Pondremos la atención en los jóvenes japoneses que se encierran en su habitación por años. Una historia tan dolorosa como llena de aristas, de la que Michitaro Tada dio los primeros indicios: “La gente joven hoy parece sentirse torpe o incómoda con sus padres (…) ni bien entra el padre el joven inmediatamente se calla o sube a su habitación. A partir de eso, las cosas se ponen cada vez peor y ni siquiera sale del cuarto. Como un inquilino en una pensión, se queda siempre dentro de su espacio individual. Para la cena llama a la casa de ramen (sopa de fideos y caldo que es la comida rápida de Japón) del barrio, y se le entrega la comida ¡directamente a su cuarto!”1. Tada agrega que el samurái tenía su habitación siempre preparada para salir a campo abierto y dar batalla, es decir, que estaba organizada austeramente, un lugar de paso, lo importante pasaba lejos de ella cuando se salía de iza Kamakuna (dar batalla). “No es bueno juntar cosas y abarrotar un lugar: esta es la estética del samurái.”2 Mientras el camino del guerrero, que la sociedad japonesa anterior a la modernidad admiraba como modelo a seguir, se va diluyendo con las nuevas formas culturales, sociales y subjetivas en el Japón moderno, encontramos que la epidemia se expande a gran velocidad.
Los Hikikomori son jóvenes varones, en su mayoría primogénitos, que se encierran en sus habitaciones en la que pasan muchos años sin tomar contacto con nadie, en silencio
Es importante saber cómo y por qué comenzó el encierro de los adolescentes varones japoneses que, negándose a salir de su habitación, juegan todo el tiempo videojuegos. Debemos enmarcarla en el despliegue hipermoderno japonés y las milenarias tradiciones que subyacen al mismo. Observaremos a los jóvenes, pero vale la pena señalar que al unísono con esta epidemia aparecieron los trabajadores que morían por exceso de trabajo (karoshi). Ambos fenómenos están relacionados y demuestran las tremendas exigencias que la sociedad japonesa impone.
El fenómeno Hikikomori se inició en Japón en los noventa del siglo pasado y se ha comenzado a expandir hacia otros países. La palabra japonesa Hikikomori significa aislados. “En Japón la aparición de este síndrome -que ya tiene una entrada en el diccionario Oxford, “staying indoor, social withdraw” (permanecer en interiores, retraimiento social) en el que se lo define como un completo retiro social de seis meses de duración, y de evitación anormal al contacto social- es atribuida a los rápidos cambios culturales que sufrió ese país.”3
Los Hikikomori son jóvenes varones, en su mayoría primogénitos, que se encierran en sus habitaciones en la que pasan muchos años sin tomar contacto con nadie, en silencio. Para reforzar ese aislamiento toman hábitos nocturnos, es decir, duermen de día y están despiertos de noche, lo que asegura aún más su aislamiento respecto de su familia. Rodeado de máquinas de comunicar (celular, play station, computadoras, televisión, etc.) los primeros Hikikomori solo jugaban videogames contra la computadora.
En su encierro no quieren hablar con nadie de la familia y mucho menos con personas que no pertenecen a su entorno afectivo. De esta manera el mundo virtual los sostiene en su extrema soledad. Como se observa, el joven Hikikomori no sigue el camino del guerrero no hace iza Kamakuna, no sale a espacio abierto a dar batalla, por el contrario, recarga de objetos su habitación. Desaparecido de los vínculos acumula en su celda-habitación desde máquinas de comunicar hasta todo tipo de basura.
Fue el psiquiatra Tamaki Saito quien pudo caracterizar a los Hikikomori a partir de que recibió muchos padres en consulta que preguntaban qué hacer con su hijo. Le informaban que había abandonado los estudios y vivía encerrado. Saito observó que se trataba de varones que iniciaban su enclaustramiento alrededor de los quince años y que pertenecían a familias acomodadas de clase media. Agregó que los jóvenes encerrados en sus habitaciones estaban paralizados por temores graves a la sociabilidad, dado que los atormentaba la idea de querer salir al mundo y no poder establecer amistades o tener novia, convencidos de que esos deseos no podrían llevarse a cabo por sus propias limitaciones. En la mayoría de las consultas los padres indicaban que el encierro se iniciaba luego de dificultades con sus pares, por fracasos en la escuela o en el examen de ingreso a una universidad. Se consideraban impresentables socialmente, e inundados de una insoportable vergüenza. Por eso hacen de su habitación una profunda trinchera y se meten en ella. Por decisión propia se convierten en presidiarios que deben pagar una larga condena en las más duras condiciones.
En la consulta Saito notaba que el pedido de ayuda también demostraba la dinámica familiar, dado que los habitantes de la casa suelen tener presente que el joven encerrado duerme y hablan bajo y transitan sin hacer ruido por la casa. Al respecto comenta López Mosteiro: “Como si las familias, que alojan en sí a personas con trastornos severos, no pudieran escapar a la lógica del retiro, el aislamiento, la reclusión.”4 En el caso de los Hikikomori, observó Saito, que la única persona que estaba detrás de la puerta esperando hablar con su hijo era la madre.
