En estos momentos la desmanicomialización es un tema de discusión en el campo de la Salud Mental. Muchas veces se habla de ella sin tener en cuenta los aportes de la historia. Sin reflexionar sobre lo que se hizo y lo que se escribió quedamos huérfanos de modelos y de herencias de las cuales poder apropiarnos. Es por eso que decidimos publicar un texto poco conocido de Jacobo Fijman, uno de los poetas latinoamericanos más importantes del siglo pasado. Fijman nació en 1898. Participó durante la primeras décadas del siglo pasado en el grupo literario “Martín Fierro”, donde conoció a Girondo, Borges, Macedonio Fernández, Leopoldo Marechal y otros escritores. Colaboró con periódicos y revistas. En un viaje a Europa conoció a André Breton y otros poetas surrealistas. Tuvo varias internaciones psiquiátricas hasta quedar definitivamente internado durante los últimos 30 años de su vida en el Hospital Borda donde murió en 1970. Los tres libros de poesías publicados son Molino Rojo; Hecho de Estampas y Estrella de la mañana.
El texto que incluimos nos brinda la visión de su propia crisis y la internación en el manicomio. Fue publicado por primera vez en el diario Crítica, suplemento Magazine, Buenos Aires, lunes 3 de enero de 1927. Muchos años después, en una entrevista con Vicente Zito Lema comentaba: “En un cuento, que se llama ‘Dos días’, hablaba del Cristo Rojo. El mismo San Pablo enseña ‘ser como otro Cristo’; es decir, Cristo está en uno. La total identificación. Aun la pérdida de la persona. Yo lo sentía como una cosa cierta, no literaria. Y la intención del rojo, era para identificarme con la revolución, que había estallado en todo el mundo. Cuando los policías me golpeaban les grité: Soy el Cristo rojo. Siguieron con sus golpes. Cada vez más frenéticos, enfurecidos. Antes que me desmayara, me pegué a la pared y dije: Yo soy el anunciado. El cuento lo escribí después. Y lo publiqué en un diario”. La presente versión fue extraída de la excelente edición de cuentos de Jacobo Fijman San Julian el pobre (relatos), recopilación, notas, apéndice y edición de Alberto Arias, editorial Araucaria/Signos del Topo, Buenos Aires, 1998.
Hospicio de las Mercedes. Dicen que me han traído aquí porque estoy loco. Esto es imposible. Pensar que yo he perdido la razón siendo una cosa de orden metafísico, trascendental. No puede ser. Además, he padecido hambre, sed, dormía mal, estudiaba mucho, quería mejorara a los hombres, tenía sentido del sacrificio, me redimía, amaba.
No se porqué, en una comisaría de la ciudad, me apalearon.
En uno de sus calabozos se me encontró hablando de tonalidades, del origen de la especie, del super-hombre y cantando La Marsellesa. Me había desnudado; quería ser como los hijos del sol, resplandecer de sencillez, de inocencia, de santidad.
De mañana, vino mi padre; vino hasta el calabozo, acompañado de un policía. Mi padre ha envejecido. Está mas canoso. Tiembla. Tiene los ojos azules, mas azules y tristes.
-¡Como, hijo! ¿ayer te emborrachaste? Pobrecito, no es nada. ¿Para que te desnudaste? Me pregunta con mucha ternura, con mucho miedo.
Yo no le digo nada. Entonces mi padre se echa a llorar.
El policía mira; tiene un aire seguro, tranquilo.
-Hijo, en la sala de espera está tu madre.
Yo no le digo nada. Interiormente sonrío y reflexiono: ¡Cómo! ¿no sabrá éste que soy un super-hombre? ¿No sabrá lo que todo el mundo: que tengo el cerebro de oro? Por eso me pegaron en la cabeza. No me la pudieron romper. ¡Y cómo! ¿No sabe que soy el Mesías? ¿No recuerda la sesión teosófica que le di anoche? ¿No le habló Kliguer, que es poeta y teósofo, de mi lenguaje de los dioses! ¡Como! ¿y se olvidó de las tres piezas que toqué en el violín para recordarle “quien era” ? ¿No recuerda de mi “Kol Nidre”, de mi “Air” de Bach y de las “Marcha Fúnebre” de Chopin? ¡Y, cómo! ¿no sabe que mi violín es una antigua sinagoga de Jerusalén? ¿no sabe que soy el Anunciado? ¿No sabe que he escrito mi Tabla de valores?
-Vamos, hijo, vamos.
