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Al rescate de la fiesta

 

Sí, hace siglos que los seres humanos de cualquier condición social pretenden huir de la repetición diaria de lo mismo.
Odo Marquard

Para comprender la real dimensión antropológica de la fiesta, y el lugar que ocupa ésta en nuestros días, como así también reflexionar sobre qué significa, que en estos casi treinta años, todavía no haya sido derogado el decreto de 1976, por el cual la genocida dictadura militar sacó el carnaval (“la fiesta popular por excelencia”) del “almanaque de los argentinos”, es necesario rastrear algunas consideraciones previas y esenciales sobre la misma. Desde las fiestas herméticas y misteriosas de la antigüedad, pasando por las populares, cómico-grotescas e irreverentes de la Edad Media y el Renacimiento, a las “no tan festivas” modernas y actuales; recreadas y registradas a lo largo de la historia de la pintura y el cine, el más masivo y popular de todas las artes. Escenas de películas como El Satyricon, La Dolce Vita, Casanova, de Fellini; Nosferatu de Herzog, La gran comilona de Ferreri, Medea de Pasolini, Viridiana de Buñuel, El cocinero, el ladrón, la mujer y su amante de Greenaway, La Fiesta de Babette de Axel, Big Night de Tucci, Rey por inconveniencia de De Brocca, Ojos bien cerrados de Kubrick, La siniestra Fiesta de Todos de Renán, o La -“inolvidable”- Fiesta inolvidable de Edwards, son solo algunos de los ejemplos más ilustrativos.
La palabra fiesta proviene del latín festa/festum, que significa alegría, regocijo, comunión. Mediante ella, el hombre (el único ser festivo y festejante, el único ser que ríe) se acerca a lo que lo sobrepasa, pero también a su dimensión animal. Se entrega a lo irracional, a “los bajos instintos”, al des-orden. Recupera el caos original (el yo colectivo), se mezcla y con-funde con los otros. Intensifica la vida y aplaza la rutina (esa forma triste de muerte a “largo plazo”). Enfrenta la cultura oficial. Y anula las jerarquías, las posiciones sociales a favor del festejo comunitario.
En este sentido la fiesta es ex-céntrica respecto a lo cotidiano de la vida, ya que a través de la ella se interrumpe y suspende, como un paréntesis, como una moratoria alegre, fugaz, pero intensa, lo rutinario de la vida. Donde el hombre no solo se encuentra con los otros, conformando un nos-otros, sino consigo mismo, que es lo mismo que decir “con sus otros”.
De ahí, que los pueblos antiguos fueran en extremo respetuosos de las fiestas, y sería imposible enumerar y analizar el repertorio o catálogo de las celebraciones con que honraban a sus dioses tutelares, a sus muertos, héroes, y a ellos mismos. Incluso los romanos habían creado el fasti o calendario festivo donde se registraba una reglamentación minuciosa del desarrollo de cada una de ellas. O sea que esas fiestas (religiosas, atléticas, militares o funerarias) eran asunto de interés público.
Estas conmemoraciones pretendían reproducir y actualizar un estado de alegría, fe y potencia de “otros tiempos” más propicios para el gusto y el deseo por la vida. Como marca Roger Caillois: “No habría fiesta sin exceso”. 1
Para Platón (no nos olvidemos de su famoso texto El Banquete) los dioses en su piedad por los hombres, instituyeron momentos de distensión para las fatigas laborales, durante las cuales la raza humana tenía trato con las divinidades. Este dato no deja de ser llamativo, pues el verdadero contacto y comunicación con lo que nos sobrepasa, no se daría a través del trabajo, sino de la fiesta. Incluso religiones tan represivas (en cuanto al deseo) como el Judaísmo y el Cristianismo, nos dicen en su compartido Antiguo Testamento que “en el séptimo día Dios descansó”, o sea dejó de trabajar. Y ese es el día destinado a los hombres para el ocio, la distensión, y para honrar y comunicarse con Dios, que dentro de esta “lógica”, equivale a decir -como anotamos anteriormente-, a comunicarse con uno mismo. En realidad, el día de fiesta, aunque sólo se trate del domingo, es ante todo un día consagrado al reposo, al regocijo, en el que se prohibe trabajar. A esta “altura” del artículo, cabe una pregunta obligada: ¿el trabajo sería horizontal, y la fiesta vertical? Pero resulta que paradójicamente la fiesta destruye toda verticalidad, ya que “democratiza” las jerarquías. Y en el trabajo (al menos en el sistema capitalista) se “des-horizontaliza”, y se jerarquizan las relaciones.
