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Fetichismo y paradoja de los consumos problemáticos en Salud Mental

 

Resumen: lo que nos proponemos en este artículo es poder dar cuenta de un fenómeno de la práctica sumamente recurrente y extendido: el poder fetichista de fascinación que produce la noción de consumo tanto en profesionales como, paradójicamente, en aquellas personas que se presume tendrían un consumo problemático, a punto tal que perdamos de vista la subjetividad de la persona con la que trabajamos en favor del recurso omniexplicativo del consumo, que nos lleva a dejar al margen nuestras propias herramientas profesionales a la hora de construir diagnósticos y estrategias de intervención, y nos sumerge en la subjetivación histórico-política de mercado según la cual todos los males y bienes, todas las felicidades e infelicidades y toda salud y enfermedad, depende de objetos de consumo.

Revisando algunos términos: consumos problemáticos y padecimiento mental

Sin dudas la incorporación de la categoría de adicciones a la letra (art. N°4)  de la Ley N° 26.657 así como a la nominación de la Dirección Nacional de Salud Mental y Adicciones, fue un aporte decisivo en la línea de ampliar el objeto de la Salud Mental, incorporando una problemática sumamente estigmatizante, criminalizada y habitualmente excluida del campo de los abordajes en salud. Posteriormente la categoría de consumos problemáticos amplió, a su vez, la de adicciones.

Reemplazar la noción de adicciones por la de consumos problemáticos, podemos pensar, tiene varias ventajas: (1) sustituyó un término que en sí mismo ya había devenido un clisé estigmatizante, según el cual toda persona que usa ciertas drogas es un enfermo y un criminal; (2) en contra de la estigmatización de entender cualquier forma de consumo como psicopatológica, habría permitido establecer formas problemáticas del mismo, de modo que lo problemático ya no sería el consumo en sí (por ej. en su forma recreativa, cultural, ritual, etc.) sino ciertas formas del mismo, (3) lo cual habría permitido descentrarse del objeto en sí para poner el acento en la acción problemática ante el objeto; y, por último, (4) habría permitido ampliar el diagnóstico hacia formas diversas que sólo la adicción (la cual supone la sistematización de una compulsión recurrente y sostenida en el tiempo) diversificando sus presentaciones psicopatológicas.

Por otra parte, el eje que la Ley Nacional de Salud Mental pone sobre la categoría de padecimiento mental, ha sido también un gran avance a la hora de pensar las problemáticas de salud más allá de la discriminación de las personas: lo relevante pasa a ser el sufrimiento que una persona trae como resultado de procesos complejos de producción del mismo que involucran el entramado de múltiples dimensiones.

Ahora bien, el anterior uso insistente del condicional sin dudas obedece a que los supuestos avances quizás sean reacomodaciones de los mismos elementos que delimitaban el estigma psicopatologizante y criminalizante de las adicciones. ¿Por qué?

Lo problemático del consumo problemático

Es notable el hecho de que no tenemos internados por consumo compulsivo de tablets, de Netflix, videojuegos, redes “sociales”; y ni hablar de la permanente ingesta de azúcares y grasas saturadas y trans que parecen no requerir atención por salud mental

Más allá de las buenas intenciones y de las buenas teorías al respecto, a nivel de las prácticas de discurso y de las prácticas en el ámbito público estatal, nos encontramos con algunos fenómenos llamativos: (1) habitualmente cuando hablamos de consumos problemáticos (CP) pensamos en consumo de drogas, (2) particularmente aquellas aún ilegales; y más o menos con la misma rapidez con que tal asociación deviene, pensamos en (3) juventudes, que no son las de la clase media o alta sino (4) las de aquellos sectores sociales más histórico-políticamente violentados.

Es notable el hecho de que no tenemos internados por consumo compulsivo de tablets, de Netflix, videojuegos, redes “sociales”; y ni hablar de la permanente ingesta de azúcares y grasas saturadas y trans que parecen no requerir atención por salud mental. Y sin dudas que nadie es atendido por haberse tragado la piedra fundamental del consumo: la creencia en que el objeto es la causa.