Fuimos a la sala, donde mi madre nos esperaba. El escribiente que toma nota de mi nombre, domicilio y profesión, lleva lentes. A su alrededor aparecen más policías, con su misma cara rosada, mofletuda; con sus mismos lentes, con su mismo libro, donde anotan los datos, con la misma lapicera.
Ahora todos me miran, me observan, sin duda para no olvidarme.
De pronto, el escribiente interroga:
-Profesor de violín, ¿no?
Ahora interrogan todos: “Profesor de violín, ¿no?” , y anotan lo mismo. Yo pienso: Je. ¡Profesor de violín! Gente estúpida, todavía cree en la división del trabajo.
Al rato, salimos. Es un dia de sol, caluroso, 23 de enero.
La ciudad está silenciosa: sin duda la gente ya sabe que no me gusta el ruido.
-Vamos a tomar un auto, hijo. – dice mi madre.
-No, yo no voy, no, no- contesto.
Y aprieto a los dos contra mi de un modo que los hace estremecer. No quiero ir en automóvil después que he escrito mi Tabla de valores. El auto es un elemento de civilización. Yo no quiero debilitar mis pies, yo no quiero el progreso. Yo quiero la caverna del hombre primitivo; quiero a Eva, quiero la llanura, quiero el sol.
Después, les digo:
-Vamos a lo de Alberto, a mi casa de Alberto.
-Nosotros no la conocemos. ¿Adonde nos llevás?
La ciudad está cambiada, pero reconozco el camino. No se cómo, me acuerdo de los pájaros. Los pájaros tienen sentido de orientación,. Aunque la ciudad ha cambiado tanto, me digo: Encontraré la casa de Alberto.
Camino y camino. En efecto, la ciudad ha cambiado. Hay otra luz en la ciudad, velada de un color de fuego transparente, de seda. Estoy, sin duda, en otro plano.
Mi padre, con sus ojos azules, y mi madre, que tiene la cara torcida por una alteración nerviosa, me siguen. Siguen a un fantasma. Se detienen y me aconsejan:
- Volvamos a casa; a nuestra casa; no seas malo.
- No, casa de Alberto-contesto, y los obligo a seguir.
Veo el reloj de la joyería de Alberto. Veo la tabla negra del letrero, que me sugiere la idea de que los de la casa están muertos, que han desencarnado, que se han vestido con el traje de la eternidad. Precisamente, el padre de Alberto estuvo hablándome del “Ayer”.
-Buscas tu Ayer- me dijo.
Como es pelirrojo y sanguíneo, se me ocurrió, se improviso, que tiene el color de los ladrillos que hacían los esclavos faraónicos.
Vi en él algo de Triángulo. Me eché a llorar. Este hombre sabía mi angustia. Sabe que busco un sentido a la muerte. Sabe que soy el Anunciado. Lo sabe todo. Es Salomón. Los dos nos hemos encontrado. Yo soy Moisés: he aquí que mis manos tienen el cayado del profeta. Con él voy a alucinar a los que pegan a mis judíos. Somos dos antiguos que se han encontrado. Ahora, creo que el viejo me cuenta una parábola. Es verdad, al padre de Alberto le gusta hablar de parábolas y contar leyendas de la antigüedad.
Empieza a llover.
-Es fiesta- dice el padre de Alberto con un acento de nostalgia, lánguido, imprevisto.
Llueve ópalo, azul, oro, violeta. ¡Je! Estoy en Jerusalén. Ya estamos en Jerusalén. Salgo corriendo de la casa de Jaime Berg, padre de mi amigo Alberto. Debo anunciar algo: leer mi Tabla de valores. Soy el Anunciado. Voy a darle un abrazo a Kliguer, el poeta teósofo que muchas veces me ha dicho que soy más anciano que él. Tenía razón. Soy el Mesías. Anunciaban que vendría después de la guerra.
He visto a Kliguer en la redacción del “Ydische Zeitung”. Me recibe en su gabinete de corrector de pruebas. Le hago “señas”.
-¿Hablas el lenguaje de los dioses? – me pregunta.
Sigo haciéndole señas.
-¡Qué lastima que no tenga una flor para darte!
Sigo haciéndole señas. – Bueno, ve, anda, si no quieres decir nada.
Entonces le hago un gesto significativo, como diciendo: -Kliguer, te espero mañana en las barricadas- Y golpeando el suelo furiosamente, salgo de la redacción.
Son las cinco de la tarde. La tarde es turbia. Ha refrescado.
Ahora voy a lo de Giacosa con un candado sobre la puerta. Ya debe de estar preso. La policía ya sabe que mañana estalla el caos. Me echo a reir y grito:
-¡Yo soy el anunciador de la tempestad!
