La vida en el consultorio | Topía

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La vida en el consultorio

 
(o crónica de un encierro)

VIDA: Modo de vivir en orden a la profesión, empleo, oficio u ocupación.

 

a) Empecemos por el espacio. Por el ámbito donde transcurren estas imágenes.
Vine al consultorio y llegaron los pacientes. Llego al consultorio como espacio, como idea, como manera de vida. El paciente entra.

¿Qué mira un paciente en el consultorio? ¿Mira algo? ¿Qué busca? ¿Qué encuentra? Descubrí que los pacientes se fijan la marca e incluso prueban el papel higiénico. Miran a través de la cortina del baño. Abren las canillas y testean la presión hidráulica. Inspeccionan el botiquín. Tiran la cadena. Ven correr el agua. Hay quien elije ese sitio para tomar la decisión de no continuar con el tratamiento. Otro siente ganas imperiosas de orinar e interrumpe la entrevista. La cuestión es que los pacientes hacen uso del baño de nuestros consultorios. Vinieron más y más pacientes. ¡Qué adrenalina! Las cuentas del consultorio: expensas, ABL, celular, agua, gas (muy poco), el alquiler, ah sí... el seguro de mala praxis de médicos municipales. Todo el mundo tiene seguro de mala praxis. Hasta los pacientes saben que todos tenemos seguro de mala praxis. El monotributo. La papelería. ¡Eso! Los pacientes miran qué dice la receta, cuáles son los “créditos” del profesional.
Los pacientes. ¿Cómo llegan? ¿Por qué se quedan? ¿Por qué vuelven? ¿Por qué se van sin avisar? ¿Por qué se ofenden? Con el rabillo del ojo escanean las paredes en búsqueda de evidencias, de fotos familiares o de signos o síntomas del terapeuta. -¿Quién es este tipo?- se preguntan. Una pared de consultorio puede estar decorada de maneras distintas, con fotos de perros caniche o con una cruz o un póster con drogas psicofarmacológicas. Serían personas distintas. Serían distintos consultorios. Miran los títulos y los titulitos encuadrados. Doblan sus cabezas y enfocan sus ojos con el deseo de distinguir los lomos de los libros de la biblioteca. Miran la ropa, el aspecto general. Prolijo, desprolijo, el perfume. Una imagen desalineada, un zapato deslucido. Un reloj demasiado caro. Qué desafió es prestar atención 45 ó 50 minutos. Es una tarea que requiere entrenamiento. Naturalmente no es lo mismo atender cara a cara que protegido de las miradas.
Los pacientes van llegando al ritmo de derivaciones apadrinadas y de las otras, esas que uno se va ganando por constancia, por pericia o por buena prensa. Llegó el dinero, no una gran suma pero la necesaria para pagar los seguros, algún postgrado y electrodomésticos en cuotas. Progresivamente llegaban más y más pacientes: ¡un sueño hecho realidad! Para lo que uno siempre se preparó...