No deja de llamarnos la atención también, que la palabra paganismo (una de las causas de la prohibición del carnaval, aparte del peligro que representaban estas aglomeraciones y reuniones masivas, -“a los militares nunca les gustó la gente en la calle”- por parte de la dictadura, es que éste era considerado una fiesta pagana) derive de las paganales” (fiestas agrarias en honor a Ceres), y que luego se transformó en el nombre con el que se designaban a las aldeas latinas marginales (pagi=pagos), donde se refugiaban los últimos devotos de las fiestas del politeísmo greco-romano, que eran violentamente perseguidos por el cristianismo triunfante.
En este sentido, como comenta Caillois: “a la vida ‘normal’, ocupada en la rutina del trabajo cotidiano, enmarcada en un sistema de prohibiciones, donde se mantiene ‘un determinado orden’, se opone el ‘des-control’ y la efervescencia de la fiesta. Que para el poder implica siempre un pueblo ‘agitado y ruidoso’”.
Para los militares de la dictadura, la fiesta de carnaval era un peligro potencial y eminentemente, el nacimiento y el contagio de una exaltación que no se agotaba en los gritos y gestos. De ahí su prohibición. Sin embargo, merece una mención especial, el Mundial ‘78, que fuera celebrado como una “fiesta” por la mayoría de los argentinos, siniestramente usado y manipulado por la Junta Militar como un “gran ejemplo” de la reorganización y del orden del país. El uso represivo de los medios masivos de comunicación fue evidente en dos momentos emblemáticos: la promoción desmedida del Mundial de Fútbol y la falsa información sobre la Guerra de Malvinas. Durante el campeonato mundial, tanto desde la televisión como desde la radio se fomentó el festejo callejero, -en realidad una falsa fiesta- para mostrar al resto del mundo el clima de “alegría y felicidad popular”, desacreditando las campañas antiargentinas en el extranjero. Mientras la voz “oficial” del locutor José María Muñoz, relataba con efusión nacionalista los partidos jugados por el equipo argentino. A propósito, recordemos también, “el gauchito” con la camiseta argentina y la pelota, como uno de los símbolos del mundial. Y las “imágenes cinematográficas” de la inauguración, con sus palomas blancas lanzadas al cielo celeste, así como las formaciones gimnásticas fuertemente militarizadas, o el contraste entre el festejo masivo y el rostro del genocida Videla, que han quedado como una de las imágenes más siniestras y representativas de esa “supuesta fiesta”, que ponía en escena las profundas contradicciones de la sociedad argentina. Enmarcada dentro de este contexto “optimista”, y junto a las películas “parapoliciales” de Palito Ortega (Brigada en Acción, 1977), y las de “reeducación” social del país a partir de “los valores positivos” (Las locuras del Profesor, 1978, con Carlitos Balá; o Vivir con Alegría, 1979, con Luis Sandrini), se estrena La Fiesta de Todos (1979), de Sergio Renán, un producto destinado a exaltar “la fiesta y la alegría” de ser argentino, donde se celebraba la “gran” victoria del año anterior del Seleccionado Nacional en el Mundial de Fútbol. Es interesante, en este “producto” fílmico, rastrear con perspectiva histórica, y desde la “óptica de la fiesta”, todo el inventario de la idiosincrasia local y la puesta en escena al servicio de la tan mentada “Unidad Nacional”, obtenida a partir del festejo común. Pero también a costa de la desaparición, de la supresión o la asimilación resignada de la opinión de los “otros “, los “diferentes”. Un “ejercicio saludable”, para contrarrestar tanta hipocresía, es la comparación con la contundente película La parte del León (1978),con la que el debutante director Adolfo Aristarain, logra “filtrar”, aunque metafóricamente, ciertas alusiones a la dramática situación política, a pesar de la censura y los riesgos vigentes.
Toda fiesta es un “colorido” sobre la gris monotonía de la vida ordinaria. Toda fiesta demuestra la misma necesidad social. Y no hay ninguna fiesta -aunque ésta por definición sea triste- que no incluya al menos un principio de exceso.