En la calle hay poca gente. Se cierran las casas de comercio. Camino por la calle Corrientes, risueño, gozoso.
Veo un judío de barba; usa pastillas de patriarca, anteojos negros; viste de levita negra. Lo reconozco. Es el padre de un muchacho sionista. Se llama Stein.
-¡Ah!, si él supiera que yo soy el Mesías.
Ya lo he perdido de vista. Sigo caminando. En la trastienda de una sastrería hebrea están dos sastres que perecen ser los dueños, y Moicha, un conocido violinista de piezas típicas de casamiento. Los dos sastres son morenos, afeitados, gordos; usan anteojos de carey , son de mediana estatura, algo encorvados; Moicha, el violinista, es rubio, calvo, flaco, rasurado; lleva una vieja levita de un negro desteñido que tira a verde. Ninguno de los tres me conoce, pero yo si los conozco; los he observado muchas veces. Están examinando un violín; me parece que Moisés también se dedica a revender violines. Me detengo y los miro. Después me acerco a ellos. Pido el violín. Me miran curiosos, asombrados. Pruebo el violín cual un consumado luthierista (1) , golpeando en la tapa y aplicando el oído por si se percibe la vibración simultánea de las cuatro cuerdas.
Dicen en yergón:
-Parece que se entiende.
Me hago el ingenuo y les digo:
-Este es un instrumento hebraico.
-Si, si- dice uno.
Y otro, en yergón:
-Sabe, sabe.
-Hoy es día de la raza, ¿no?- les pregunto.
Todos me miran azorados. De pronto pego un formidable puñetazo sobre el mostrador, gritando:
-¡Llegaremos!
Ellos tres gritan horrorizados:
-¡Está loco!
Salgo corriendo, lanzando carcajadas terribles, ásperas, sarcásticas. No saben que soy el Mesías. No me presienten. Todavía tienen miedo. Esperan. Sigo caminando. Y he hecho un trecho enorme. Estoy cerca del barrio de Flores. Ahora me voy a leer mi Tabla de valores a Enriqueta Gómez, una grande alma solitaria. No se quien la llamó Luisa Michel o la comparó con ella. Me parece que estoy enamorado de Enriqueta. Tengo que leerle mi Tabla. Se alegrará mucho. Hace tiempo que no la veo. Además tengo que decirle que estoy enamorado de Carolina Mendoza. Ella debe de conocerla. Algo tengo que contarle.
Carolina es una muchacha rara; le gusta enamorar a los hombres y después volverles la espalda, como hizo con mi amigo Berman. Posiblemente, si Berman no se hubiera enamorado, ella seguiría siendo su amiga. A mi me tiene miedo. No me tiene odio. No, a mi me ama. Tampoco. Conmigo le gusta hablar sobre pesimismo. Carolina es escéptica, amarga, pesimista. Carolina sabe más que el padre, un abogado que no ejerce, tolstoyano, que cree en la moral, no cree en Dios, es enemigo del Estado y ha publicado sobre moral veintidós tomos.
La madre de Carolina es una mujer pequeña, flaca, neurótica. Habla de melancolías, de flores, de la provincia natal, y es enemiga del matrimonio. Ahora vive sola con Carolina. Odia al marido. El, a su vez, también la odia. Todos ellos se odian. Me causan risa. Carolina tiene unos hermanos pelirrojos que la detestan. La llaman perversa. Son bolcheviques. Trabajan en una fábrica. Hablan mucho. Dicen cosas disparatadas. Son pelirrojos e impulsivos. Pero yo amo a Carolina. Voy a decírselo a Enriqueta Gómez, que me comprende. Pero también estoy enamorado de Sofía y compadezco a Emma. Amo a Sofía desde que hablé con ella en la Maternidad. Tiene ojos de ensueño. Me acordé de Schumann. Oí música. Consulté con ella sobre Carolina.
-Yo soy muy franca- me dijo. – Esa muchacha tiene mas inteligencia que sensibilidad.
-Siento que me vienen desmayos. Sofía me mira con sus ojos de ensueño. Estoy enamorado. Me muero. Oigo música de Schumann. Estamos enamorados. Entra Emma con su hermana, que practica en la Maternidad. La hermana nos dice, sorprendida:
-¡Oh! ¿qué les ha pasado?
Sofía y yo estamos en silencio.
Me voy con Emma. Emma está triste; ama y no ama. No quiere casarse con un judío de Entre Ríos porque es ordinario, bruto, feo.
-Me consolaré con ser madre –va diciéndome Emma.
Emma es buena y fea; quiere estudiar medicina.
-La vida para mí no tiene objeto.