b) El hábito hace al monje. Lenta pero sostenidamente el consultorio pasó a ser el centro de mi vida. ¿Eso estaba mal? Un cambio de estilo. ¿Un éxito o un fracaso? El encargado del edificio, el vecino de al lado que entra y sale. Las chicas del bar de la esquina. La aspiradora de las 11 de la mañana. Mi nuevo mundo. La agenda se va completando de una manera curiosa: uno se alegra por recibir los pacientes y una voz interior al principio (luego dejó de hacerlo) decía que dejara horas libres para el estudio, el ocio, los amigos, o la vida. O la nada. Que no es ninguna de las anteriores. Los amigos fueron perdiendo la importancia de antaño. La familia se fue diluyendo, como un sueño a media tarde. Vi a mi madre en dos oportunidades los últimos meses, creo que fue en su cumpleaños. Mis hermanos saben que estoy muy ocupado. No entienden esta vida. Los primeros meses cometí el error de parar al mediodía, perdía casi dos horas de tiempo y luego del almuerzo me sentía con una sensación plétorica y me encontraba disminuido y bostezando. La solución fue simple. Suprimí el almuerzo. Mi horario de comida es de 12 a 12:20 pm: tarta rápida, sopas de infinitos sabores, tostado de pan árabe, empanadas. Un local de comidas naturistas. ¿Quién dijo que no se puede comer en ese tiempo? Empecé a dejar ropa en el consultorio. Curiosamente aumenté de peso. Un par de zapatos, una corbata, dos o tres camisas. Comenzaba temprano, cerca de las 8 am y trabajaba en promedio hasta las 20 ó 21 hs. Es increíble como el vigor físico y mental de las primeras horas se va reemplazando por una suerte de cansancio enormemente funcional que favorece la visión clínica y permite mayor capacidad asociativa y las indicaciones son enunciadas con una profunda convicción. Los pacientes se dan cuenta de la falta de convencimiento de sus médicos cuando realizan una indicación. Los pacientes, sin saberlo, son buenos analistas de sus terapeutas. El ardor en los ojos se resuelve con gotas oftalmológicas y eventualmente lavarse la cara con agua fría. Pequeñas cantidades de té y café, agua mineral, pocos hidratos de carbono. Sólo hablo por teléfono de manera muy sintética, “entre pacientes”. Atiendo hasta “menos diez”. Hora por hora. La vida se fue modelando en segmentos de diez minutos. Minutos deseados, esperados. A veces imposibles. Las llamadas, las siestas, leer el diario, chequear los mails, ir al baño. Soñar.
Lo que está en juego en este oficio es la cabeza y el cuerpo del que se expone. La suma de pacientes, la suma de angustias, de hostilidades, de ambivalencias, de agresiones. La violencia que habita -quizá dormida, latente- en cada uno de nosotros. Las rápidas “curas”, el endiosamiento al que somos sometidos y el asesinato al que somos sometidos.
El trabajo terapéutico continúa para los pacientes por fuera de la hora de terapia. Lo mismo sucede con los terapeutas, que nos quedamos con palabras, gestos, intenciones, silencios, llamados en el contestador y mensajes de texto de sábado por la tarde.
-“Necesito hablar y no tengo crédito y llámeme”.
Nos quedamos con los pacientes en la cabeza.
Esto último no logró amedrentarme.
Dejé de asistir a reuniones científicas. Tengo acceso a novedades por las publicaciones on line y librerías que hacen entregas puerta a puerta. No fue una decisión explícita, se fue dando. Se fue conformando un microcosmos, una rutina extenuante pero en algún punto placentera.
Me preocupaba por “mis pacientes”. Ese es mi mundo. Se dio un curioso proceso en paralelo: como no tenía tiempo para otras cosas mientras trataba los pacientes ponía atención en cómo estaban vestidos, en cómo hablaban. De qué hablaban. De qué se reían. Qué palabras utilizaban. Me actualizaba. Pasaron a ser una fuente nutricia, mi punto de contacto con el exterior. Utilizaba frases ocurrentes de los pacientes o repetía bromas que ellos hacían o incluso me sorprendí repitiendo gestos o ciertas actitudes. Como no tenía tiempo de ir al cine ni al teatro me enteraba de los estrenos. Disfrutaba las conversaciones sobre comidas, preguntaba, repreguntaba, tomaba apuntes de restaurantes a los que nunca llegué. Como no podía ver televisión me enteraba lo que se estaba dando por una paciente deprimida que básicamente veía televisión. Me prometió conseguirme la primera temporada de la serie In treatment. Como casi no sentía emociones, el consultorio era el sitio donde recordaba los afectos. Pasivamente, sin colorido. A esta altura apenas conversaba acerca de los pacientes con otras personas. Repasaba las historias clínicas de noche. Anotaba muchísimo. Casi no dialogaba con colegas. Me fui recluyendo. Un día me invitaron al hospital donde me había formado. ¡Qué tiempos! ¡Qué lejos! Me refiero a la distancia. Me hubiese quitado tres o cuatro horas de atención. Incluso suspendí las supervisiones. -¡Nos tenemos que encontrar!-, repetía a mis conocidos sabiendo en el fondo que era imposible. Lo decía por vergüenza o compromiso. Los pacientes y yo. Yo y mis pacientes. Me decía -me mentía- a mí mismo que era necesario volver a la lectura. Mi padre en la tierna infancia me dijo que los médicos pueden ser un tanto brutos si no leen. El signo inequívoco es que uno se comienza a manejar con 5 ó 10 verbos para definir la vida, las emociones y los hechos que suceden alrededor de uno y en el mundo. Contraté una suerte de secretaria o asistente que paga las cuentas y hace trámites de casi cualquier tipo.
Seguían llegando los pacientes. Leía el diario y seleccionaba actividades culturales. Resaltaba los estrenos, las recomendaciones y presentaciones de libros.
¿De dónde vienen?... Si no estaba viendo ni hablando con nadie... ¿Será el “boca a boca”? Algunos días atendía hasta las 22 ó 23 hs. Me tiraba a descansar, vestido, en el suelo para relajar mi espalda. Una de esas noches, cuando me fui a lavar los dientes, me quedé paralizado cerca de una hora mirándome en el espejo.
¿Quién es ese? Ahí estoy frente al espejo, inmóvil. Ni siquiera sé dónde están las llaves para poder irme. Qué importancia tienen las llaves en este momento... Ni siquiera sé adónde iría.
Llamaría a un amigo, pero hace tanto tiempo que no veo ninguno.
¿Qué hora es?
La luz artificial dicroica pude confundir hasta el sujeto más orientado.
Podría ser la mañana o quizá la tarde. Debe estar por llegar algún paciente. Tendría que suspender. No estoy en condiciones de trabajar. Estoy agotado. Lento. Podría ir a dar una vuelta a tomar aire. Me haría bien detenerme.
Diez minutos. Un rato. Tomarme la tarde. No puedo suspender. Tengo que seguir. Tengo que seguir.
Yo y mis pacientes. No se puede abandonar. Todavía tengo unos minutos. Voy a dormir un poco antes que llegue.
Dormitar, relajarme, estar bien dispuesto para la tarea.
Que no es fácil.

 

CONSULTORIO: Local en que el médico recibe y atiende a sus Pacientes.

 

Federico Pavlovsky
Psiquiatra
fpavlovsky [at] yahoo.com.ar
 

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Articulo publicado en
Marzo / 2009