Ayer y hoy, las fiestas se seguirán caracterizando siempre por: el canto, la agitación, la abundancia de bebida y comida, el baile, la música, la distensión, la prodigalidad, el intercambio, la mezcla, el derroche y el placer. La alegría y la risa. En este sentido, toda fiesta es en sí misma “anti-económica”. Solo llena su tiempo y provee a sus necesidades. En el lenguaje popular se dice: “en las fiestas hay que darse el gusto. Hasta agotarse, hasta “enfermarse”. Hasta “caerse muerto”.
Y esta es una de las paradojas esenciales de la fiesta: “su enfermedad es saludable”. Su “muerte un resurgimiento”. Un volver a empezar.
En cambio, lo cotidiano y la rutina están asociados a la tensión, a la medida, al control y a las prohibiciones, al trabajo sin sentido, a la acumulación, en definitiva a la economía.
Georges Bataille, en su libro Las lágrimas de Eros, nos recuerda, “el trabajo fue el que decidió: el trabajo cuya virtud determinó la inteligencia. Pero la consumación del hombre en su cúspide, esta naturaleza humana realizada que, iluminándonos en principio, nos concedió, para acabar en lo que somos, un entusiasmo, una satisfacción, no es únicamente el resultado de un trabajo útil.”
Al fin y al cabo, no es el trabajo, sino el juego, el que tuvo un papel decisivo en la realización de las obras de arte y en el hecho de que el trabajo se convirtiera en algo más que una respuesta a la preocupación por la utilidad. Y este mismo “juego maravillado”, es el que encontramos en el ámbito de las fiestas.
Al respecto, toda fiesta también nos remite al caos original y creativo, al lugar de todas las metamorfosis. Nada estaba aún estabilizado, ninguna regla había sido promulgada, ni fijado ninguna forma. De ahí, que otra de las características (que se conservan aún en algunas genuinas fiestas populares del norte argentino, en el florecimiento último de las murgas, y hasta en algunos carnavales “for export”), sea la máscara, el disfraz, el intercambio de vestimentas, asociados a la idea de exhibir dos cuerpos en uno. También, como símbolo del trastrueque de los valores y jerarquías.
Recordemos por ejemplo, la letra de la famosa canción Fiesta, de Joan Manuel Serrat. Es que el reino de la fiesta es el mundo del revés, “el mundo inversé” del que habla Mijail Bajtín, a propósito de las formas carnavalescas de la cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. Y aquí la risa ocupa un papel fundamental. La risa es peligrosa porque libera al sometido de su miedo, de su sujeción, la risa lo yergue y lo enfrenta a la autoridad, al poder.
Otro ejemplo histórico muy ilustrativo, es el intercambio de vestidos entre muchachas y muchachos que se llevaban a cabo en las fiestas orgiásticas de Purím, entre los judíos, como violación directa de la ley de Moisés. En Grecia, esta “inversión de valores” y de identidades sexuales, llevaba el nombre significativo de Hybristika. Pues la hybris, representaba la agitación desenfrenada y el ataque al orden social preestablecido. Pero la fiesta no solo es “el lugar del juego”, del permiso y la alegría; es también el espacio y el tiempo de la angustia y el vacío. La re-unión de lo sagrado y lo profano, lo serio y lo grotesco, la vida y la muerte. La fiesta es un himno a la vida y la muerte regeneradora: un principio y un final indisolublemente unidos.
Martine Grinberg 2 refiere que en una poesía del siglo XIII se describe este principio a través de un combate entre las personificaciones de dos estaciones del año. Dos señores se enfrentan en un singular duelo: de un lado Cuaresma odiado por los campesinos y la gente pobre, pero amado por los ricos y poderosos. Moviliza sus tropas integradas solo por peces. Del otro lado, tenemos a Carnicería (carne-carnal-carne/vale=Carnaval), adorado por los pobres porque siembra la abundancia y el exceso: tiene en torno a sí carnes y alimentos suculentos condimentados con sabrosas salsas, olorosos quesos y exquisitas tortas rellenas de dulces y miel. Y en especial alimentos que hinchan el vientre y causan flatulencias (el aire fétido de las ventosidades era sinónimo y portador de vida).
Este combate a muerte, es ganado al principio por Cuaresma, hasta que Navidad acude en ayuda de Carnaval y lo lleva a la victoria. Cuaresma es condenado al exilio durante un año, con la excepción de un período de seis semanas y tres días. Una manera eficaz y saludable de regular y equilibrar los desenfrenos de Carnaval mediante la abstinencia y el ayuno de Cuaresma.