-Para mí, sí –le contesto.
-¿Por qué? –me pregunta.
-Porque dos y dos son cuatro.
Pasamos cerca de la Penitenciaría Nacional. Me parece que hago una seña. Con ella quiero decir: “Mañana, a primera hora, larguen los presos. Mañana Beethoven dirigirá en el estadio la Novena a coro”. Emma me habla de Fanny. Fanny me quiere mucho. Es rubia, tiene ojos azules; dice que soy un tipo original. Fanny me ama, me adora, me comprende. Voy a decírselo a Enriqueta Gómez para asombrarla.
Un día me preguntó si alguna vez estuve enamorado. Una noche volví cansado de vagar y soñé que Enriqueta Gómez me daba un abrazo de alma, un abrazo inmanente, un abrazo de alma extraordinaria.
Ya estoy en la casa de Enriqueta Gómez. Sale una señora de luto. Me dice que Enriqueta Gómez no está. Me siento sobre un montón de ladrillos a esperarla. Yo venía a anunciarle que mañana estallaba la revolución; pero ella debe de estar preparándose, si es que no está en la cárcel. Pero necesito leerle mi Tabla de valores para que tenga ánimo en las barricadas.
Ya son las nueve de la noche. El cielo es claro; las estrellas brillan. En todas partes levantan barricadas. Una alegría cósmica inunda. El ambiente está perfumado. De pronto, unos niños se acercan, y me tiran piedras. Me echo a caminar. Sólo encuentro mujeres de ojos negros, ojos tristes de horror. De fijo que es la hora. En este momento anoto no se qué impresión en mi Tabla. Me encuentro con unas mujeres hermosas, divinas.
-¡Oh, un poeta! –exclaman y se acercan para observarme. Miro el cielo. El cielo está cada vez más azul, más alto, más lejano. Camino y camino.
Estoy cerca de Palermo. Es verdad que soy Beethoven y tengo que dirigir la Novena Sinfonía. Ya los músicos están reunidos. Visten de negro. Visten de negro, porque saben que es el color que más me gusta. Hay un gentío enorme. Ruido, mucho ruido. Los fulmino a todos con una mirada amenazadora, lanzando rayos, anatemas. No saben que soy Beethoven. Los músicos están preparados. Empiezo a dirigir a distancia. Ahora todos escuchan en un silencio religioso. Algo trágico, milagroso, presienten. Después de la Novena, pienso, sólo falta consumar la gran obra: la Revolución Social. Yo soy Beethoven; “Ayer” usaba trapo rojo; hoy soy el mismo. Soy el Cristo Rojo. Por fin termina la sinfonía. La multitud estalla en aplausos, delira. Se oye un trueno. La gente escapa. Alguien grita:
-¡Es dinamita!
Hay un desbande. Alguien me ha tirado una flor roja. >Ese alguien me ha reconocido.
-Es la hora –pienso. –Yo soy el Cristo Rojo.
Los rayos se desdoblan en el espacio. Ya no hay estrellas. Ya no hay gente. Llueve.
Me vuelvo a mi casa. El portón negro del palacio en que vivo se abre empujado por una mano misteriosa. Ah, si, ya sé, es Chernichevski, el espíritu del jefe de los nihilistas, que me abre la puerta. Entro a mi casa. Todos duermen. Duermen en el suelo; se explica, hace calor, mucho calor. De pronto, me detengo a contemplar a mi hermanita Fedora. Todo su cuerpo es blanco, de mármol, de diamante. Veo sus envolturas astrales. ¡Dios mío, la inmortalidad del alma es un hecho! Ahora, por fin, siento la alegría de vivir. No se muere nunca. Se “es” eternamente. Bienaventurados todos nosotros. Aleluya. La vida tiene sentido; la muerte tiene sentido; todo tiene sentido. Pienso que todos los cuerpos de mi casa contiejnen espíritus antiguos, superiores. Evohé, toda Grecia está en mi casa.
Tengo sed. Es verdad que hace varios días que he decidido no comer, porque eso de comer es cosa de bestias. No hay que ser bestia. Hay que ser un dios, algo más y siempre más.
La canilla de la pileta resplandece. Me digo: “Es de oro”. Ahora todo es de oro. Se explica; yo, el super-hombre, encontré la piedra filosofal. La piedra filosofal la descubrí en el sonido. Soy el alquimista de los sonidos. Ahora todo es de oro puro. Todo se ha purificado. Todo brilla. Ha llegado la hora del alba eterna, del alba esperada. Homero ha vuelto a reencarnarse para mi fiesta. Pues bien, bebo. Bebo agua. Son las últimas gotas de agua que beberé, nada más que para limpiar mis órganos de oro, los órganos eternos; los órganos que no saben del bien, ni del mal, ni de la virtud, ni del pecado; los órganos del Integral, del Superhombre.