Y es que lo problemático es la categoría misma de CP en un mundo globalizado donde el consumismo es la propuesta histórico-política que intenta hegemonizar la producción de subjetividad, de lazo social y de cultura[2]. Lo problemático es que el consumismo centra todo el drama de la existencia humana en los objetos de consumo: felicidad/infelicidad, salud/enfermedad, inclusión/exclusión, socialización/marginación, todo dependerá de la posesión o no de objetos de consumo. En su forma paroxística actualmente nos encontramos incluso ante el consumo de consumo[3], lo cual sucede, por ejemplo, cuando no podemos ver otra cosa que CP como causa de padecimiento mental, llevándonos a propuestas de abordaje centradas en objetos y no es sujetos, en el consumo y no en el sufrimiento, en el individuo y no en la comunidad. De allí los discursos y prácticas que entienden que la solución al CP sería la sustracción del objeto o de la persona respecto de los lugares donde abunda el objeto (reeditando el modelo manicomial pineliano ante la “locura”).

La idea de que el objeto genera conductas que hacen perder toda autonomía a la persona, desresponsabilizándola por todo acto y convirtiendo a un simple consumo en una enfermedad que conduce a actos antisociales o delictivos, viene de principios de siglo XIX (Ortíz Millán, 2010). El mito del adicto como esclavo de la sustancia, es el modo de suprimir a las personas de la única cualidad que el liberalismo moderno occidental contempla para la humanidad: que sea capaz de razón individual. La omnipotencia atribuida al objeto es inversamente proporcional al lugar de impotencia que se atribuirá a las personas. Y eso habilita al tutelaje y la pérdida de derechos o bien a la marginación que deja librado a su suerte a las personas con CP.

En rigor todo consumo es problemático por la relación que establece con los objetos: se espera de ellos la realización de un sujeto que en ese mismo anhelo queda consumido como (re)creador de sus realidades.

Fetichismo de los consumos problemáticos

A la subjetividad consumista, tenemos que adicionar un elemento crucial: la categoría de CP recae fundamentalmente sobre las poblaciones más violentadas y, exclusivamente, sobre el consumo de drogas casi siempre ilegales. De modo que, si la noción de CP es un constructo social problemático, además deviene estigma cuando comienza a ser el nombre predilecto para nombrar un determinado sector social.

El fenómeno del fetichismo del consumo se emplaza así en el cruce del fetichismo de la mercancía (Marx) con el fetichismo de la violencia (Rodríguez Costa, 2021). Hablamos de fetichismo en el sentido marxista de aquellos objetos que el mercado ofrece mediante el recurso a una fascinación que sirve no sólo para la venta de los mismos sino para además ocultar el origen de explotación de los cuales parten. Cuando hablamos del fetichismo de la violencia nos referimos a una forma de subjetivación que implica el mismo proceso de fascinación que el de las mercancías, pero ante el objeto violencia, que nos lleva a quedar capturados en la superficie de fenómenos cuya trama causal desaparece tras el fetiche. Entonces seguimos con fascinación horrorizada los “policiales” de las personas con las cuales trabajamos en el ámbito público estatal, pero decimos muy poco acerca de quiénes son las personas de las que hablamos y qué padecen tras los actos que catalogamos como violentos.

De este modo, la patologización y criminalización que creíamos haber superado al incorporar la problemática de las adicciones al campo de la Salud Mental y, más aún, al cambiar luego esta categoría por la de CP, retorna en este nuevo escenario como un refuerzo de las políticas de mercado y como renovado ejercicio de violencia hacia los sectores deliberadamente más violentados: los pobres consumen y gozan más allá de los límites de la legalidad, clama su fetiche.

Problemas del campo de la Salud Mental

Entendemos que la incorporación de la categoría de adicciones a la letra de la Ley 26.657 y de la propuesta ministerial, tiene que ver con el intento de salvar una falencia de origen: la Salud Mental, como movimiento histórico-político, nace en la escena internacional como oposición al dispositivo manicomial y centrado en el constructo social de la “locura”. De allí que la mayor parte de las políticas públicas en salud mental se centren en la problemática de las psicosis y en la construcción de alternativas, sustituciones y/o abolición de los manicomios. De este modo, se intentó ampliar el objeto de la Salud Mental, pero se lo hizo estigmatizando la problemática y dejándola circunscripta a ciertos sectores.