Esta misma representación, tan ilustrativa, por cierto, la volvemos a encontrar (con connotaciones más políticas) en la famosa pintura de Bruegel, el Viejo: Riña entre Carnaval y la Cuaresma, de 1559. Donde un obeso Don Carnal (que representa a los protestantes) aparece montando un gran barril de vino, con un cerdo en la mano; enfrenta a una figura extremadamente delgada, compungida y macilenta, con una colmena sobre la cabeza y una pala de panadero con dos peces miserables (representando a los católicos).
Esta exaltación de la sexualidad, de la buena mesa, y la subversión de la jerarquía, hunde sus raíces en las Saturnales Romanas (fiesta anual realizada en honor del dios Saturno), sobreviviendo a las presiones de los poderes políticos y espirituales. No es de extrañar, entonces, que la monumental escultura de bronce patinado, Saturnalia (Roma 1909) que ingresó a la Argentina el 14 de febrero de 1910, entregada en donación al Museo Nacional de Bellas Artes por la Sucesión Moreira de Ayensa, y transferida por éste a la MCBA, haya tenido que esperar hasta el año 1984, por ser considerada obscena, para ser exhibida públicamente y al aire libre, en el Jardín Botánico.
En resumidas cuentas, la fiesta expresa, al mismo tiempo, una intensificación de la vida y un aplazamiento de ésta. Señalando las fases en el ciclo vital del individuo junto con la representación simbólica y social de toda una comunidad.
La riqueza de valores que se ponen en juego y confluyen en la fiesta, la hacen merecedora de una mirada más intensa y minuciosa, desde la antigüedad hasta nuestros días, que describa y analice la complejidad de esta celebración, en la que el individuo pierde parte de su autonomía, la cual solo podrá ser reencontrada en la comunidad, donde cede su posición social a favor de la igualdad del festejo común. Y que en este artículo, a la manera de “punta de iceberg”, solo hemos tratado de esbozar, elaborando una posible tipología. Cuya intención es la recuperación, el rescate de la misma. Dicha apología de la fiesta se ha de cultivar, al decir de Odo Marquard,3 “para conseguir que las tres formas de vida que distinguía la antigua ética -la vida placentera, la vida práctica y la vida contemplativa- corran a sus expensas”. Así pues, los hombres necesitan de la excepción de la fiesta en todas sus formas. No como sustitución sino como complemento de lo cotidiano. Por lo tanto, el hombre habrá de festejar, pues, de lo contrario, acabará buscando otras formas de sustitución, incluida la guerra: la otra gran y terrible moratoria de la cotidianidad, ya que los hombres no solo le temen, sino que, también la desean, al menos inconscientemente. En la guerra la moratoria de lo cotidiano es total y al mismo tiempo, un gran estado de excepción. Una completa subversión de la forma de vida y del orden diario. Al ser humano, la guerra no le resulta únicamente terrible, sino que, es deseada al mismo tiempo, también de una manera terrible. En el Hombre sin atributos de Robert Musil, se anota que el estallido de la guerra sobreimprime el vano intento siniestro de escapar a la cotidiana rutina burguesa.
Por último, no nos olvidemos que, una vieja estrategia de la hegemonía, a la que aspira todo poder, ha sido a lo largo de la historia de este país, oponer, enfrentar y subordinar las producciones culturales populares, a los otros productos de la “Gran Kultura Oficial”. En la Argentina de hoy, La Fiesta de Carnaval se ha replegado muchísimo, (en cuanto al “sentimiento festivo colectivo nacional”) y se ha ido transformando y ha dejado de ser ese “fantasma del pasado” que recorría las calles de la Boca, Flores o la Avenida de Mayo. Y esto se debe a los positivos esfuerzos que vienen realizando, hace algunos años, las murgas y asociaciones, por rescatarlo. Como lo demuestran las más de 20.000 personas que se han movilizado últimamente. La derogación del decreto militar de 1976, es decisiva para neutralizar y revertir definitivamente la desmemoria popular, recuperar el feriado nacional y actualizar el poder social que tuvo alguna vez.

Héctor J. Freire
escritor
hector.freire [at] topia.com.ar

Notas
1 El hombre y lo sagrado, Fondo de Cultura Económica, México, 1984.

2 Investigadora del CNRS de París, artículo publicado en la Revista La Aventura de la Historia, Nº 28, Madrid, Febrero 2001

3 Una Pequeña Filosofía de la Fiesta, Alianza Editorial, Madrid, 1993.
 

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Articulo publicado en
Abril / 2004