Entro en la cocina. Está clara, limpia. La lamparilla eléctrica es de color rojo y amarillo. Debe de ser una comunicación de Moscú. Recibo noticias secretas que contesto.
La luz recta de un reflector, con un aliento monstruoso, enfoca la ciudad. Mi cuerpo exhala, poro tras poro, aromas distintos y penetrantes. Estoy en la gloria. Desde el fondo de mi ser brotan aleluyas. Mi ánimo se resuelve en misticismo. No me entiendo. Tengo la certeza del otro espacio, del otro. El alma existe. Dios existe. Yo existo. Nada muere.
Un instante después me limpio la boca con una papa. Mis dientes están blancos, blancos muy blancos. ¿Qué más quiero? Sólo habría que comer papas. Mi amigo Berman estuvo un tiempo comiendo papas y dedicándose seriamente a reflexionar.
Soy feliz. La felicidad es mía. Tengo paz, seda, dulzura en mi sangre. Ya no soy pesimista.
En eso entra mi madre.
-¿Qué haces? –interroga.
-Mire, mire: ¡qué limpia tengo la boca!
-Es cierto –Y luego agrega: -¿Dónde has comido?
Yo por respuesta sonrío; sonrío misteriosamente. No, no; desde luego mi madre no sabe quien soy yo. Lo que me asombra en ella es su lenguaje de compasión y dulzura para conmigo:
-Bueno, vete a dormir- me ordena.
-Después.
Ella se va meneando la cabeza, pensativamente. Todo está en silencio. Me deslizo como una sombra y salgo. Tampoco dormiré más. Ni comer, ni dormir, nada de las dos porquerías.
Estoy en la calle. Camino. Recuerdo que debo estar en mi “soviet”. Mi “soviet” está compuesto por Pardo, Berman y Soria. Los tres ilustrados. Los tres son revolucionarios. Los tres son pesimistas. ¿Cuál de los tres es más pesimista? Pardo, porque ama el color gris y tiene ojos tristes; pero cree en el amor. Berman no cree en nada, pero tyi4ene pasiones con alternativas que dan miedo. Soria está casado. El pesimista soy yo. No; el pesimista es Enrique Pitzberg, un muchacho medio feo, con algunos dientes de menos y atacado del mal metafísico. No cree en nada; todo está mal; todo es inútil; los hombres son perversos, las mujeres son idiotas. El universo está mal construído. Tales de Mileto se equivocó en su teorema sobre la construcción del mundo. Todo es imperfecto. La perfección es inútil, porque Kant, porque Fichte; porque Descartes; pero Bacon, pero Sócrates, pero….
No, éste tampoco es pesismista. Y, aunque lo fuera, no lo entiendo. Pesimista es Tartessi. Tartessi es un muchacho que se le ha dado por usar barba. Es un temperamento apasionado, latino; y es neurótico. Lo es su madre, su hermano el violoncelista y sus hermanitas. El está en pleno pesimismo. Lee a Leopardo, el Eclesiastés; pero estudia el yargón, porque se ha enamorado de una violinista judía. Ahora ya no está enamorado. Quiere irse a Norte América, a Italia o al campo. No, tampoco Tartessi es pesimista. Pesimista es un ex -fraile amigo mío, un tipo erudito, vagabundo. Lee mucho; y come donde puede. ¿Dónde estará?Debe de estar también pero, porque dijo el otro día a voces:
-Moscú es la capital del mundo.
-Montenegro- le dije- cuando llegue la hora, habrá que matar, matar a muchos, sin miedo, sin piedad.
-¿Matar? Yo no sé matar- me contestó.
-El que no mata en la hora de la revolución, la hace fracasar.
-Yo sólo aspiro a ser comisario de instrucción pública.