Esta investigación concluía provisoriamente que los nuevos excluidos -al menos en esos ámbitos- ya no son tanto los “locos” como los “jóvenes con consumo problemático y circuitos delictivos”

A este respecto cabe citar uno de los resultados de mi investigación de tesis sobre discursos y prácticas en Salud Mental: se constató que las mayores dificultades de los equipos de salud mental en RISaM/RISaMC[4] estaban vinculadas a la población juvenil que presentaba consumo, circuitos delictivos y comportamientos compulsivos, mientras que las problemáticas relacionadas a las psicosis, neurosis graves (en personas que se dejaban ayudar) y discapacidad, parecían una materia saldada para un campo de la Salud Mental que se había propuesto subvertir la segregación manicomial. Esta investigación concluía provisoriamente que los nuevos excluidos -al menos en esos ámbitos- ya no son tanto los “locos” como los “jóvenes con consumo problemático y circuitos delictivos”.

De este modo podemos apreciar, por un lado, las dificultades del campo para tomar problemáticas que no son las que hacían a sus fundamentos de origen (las psicosis y los manicomios), y por otro lado, que el modo de nombrar tales problemáticas continúa apelando a drogas, marginalidad y delincuencia, lo cual da cuenta de que siguen faltando las categorías que nos permitan cernir de qué se trata en esa población y, a su vez, en cada persona singular, qué sería lo problemático y cómo aproximarnos para producir una dialéctica capaz de producir salud.

Ahora bien, ¿esta dificultad a qué se debe? ¿Es un problema de capacitación de los equipos? ¿Tiene que ver con una dificultad de la propia población?

Primero que nada, diremos que el fetichismo de los CP es un problema a nivel de los procesos de subjetivación de los profesionales, el cual tiene varias consecuencias:

1. Queda eclipsado uno de los aportes más importantes de la Ley de Salud Mental, como es el de padecimiento mental, en virtud de la fascinación ante un objeto omnipotente y omniexplicativo. Pronto perdemos la brújula del sufrimiento psíquico y así dejamos de preguntarnos “¿de qué padece este joven que se expone una y otra vez a situaciones de riesgo?”, y fundamos todo “diagnóstico” en razón de la unicausalidad del consumo.

2. Esta fascinación en torno al consumo conduce a un problema de gravedad teórico-práctica: el subdiagnóstico. Supone la disminución o bien la erradicación de diagnósticos precisos como los que hacen a las deprivaciones y privaciones de cuidados adultos, la psicopatología de los actos (acting out, pasajes al acto, compulsiones, impulsiones, actos antisociales, crisis de desamparo, etc.), los abusos sexuales infantiles y otras formas de traumas psíquicos, en su relación a situaciones de vida que pueden contener o potenciar el padecimiento.

3. De los anteriores se desprende una dificultad más para el campo de la SM: la categoría de padecimiento mental, que nos había significado un aporte crucial, deviene limitante del abordaje de problemáticas cuyo padecimiento no necesariamente se expresa mediante formas reconocibles como tales y de las cuales las personas puedan dar cuenta como vivencias subjetivas expresables en palabras. Hay entonces formas de padecimientos que no están “mentalizados” -término cuyo arraigo cartesiano debe ser definitivamente dejado en el pasado- sino que más bien podemos inferirlos desde afuera. Lo cual nos lleva a considerar más apropiada la categoría de sufrimiento psíquico, entendiendo que el psiquismo es una configuración compleja compuesta de diversos sistemas de inscripción, abierta a lo histórico-político y que involucra la dimensión del cuerpo. Una persona puede sufrir dolores impensables, que lo compulsan a la acción, y sin embargo no poder decir una palabra al respecto o incluso desmentirlo para afirmar lo contrario. Esa persona habitualmente sufre más que cualquier otra que pueda hablar de su padecimiento.

