digo que esta vez yo los escuché como tales. En ese sentido se me volvieron historia. De pronto me encontré escuchando otra voz en el dolor. Voces acalladas de otras épocas que retornaron en mi cabeza como lo siniestro de mi propia adolescencia. El psicoanálisis tiene el desafío, de articular lo imposible y lo mudo del sufrimiento individual en el escenario de la época. El hospital y lo que allí se escucha, sobre todo en términos de lo no articulado, lo que aparece suelto, anónimo, no cuestionado, no es ajeno a ese escenario. Me pregunto si el padecimiento de estos jóvenes, este dolor insoportable, “de más”, no retornaría como inadmisible, como fuera de lugar, como algo que sólo anima a ser acallado insistentemente. Este plus de dolor en las dos crónicas relatadas, ajeno a una escena familiar me invitó a pensar en todas estas cuestiones.
Dejo abierto el planteo para el lector.
Marta Benenati
29 de marzo 2011