He notado que casi todos los eruditos aspiran a lo mismo. Se creen que porque saben latín y griego deben regir los destinos de la cultura. ¡Qué bestias! Son los que dicen: “Hemos llegado demasiado tarde”, y quieren volver a la Edad Media o al Renacimiento. Son unas bestias. No tienen sentido histórico. No sirven ni para esta época ni para los tiempos de Maricastaña. Ah; pero Montenegro lee a Stirner y a Nietzsche. Es un tipo disolvente. Ha sido fraile y, desde luego, es un peligro para la revolución. El hábito de la hipocresía, de la simulación, no se saca así nomás; queda, está prendido de cada nervio, de cada arteria, de cada mano. Montenegro s una bestia. ¿Para qué usará esa capa y esa barba que lo hace semejante a Stendhal? Por economía. Por taparse la mugre: la capa; y la barba, efectivamente, por vanidad. Pero Montenegro entiende mucho de pintura. Es uno de esos tipos que hablan que hablan mucho de estética en los cafés y que tan bien han pintado los Goncourt. (Los Goncourt no hablarían mucho, pero escribieron mucho, demasiado.) Ah, pero el pobre Montenegro también busca algo. Es un atormentado. Tengo que iniciarlo en teosofía y estará salvado. ¿Pero dónde está Montenegro? ¿Y Kerchman, el pobre vagabundo judío, sin hogar, sin amigo, sin nada? Dicen que tiene talento. Su cabeza es blanca; sus ojos dulces y la cara rosada. En verdad, es inteligente. Kerchman es un pesimista, un doloroso, un atormentado. El es el único que no cree en la revolución ni en los revolucionarios. Los odia, los desprecia, los compadece. Kerchman se ha ido lejos, muy lejos. Quizás a pie, cantando una lamentación de las que oyó en las estepas.
Ya se inició el nuevo día y estoy en la calle. A eso de las 10 me encuentro con Boris Goldman, un muchacho de cara pequeña y movimientos bruscos. Toca el piano y está componiendo una sinfonía para mil músicos. Es un muchacho que, según el padre de mi amigo Alberto Berg, tiene mucha memoria; entonces es posible que no se olvide de componerla. Me habla y se me ocurre no contestarle. Se va disgustado. Ahora resuelvo, no sólo no comer ni dormir, sino también no hablar más. ¿Y para qué es, pues, mi lenguaje de los dioses? Soy el Super-hombre; el Mesías.
Después he visto a Berman, al padre de Berman, un hombre silencioso y bueno. Me habla y no le contesto. Encuentro a Soria, a Pardo, y a Muñoz, un muchacho anarquista con todos los defectos de tal; y encuentro a Tartessi. Todos me hablan y no les contesto. No debo hablar más el lenguaje vulgar y tonto. Soy, pues, el Super-hombre.
Llega la noche. Recuerdo unos terribles golpes sobre mi cuerpo, una comisaría, gritos, cantos, ¡qué se yo!.... Ah, es verdad, estoy en la casa de mi padre Jaime Berg. El me había abandonado en Rumania; una de esas cosas que ocurren en el mundo: un devaneo, un amorcillo. Samuel Lejtman no es mi padre; él sólo me ha criado. Mi madre adoptiva me sacó de la cuna. Con razón la que yo creía mi madre no tuvo hijos durante nueve años. Por eso me adoptaron. Todo termina bien. Estoy en la casa de mi padre Jaime Berg, mi verdadero padre. Pero a las tres de la tarde vamos a lo del psiquiatra José Ingenieros, a discutir posiciones revolucionarias. Veremos cómo se resuelven. Nos acompañan Samuel y Alberto; yo voy con mi padre Berg.
Entramos a lo de Ingenieros. Le hacemos unas señas misteriosas que comprende y contesta. Ya sabe quién soy y quiénes somos. Nos despedimos. Al despedirme pego un golpe con el pie, y grito:
-¡Yo soy el Cristo Rojo!
Ingenieros me golpea el hombro, diciendo:
-Epa, amigo, aquí no se grita.
Está bien, comprendo, es una orden parta las barricadas. Salimos. Toda la ciudad arde. Es el gran día. Pasamos por la escuela Roca. Oigo cantar el himno de los trabajadores. Veo piedras rojas: barricadas. Grito:
-¡Viva la revolución social!
-No grites- me interrumpe papá Berg.
Bueno, la revolución está hecha.
Hemos vuelto a la casa de mi verdadero padre. La casa está en silencio y triste.
-Ahora, a dormir-me dice mi “verdadero padre”, que me lleva al cuartito donde duerme Alberto. Allí me desnuda y me hace acostar en una cama plegadiza. El cuartito es oscuro. Hay muchos baúles. No hay dónde moverse.
-A dormir, a dormir-me dice por última vez y se va, bajando una escalerita de hierro.
Ya no oigo sus pasos. Duermo. A los pocos minutos me despierto, y me siento sobre la cama. Hace un calor insoportable. Tengo toda la sangre en la cabeza.
-¿Dónde estoy?-pregunto.
Nadie me contesta.
-¿Quién me ha traído aquí?-vuelvo a preguntar.