4. Las formas instituidas de violencia configuran subjetivaciones que desubjetivan aspectos basales de nuestra constitución psíquica. La con-dolencia se encuentra entre esos fundamentos: nos humanizamos gracias a que alguien no sólo nos amó, sino que, sobre todo, fue capaz de sentir el apremio del apremio del bebé que fuimos, identificarse con nuestra absoluta dependencia y responder eficazmente a ella. La capacidad de preocupación por el otro (Winnicott, 2013), parte de que alguien tuvo la capacidad de preocuparse por nosotros. Pero esta posibilidad rápidamente puede quedar inhibida o acotada cuando formas de la violencia como el fetichismo de los CP no nos permite ver más allá del objeto, alejándonos de la posibilidad de hacer contacto con las personas que experimentan sufrimientos profundos que muchas veces no se atreven/pueden sentir ni hablar.

Consumos problemáticos en las políticas públicas

Cuando la política pública consume consumo, da lugar al diseño de políticas centradas en la imagen fascinante del objeto fetiche

Cuando la política pública consume consumo, da lugar al diseño de políticas centradas en la imagen fascinante del objeto fetiche. A la desubjetivación de los profesionales se suma el trabajo nuestro al interior de la maquinaria administrativo-burocrática que termina de abrochar el fetiche al ofrecer toda una serie de instituciones centradas en el mismo. A esta maquinaria sólo podrá ingresar aquel que porte el signo del consumo considerado problemático, operación que termina por definir el estigma que devendrá identidad, su lugar dentro del dispositivo, su tratamiento y lo que se considerará como condición de salida del mismo. De este modo muchas veces ante situaciones de extrema gravedad psíquica y social que requieren alguna forma de internación o tratamiento especializado, la pregunta que definirá si queda por fuera del abordaje propuesto o no es: “¿consume”.

Desde luego, la mayoría de nosotros suele descreer de la efectividad de los procesos de subjetivación y entonces pensamos que en nuestras prácticas cotidianas no nos dejamos deslumbrar por un fetiche que en verdad sólo usaríamos a los fines de brindar abordajes respetuosos de la subjetividad y los derechos humanos. Pero si esto fuera cierto deberíamos considerar que aun cuando la respuesta a la pregunta acerca de si la persona es portadora del fetiche es afirmativa (¿podría ser negativa en una sociedad de consumo?) habitualmente ni siquiera se nos solicita, ni muchas veces tampoco ofrecemos, un diagnóstico[5] acerca del padecimiento de ese sujeto. O incluso, si realmente creemos que vemos más allá del fetiche, a la hora de recepcionar o derivar una problemática vinculada al consumo, nos plantearíamos como pregunta obvia, de rutina, ¿qué lugar ocupa el objeto en la situación psíquica y social de esa persona? Pero esa pregunta requeriría estar por fuera de la omnipotencia del objeto y teniendo bien en claro que lo relevante es lo que sucede con el sujeto y su comunidad.

Cuando lo único que se nos pregunta o que nos sale decir tiene que ver con el consumo y la exposición a riesgos, el sistema público interministerial termina trabajando con el fetiche estigmatizante y no con las personas.

Desde luego, esto es problemático porque al desubjetivarnos los profesionales, al ofrecer dispositivos centrados en el objeto y no en el sufrimiento del sujeto, al producir una inhibición del saber que cada uno tiene, conduciendo a la subdiagnosis del padecimiento de base, las políticas suelen tener una escasa capacidad de contención, oscilando entre respuestas morales, sentimentales o medicalizantes.

Paradoja de los consumos problemáticos

No sólo las políticas encuentran un nombre posible para abordar a los sectores sociales más violentados, violentándolos con ese estigma, sino que nos encontramos con la siguiente paradoja: los jóvenes encuentran en el consumo un nombre aceptable para sus padecimientos. Con lo cual ellos también centrarán todos los problemas y soluciones en el objeto.

