“En los albores del tercer milenio, la humanidad se despierta, estira las extremidades y se restriega los ojos. Todavía vagan por su mente retazos de alguna pesadilla horrible… La hambruna, la peste y la guerra coparon siempre los primeros puestos de la lista. Generación tras generación, los seres humanos siguieron muriendo por millones a causa del hambre, las epidemias y la violencia. Sin embargo, en los albores del tercer milenio hemos conseguido controlar la hambruna, la peste y la guerra. No necesitamos rezar a ningún dios ni a ningún santo para que nos salve de ellos. Sabemos muy bien lo que es necesario hacer para impedir la hambruna, la peste y la guerra…, y generalmente lo hacemos con éxito. De ahí que, la humanidad puede alzar la mirada y empezar a contemplar nuevos horizontes… en un mundo saludable, próspero y armonioso.”1
El psicoanálisis, ahí, tan anacrónico, tan de otro mundo, tiene hoy en día más vigencia que nunca obligado, como está, a darle respuesta a ese interrogante que lo desafía: ¿por qué los pueblos aman a sus verdugos?