Anoche me pegaron en la comisaría, recuerdo; aquí tengo algo, adentro, en la cabeza. Me pesa y no me pesa. Todo es rojo. Veo mal, distingo mal las cosas. Vuelvo a acostarme, pero no me duermo.
Viene mi verdadero padre y me dice:
-Tienes que tomar esto- y me ofrece un líquido en una cuchara.
-No, no quiero.
-Toma, toma, te lo manda Ingenieros.
Miro el líquido que contiene la cuchara. Es rojo. Ah, si, debe de ser una receta “bolchevike” que me manda Ingenieros. Pruebo; es dulce. ¡Qué porquería! Ingenieros debe de haberme “tomado el pelo”. Ingenieros es una bestia. Debe de ser la cuchara que se les da a sus iniciados de “La Siringa”.
-Bueno, a ver si por fin te duermes- me dice papá Berg.
Duermo un rato. Oigo la voz de mi hermano que está abajo. Mi verdadero padre le pregunta a mi hermano David:
-¿Tenía muchos amigos?
-Yo no sé. Creo que sí. Del que siempre hablaba era de Berman. Berman de aquí Berman de allá. Para él no había mejor amigo que Berman.
Hablan de mí como si hubiera muerto. Vuelvo a dormir unos minutos.
Abajo hablan dos mujeres; la señora de mi verdadero padre y una que, por la voz, se me figura que está vestida de luto.
Dice la señora de luto:
-Y bien, ya que murió, que en paz descanse. ¡Qué lástima! Tan joven…
-Murió anoche. ¡Qué se va a hacer!-añade la señora de mi verdadero padre.
De manera que estoy muerto. He muerto anoche. La paliza que me dieron era para hacerme desencarnar. Ahora lo comprendo todo.
Oigo llorar a mi amigo Alberto. Verdaderamente estoy muerto. Me consuela, no obstante, pensar que estoy vivo, que la inmortalidad del alma es un hecho. Estoy flotando en el cuarto.
A media noche veo que mi hermano David está cerca de mi cama. Me está velando. Me duele el estómago. Bajo las escaleras. Vuelvo a subir.
-¡Jé! Mi hermano no se ha dado cuenta.
Ha estado velando mi cadáver. Ha bajado, y ha vuelto a subir “mi fantasma”.
Duermo. Me despierto preguntando por Rosa, una amiga mía.
-Yo soy David y no Rosa. Duerme –me contesta mi hermano.
¡Qué raro es todo! Este cuarto suspendido en el aire, no sé cómo, se sostiene. Los baúles son sospechosos. Ah, si: uno es para mí; y el otro es parta Alberto. Nos vamos en aeroplano a Moscú, porque el gobierno de aquí nos persigue. No, me iré con mi “padre”. El no se llama Berg; él es Trotski. Va y viene de Moscú cuando le place. Yo soy Lenin. Ahora todo se explica, se aclara.
De mañana viene a verme la señora de mi padre. Me habla con dulzura y me “ceba” mate.
-¿Está bien el agua? –me pregunta.
-¡Más caliente! –le contesto.
-Bueno, voy a calentarla.
Al rato vuelve.
-Y ahora, ¿le gusta?
-¡Más caliente! –le grito.
-¡Pero, si está hervida!
-¡Más caliente, más caliente! –le grito repetidas veces, lanzando terribles carcajadas.
Ella se va, o no se cómo desaparece. Todo pasa como en un sueño. Los dioses están contándome un cuento shakesperiano.
Sobre la mesa de mi cuarto hay una lamparita azul con el tubo roto. Reconozco la lamparita; Samuel Lejtman me la tiró una vez, porque nos enfadamos….
Instantes después viene Samuel. Me limpia la cara con un pañuelo que huele a tabaco, a miseria, a no sé qué.
-¡Fuera, fuera!- le grito.
Él llora, llora como un niño.
Vuelve a acercárseme; le doy un puñetazo. Se va.
Después viene Neje, la que me ha criado, mi madrastra.
-¡Fuera! Tú quieres plata, sólo quieres plata.
Ella llora. Aquí todos lloran. Todo el mundo llora. Se va. Este cuento de los dioses es muy triste. Es como la vida…..
Luego sube Rebeca, que viene con la sirvienta; pero no es la sirvienta, es Luisa, una amiga de mi infancia, que hace diez años que no veo y que ha venido de Norte América a visitarme. No, es Lina, una amiga mía de Mendoza. No, es Octavia. Rebeca me da los buenos días y se va. Se va Luisa o Lina u Octavia. Lina se parece a Cristo. Es rubia; tiene ojos azules. ¡Cómo cambia el tiempo hasta las finosomías!