Pero entonces, si los jóvenes nos dicen que padecen a causa del objeto de consumo ¿no deberíamos considerarlo una evidencia de la clínica que prueba que estamos entonces bien orientados a la hora de proponer políticas centradas en los objetos? Sin dudas sería una evidencia de la clínica, si genealógicamente entendemos por tal aquel discurso y práctica que se constituyó en la modernidad disciplinar como saber sobre el constructo de individuo, es decir, un sujeto amputado de sus condiciones histórico-políticas de producción (sus instituciones, su comunidad, su historia, etc.). En cambio, si pensamos en términos de singularización de procesos histórico-políticos, tenemos que considerar que no es casual que una sociedad centrada en los objetos de consumo, produzca subjetivaciones donde todo sufrimiento y toda salud serán situadas en relación a los objetos, excluyendo y ocultando las tramas histórico-políticas que determinarán la forma singular de sufrimiento en las personas.

La paradoja es, entonces, que una categoría que responde al consumismo impuesto como política de vida a la humanidad, termina siendo tanto lo que nos aleja de la posibilidad de entrar en contacto con las juventudes como es, al mismo tiempo, aquello que da expresión a muchos padecimientos y permite a los jóvenes enunciarlos y a los equipos abordarlos como tales.

Así, el fetichismo de los consumos problemáticos, va a generar el código de subjetivación desde donde se podrá pedir/ofrecer ayuda. Como efecto de esta configuración podemos citar un fenómeno recurrente en mi práctica con jóvenes: en reiteradas oportunidades me encontré en situación de ofrecer a los jóvenes una internación por salud mental en un hospital general, como modo de frenar ciertas formas compulsivas de expresión del sufrimiento psíquico que los exponían a situaciones de extremo riesgo. Si bien esto requirió siempre un trabajo arduo para que los jóvenes puedan aceptar que otro se haga cargo de cuidarlos, visto que ellos mismos no podían parar de no hacerlo, el mayor obstáculo ha provenido de las propias familias de aquellos: podían aceptar que fuera una internación en una comunidad terapéutica o incluso que fuera detenido en comisarías o en el IRAR[6], pero se oponían radicalmente a que esa internación fuera por salud mental. ¿Por qué? Porque eso supondría asumir que hay una persona que está sufriendo, que hay algo que no está bien en su modo de pensar y hacer, y no sólo que hay un objeto que lo flagela y comanda, del cual es preciso alejarlo encerrándolo.

Lo que resiste el mercado y las formas de producción de subjetividad que engendra, es que los sujetos recuperen el centro de la escena, desplazando a los objetos de consumo. A las políticas les viene muy bien que el objeto sustituya los nombres de la violencia: es mejor decir que el problema es el consumo a decir que una población a la que se le quitan oportunidades de incluirse, que se les niega un proyecto vital, hacia quienes el Estado a veces oscila entre actuar con crueldad o con absoluta indiferencia, va a abrazar el consumo de drogas como un modo de evasión del profundo sufrimiento que se les engendra. Y a las personas, en singular ahora, les viene bien creer que el problema es el objeto porque entonces no hay preguntas que hacerse, ni dolores insondables que confrontar sino sólo esperar un cambio de posición del objeto del CP (alejarlo, erradicarlo, sustituirlo, etc.) más que del sujeto.

Detrás del fetiche del consumo: tres usos del objeto

Se nos abren entonces dos perspectivas: ir fetichizados detrás del consumo problemático o ir a ver qué hay detrás del fetiche del consumo problemático. Por eso queremos tomar ahora tres situaciones que corresponden a una población joven que se suele encontrar en el centro de las prácticas públicas, pero en los márgenes de sus conceptualizaciones: aquella que ha sufrido formas sostenidas de desamparo psíquico y social, cuyos efectos se relacionan a las actuaciones compulsivas, la ruptura de lazos y que, además, se encuentran estigmatizados mediante formas de subjetivación que hacen a figuras de peligrosidad y exclusión.

Estas tres situaciones podrían representar cada una un uso particular del objeto de consumo: no pensar (Borges), no sentir (Cortázar), no recordar (Shakespeare)[7].

1. Borges comenzó a asistir desde los 15 años el Centro de Día (CDD). Su padecimiento tenía que ver con el desamparo materno en tiempos originarios -el cual aún se reiteraba cotidianamente- y la indiferencia paterna por parte de un progenitor, que era un vecino a quien veía pasar a diario por las calles de su barrio.