Ya no están en mi cuarto. Se han ido. Se oye sonar el piano. Mi padre grita. Es la hora de comer. Alberto llora. No comprendo. La voz de Samuel me dice:
-Israel, ¿quieres comer con nosotros?
-No. Yo no bajo. ¡Yo subo! ¡Vivan las alturas!
-Mire, Berg. Nuestros hijos, nuestros, ya no son judíos; no nos sabrán rezar el “Kadisch”-le oigo decir.
-¡Cómo! ¿No dijiste tú que cuando murieras te levantarías de tu sepulcro para rezarte tú mismo el dichoso “Kádisch”? –le digo.
Todos ríen.
Ahora duermo. Duermo profundamente. Estoy en el Egipto. Me han encerrado en la Esfinge. Debo colgarme de los anillos de Saturno para salvarme. Ya estoy colgado. Soy un caldeo que observa las estrellas.
Ya estoy en el espacio. Los anillos de Saturno me han salvado. ¡Qué lejos está la tierra! ¿De qué encarnación me acuerdo? Estoy saturado de una luz azul. Sólo me falta la escala de Jacob. Me he salvado. Mi salvación es eterna. ¡Cómo canta el mar, un mar que debe estar lejos, entre unas nieblas de ensueño!
Ha pasado tiempo, mucho tiempo. ¿De qué? No recuerdo. ¿Para qué ha pasado el tiempo? Ya es tarde para volver, pero volver, ¿a dónde volver? No lo sé.
Deben de ser las dos o tres de la tarde. Me despierto para dirigir las barricadas.
-¡Yo soy el Cristo Rojo! –grito azuzando al pueblo enloquecido.
Desde aquí veo que Enriqueta Gómez lleva la bandera roja. Estamos en la plaza.
Dirijo la batalla. Hay olor a pólvora. Suenan las ametralladoras. Pisoteo y grito como un endemoniado.
Estoy otra vez en cama. Me han herido. Estoy agonizando. Viene a verme un médico. El médico me examina. Según parece, no sabe lo que tengo.
Ahora está a mi lado Alberto, que escucha mis aventuras.
-¿Te acuerdas?, me caí al agua, allí, cerca de la Asunción… Me salvó Tomás Mendoza, un militar, camarada del coronel Jara. Me sacó del agua por los cabellos. Mi canoa chocó contra un vapor. ¿Cuándo trajeron mi cadáver?
Alberto se desternilla de risa. Me habla de no sé qué cosa. Pero ahora descubro que yo estaba equivocado. Alberto Berg soy yo; él es Israel Lejtman. Yo tengo esa enfermedad del corazón; yo uso lentes; yo soy gordo; yo soy hermano de Rebeca. Yo he estado esperando que mi madre volviera de Europa, donde la ha sorprendido la guerra. He llorado mucho, mucho por ella. Me saco los lentes y los limpio. Me los vuelvo a poner. Israel Lejtman se va.
Ya es de noche. Sube mi “padre”.
-Vístete –me dice.
Y él mismo me viste.
-Vienen a buscarte unos amigos en auto.
-Será Pardo –pienso.
Estoy vestido con mi traje negro. Mi “padre” no encuentra mis zapatos.
-Vamos así, no importa. Total vas en auto.
Abajo veo un bombero. Una lamparilla eléctrica brilla en la joyería. El bombero está acompañado de dos amigos que han venido del puerto de Murtinho, del Brasil.
Le grito a uno:
-¡López!
-¡Wilhelm!
Me abrazan y me llevan fuera. Subo a un auto. En el pescante se sienta Israel Lejtman. Mi padre Berg se va. Creo que llora. Se cierra la puerta de la joyería. La ciudad tiene mucha sombra. Todas las sombras de la ciudad se mueven, se contraen. Canto trozos de ópera. Los tranvías se detienen al paso de nuestro auto. Por una larga avenida entra la ciudad de Asunción del Paraguay. De pronto el auto se desvía…
Pienso: “Nos han traicionado. ¿Quién? no lo sé”.
Estamos en el manicomio.
-¡Oh, miren, un loco! –grito señalando a un sujeto. Esta es la casa del loco Cabred. Allí está el árbol de la ciencia del bien y del mal.
El auto se detiene. Me bajan teniéndome de las dos manos.
Dice un policía:
-Aquí traemos a un individuo que dice ser el Cristo Rojo y que padece del mal de la anarquía.
En la puerta hay dos loqueros. Un médico ordena, tranquilamente:
-Pásenlo.
Me desvanezco. Estoy muerto…
Pero a media noche….
Jacobo Fijman