Borges era muy creativo con la palabra y la expresión corporal, por lo cual logramos inscribirlo en una escuela pública con orientación artística, donde asisten muchos hijos de profesionales de clase media, algunos trabajadores del Estado. Allí rápidamente fue encajado en el fetiche del consumo: pronto todos pensaron que vendía y consumía drogas en la escuela, a pesar de que él sabía que el que lo hacía era otro joven, blanco y de clase media.

En la escuela Borges expresaba el dolor impensable de sus desamparos originarios mediante actos que buscaban impactar la mirada del otro. Estos actos pudieron ser recepcionados por algunos adultos particularmente sensibles pero la repetición del desalojo originario no tardó en re-actualizarse ahora en el escenario de la escuela. Luego de la encubierta expulsión de buscarle “un lugar mejor para él”, vino su desmoronamiento: consumo, circuito delictivo (con algunos robos algo pueriles) y finalmente un freno a esa compulsión partir de su detención en IRAR. Se continuó el trabajo con el joven incluso en esa institución. Para cuando estuvo libre se desató un nuevo período de consumo de pasta base. Se articuló con el Centro de Salud de referencia. Allí él se presentaba habitualmente con su estilo entrador y confianzudo. Era costumbre, según nos contaran, que pidiera cajas de leche en polvo, las cuales se le daba con tal de que dejara de molestar. En consonancia con el fetichismo de los CP, se interpretaba que la búsqueda de cajas de leche era a los fines de venderlas y drogarse. Fetiche que oculta el hecho de lo pueril de pedir cajas de leche, aún si fuera para venderlas, tomando un espacio de salud como esa nutrición simbólica materna de la cual careció.

Realizamos una entrevista donde le pregunté si él sabía qué efecto le iba a causar esa droga. Me dijo que sí, sabía que no iba a poder parar, iba a adelgazar y a necesitar consumir más y hacer “boludeces”. Entonces le pregunté por qué si ya sabía qué le iba a causar había decidido, estando “sobrio” o “de cara”, consumir. Tras una pausa se expresa un afecto difuso, una especie de dolor desesperado, desde donde dice que él tiene “brotes psicológicos” que no puede controlar y que entonces consume.

El uso que el joven hacía de la droga era la de evitar pensamientos dolorosos que se le presentan sin que los pudiera controlar. La droga, a su vez, lo impulsaba a una acción que, como dijera Lacan (2007), le arrancaba a la angustia su certeza.

2. Conocimos a Cortázar[8] a los 17 años, derivado por un equipo de Libertad Asistida, y al igual que con Borges, nuestro abordaje transitó por diversas instituciones. Los núcleos de sufrimiento psíquico provenían de la no-respuesta materna tanto como de un padre que aterrorizaba a la familia con su alcoholización seguida de agresión física hacia él y su madre. Estos episodios gestados en sus vínculos originarios implican inscripciones con potencial traumático, las cuales se hallan defensivamente escindidas a nivel del Yo.

Siendo niño descubre que las drogas anestesian el dolor cuando un amigo, viéndolo triste, le recomienda consumir para no pensar ni sentir. Además, todo el circuito de las drogas que supone las compras, las ventas, la necesidad de delinquir para seguir consumiendo, le otorga una legitimación social de sus pares que funciona como beneficio secundario de la identificación al agresor (su progenitor) que lo posicionaba como alguien que no le tenía miedo a nadie.

En el curso de algunos años de acompañamiento, tres veces entraría en ciclos compulsivos de consumo, delincuencia y exposición a riesgos. En esos momentos se alejaba del CDD y teníamos que acercarnos nosotros a él. Enflaquecido, avergonzado, dejando casualmente a la vista los cortes que se hacía en sus brazos, la última de esas ocasiones murmuraba “no puedo parar… Hago cosas malas”.

Cuando intentamos llevar adelante la articulación territorial con el centro de salud, el psicólogo nos dice con sinceridad que él piensa que Cortázar viene de una familia complicada que vive en la zona más complicada de un barrio de por sí complicado, y que entiende que no tiene más sentido que continúe acercándose a visitarlo porque el joven “elige” esa vida. Una vez más, el fetiche de los consumos problemáticos, que se nutre del fetichismo de la violencia y de la mercancía, inhibe las herramientas clínicas tradicionales que cada profesional tiene, así como limita el aporte de la Ley de Salud Mental de la categoría de padecimiento como eje de los abordajes, cuando el fetiche invisibiliza el profundo sufrimiento de un joven que nos dice que no puede parar (compulsión), que hace cosas que están mal (rudimento de culpabilidad), que se corta los brazos (ubicación en el cuerpo de un dolor que la representación no puede emplazar) y nos lo deja ver (acto dirigido a producir una afectación con-doliente en el otro).

3. Shakespeare ya tenía 19 años cuando me sumé a un abordaje precedente desde el CDD. Como con los anteriores jóvenes, el curso de las entrevistas no se limitó a la propia institución: una de ellas tuvo lugar en una comisaría, tras un episodio de robo que había protagonizado junto a otros jóvenes. En esa ocasión intentamos que nos cuente qué había sucedido. Sonriendo nos decía que no sabía porque no se acordaba de nada: había tomado unas “pepas”[9] y estaba “re loco” cuando pasó. Dejamos pasar entonces la tensión de ese momento y hablamos de cuestiones más ligeras. Finalmente volvimos sobre el asunto: al igual que Borges, él sabía qué efecto iba a tener el consumir pastillas con alcohol. Le pregunto entonces de qué se trata ese efecto buscado. Decía entonces que quedás re loco, podés hacer cualquier cosa y no recordás nada después. Nuevamente ese relato es interrumpido por el propio joven y pasamos a dialogar sobre cómo estaba la situación en el CDD, qué actividades se estaban haciendo, todo mientras comíamos unas galletitas dulces que habíamos comprado para la ocasión. En una tercera vuelta finalmente surge un relato acerca de lo sucedido: otro joven y él le roban a un señor mayor que es vecino, llegan a sacarle un reloj -luego sabríamos al leer la denuncia, que le habían hurtado también unas ojotas-. Lo dice mirando hacia abajo, con mucha vergüenza, casi como un susurro. Este vecino los conocía muy bien, y ellos a él: cuando eran niños les preparaba el mate cocido con leche y, ya más crecidos, en ocasiones los llamaba para ofrecerles alguna changa. Le señalamos entonces que era una persona significativa para él.

Sin dudas Shakespeare hubiera preferido mantenerse bajo la insignia de su estigma, el fetiche que vuelve omnipotente al objeto en su capacidad de producir las realidades en ausencia de los sujetos en cuestión. Del “re loco” que no recuerda nada hacia el relato penoso de la situación de querer arrebatarle algo a esa persona que como adulto había tenido gestos significativos para él, tenemos el pasaje de la subjetivación propia del fetiche de los CP hacia el encuentro con el joven y su afectación[10], y con el otro y la afectación que le ocasionó.

Conclusiones

El fetichismo de los consumos problemáticos es una problemática a nivel políticas en salud y a nivel salud de los profesionales. En el primer caso porque conduce al diseño de estrategias centradas en los objetos de consumo, psicopatologizantes, individualistas y ontologizantes de estigmas histórico-políticamente construidos. En el segundo, porque para nosotros resulta desubjetivante perder nuestra capacidad de con-dolencia, es decir, nuestra capacidad de entrar en contacto con el sufrimiento del semejante. Decimos que es una desubjetivación porque todos aquellos que hemos recibido alguna forma de cuidado originario, desarrollamos esa capacidad. Pero si hay formas de subjetivación que nos dicen que eso no es necesario ante ciertos sectores sociales, entonces esa capacidad se desubjetiva. Somos menos humanos. O humanos de baja humanidad.

Debemos reformular el objeto de la Salud Mental ampliándola a la consideración de aquellas formas de padecimiento no vinculados solamente a las psicosis, para lo cual también debemos modificar la noción de padecimiento mental, de modo que incluya formas de sufrimiento psíquico que las personas no pueden sentir como afectos ni poner en palabras, sino sólo mostrar en actos, generando las herramientas de deconstrucción necesarias para que los profesionales dejemos de consumir consumo y trascendamos los fetiches de la violencia y del consumo, y elaborar técnicas de intervención que incluyan poder reconstruir la trama (ver qué de lo subjetivo se jugó antes, durante y/o después del acto de consumir), de modo de ver cómo opera el uso de substancias en cada persona singular.

Luciano Rodríguez Costa
liclucho [at] hotmail.com
​Psicólogo (UNR). Practicante del Psicoanálisis. Magíster en Psicopatología y Salud Mental (UNR). Psicólogo en Minist. de Desarrollo Social. Autor de La violencia en los márgenes del psicoanálisis (Ed. Lugar, 2021).

Bibliografía

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Winnicott, D. W. (2013). Deprivación y delincuencia. Buenos Aires : Paidós.

[1] Trabajo presentado en el Curso de Posgrado: Estudios avanzados en Salud Colectiva y Políticas en Salud (FCM – UNR). Mayo de 2022.

[2] De hecho, en la reforma constitucional argentina de 1994, en su art. 41,  a la categoría de ciudadano se suma la de consumidor, la cual tendrá desde entonces rango constitucional (Lewkowicz, 2002).

[3] Pensemos en lo habitual que es hoy ir a “pasear” al shopping y así consumir el consumo sin necesariamente comprar.

[4] Residencia Interdisciplinaria en Salud Mental y Residencia Interdisciplinaria en Salud Mental Comunitaria, de las ciudades de Granadero Baigorria (Santa Fe), El Bolsón (Río Negro) y Paraná (Entre Ríos). Se trata de sistemas de formación y asistencia especializadas en Salud Mental en sus diversas propuestas, con sedes en Hospital General, Dispositivos Territoriales y Hospital Monovalente. 

[5] Por diagnóstico nos referimos a una lectura, interdisciplinaria de ser posible, de las causas probables del padecimiento de una persona, en relación con una situación de vida que puede contener o potenciar el sufrimiento psíquico.

[6] Instituto de Rehabilitación del Adolescente de Rosario, devenido a partir de 2019 en Centro Especializado de Responsabilidad Penal Juvenil.

[7] Se trata sólo de un énfasis en uno de esos tres aspectos, puesto que, en rigor, siempre están los tres involucrados.

[8] Cf. Cap. 7: Hacia una clínica de los actos, Pto. Los ojos de Cortázar no tienen miedo: los actos en un proceso de abordaje en el CDD, en La violencia en los márgenes del psicoanálisis. Rodríguez Costa, L. (2021). También ver: Un fenómeno clínico recurrente en abordajes institucionales: las crisis de desamparo. Rodríguez Costa, L. (2021), disponible en https://www.topia.com.ar/articulos/un-fenomeno-clinico-recurrente-aborda....

[9] Modo en que en los barrios se denomina a las pastillas de clonazepam, las cuales suele consumirse con alcohol. Esa combinación está rodeada de una discursividad según la cual el consumidor queda “re loco”, es decir, incapaz de controlar nada de sus impulsos, tanto los que los pueden llevar hacia la comedia como hacia la tragedia.

[10] Cabe puntualizar que esto no supone suprimir la consideración de los efectos que las drogas tienen de por sí a nivel químico, sino su omnipotencia unicausalista dentro de un código de subjetivación consumista. Sabemos que el clonazepam (la “pepa”) genera desinhibición y que, en grandes cantidades, potenciadas además por la ingesta de alcohol, puede “frontalizar” el sistema nervioso central, induciendo químicamente un fading del sujeto o, en términos de la metapsicología freudiana, una caída de la capacidad de procesamiento y simbolización de la realidad por parte del Yo, al tiempo que una posibilidad de evacuación de la tensión doliente que se cargaba previamente en favor de la impulsión motriz. Pero lo cierto es que, si en este caso hubiéramos dado por sentado ese relato acerca de la omnipotencia del objeto y de la inexistencia de los sujetos en juego, ni siquiera habríamos intentado indagar su posición frente a lo sucedido, quedando así rendidos ante su majestad el consumo, es decir, consumiendo consumo. Incluso podríamos haber terminado creyendo que la “clínica” nos habría “demostrado” que el problema a tratar era el consumo.

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Junio / 2022