El joven Hikikomori no sigue el camino del guerrero no hace iza Kamakuna, no sale a espacio abierto a dar batalla, por el contrario, recarga de objetos su habitación
Desde que Tamaki Saito detectó el problema han cambiado significativamente el número de Hikikomoris. Las estimaciones sobre la cantidad de jóvenes hace unos diez años era que había aproximadamente doscientos cincuenta mil en todo Japón. Hoy se estima que hay más de un millón de adolescentes en esta condición de aislamiento social. Kageki Asakura, sociólogo y pedagogo, creador de una universidad libre agrega: “(Los Hikikomori) son la punta de un iceberg en una sociedad donde las relaciones sociales se debilitan. Demostrar sentimientos aquí puede ser peligroso. (La exigencia escolar y grupal) Muchas veces el encierro surge de esto. Entonces el hogar se constituye en una fortaleza (…) Pero si los padres no lo entienden, se guarecen en su habitación. Hay dos tipos de encierro: la casa y el cuarto, uno peor que el otro.”5
Debemos remarcar que las familias japonesas ocultan lo que ocurre, siendo una cultura del honor y no de la culpa, la vergüenza es el eje a tener presente. En el Japón la vergüenza implica tener siempre incorporado un público que sanciona severamente las faltas personales. Cada individuo se siente observado y amenazado por el temor a la exclusión social en caso de violar alguna norma. A través del prisma de la vergüenza los integrantes de una familia se sienten observados y evaluados permanentemente por los otros. Es el sentimiento central que impone a los familiares el permanecer en silencio, el rígido control de sus sentimientos y actos. Remarcaremos ahora características del afecto y de la dependencia hacia la familia paterna.
En el modelo tradicional de familia, el apego (amae, en japonés) tiene una función muy especial. Nada es más importante que esta dependencia a la familia, donde el grupo familiar es más importante que cada uno de sus integrantes. Pese a las enseñanzas budistas que insisten en el desapego, en Japón la familia del varón nuclea, organiza la vida familiar. La mujer al casarse pasa a incorporarse a la casa del varón y comienza así una convivencia de la cual participan tres generaciones: los padres del hijo varón, la pareja joven y los hijos de ésta última. Convivencia que no se terminará nunca.
Las familias japonesas ocultan lo que ocurre, siendo una cultura del honor y no de la culpa, la vergüenza es el eje a tener presente
El hombre estará mucho tiempo fuera de su casa y la esposa tendrá un vínculo muy ambivalente con su suegra. El cuidado y la educación de los hijos quedará en mano de la esposa, la que estará siempre vigilada por su suegra. El padre de los niños tendrá poco contacto con la progenie dado que su trabajo le llevará la mayor cantidad de horas del día.
Este apego, amae, ha ocurrido también con relación a las empresas en el Japón moderno. Se entraba de muy joven en una compañía y se salía de la misma cuando el asalariado había cumplido la edad de jubilarse. Como una segunda casa familiar, en ella había que estar para siempre y rindiendo en alto nivel hasta el día de la jubilación. Ser asalariado de una gran empresa japonesa era un camino seguro para toda la vida. En la vida laboral, el trabajador se esforzaba permanentemente para no avergonzar a sus superiores con sus errores: “El lazo del empleado con el empleador no es vivido como un contrato puntual e irrevocable de venta de la fuerza de trabajo sino como un compromiso personal que implica una participación total en el destino de la empresa.”6 En este modelo familiar y laboral japonés las filiaciones, la familia y la ligazón a la empresa, son muy fuertes y están cargadas de altísimas exigencias.
Las familias japonesas dan un valor especial a la reserva ante las dificultades o los problemas vinculares, en los inicios de este fenómeno de aislamiento social tomaron el mismo como un problema interno. Nadie de afuera debía intervenir. Entendían que la reputación familiar debía ser todo el tiempo resguardada. Se debía preservar lo que denominan sekentie, es decir, la reputación social de cada uno de sus integrantes. En consecuencia, el fracaso de uno de sus integrantes pone en peligro el sekentie de toda la familia, en ese tropiezo de la vida, la vergüenza es un tsunami arrasador. Es así que el principal camino tomado ante el Hikikomori ha sido el silencio y el repliegue familiar.
De esta manera el joven se aísla, el padre se dedica con fidelidad absoluta a la empresa en la cual es empleado y toda la ocupación sobre el joven aislado recae en la madre del mismo. Como en una especie de círculos concéntricos al encierro del Hikikomori lo envuelve el silencio familiar. El Hikikomori es el protagonista y su madre su antagonista que espera solícita detrás de la puerta esperando a ser llamada. Es muy impactante conocer algunas acciones de los padres de algunos Hikikomori, por ejemplo, un padre cuenta que hace siete años que no ve a su hijo que está encerrado dos puertas más allá, una pareja relata que durante más de cinco años han pasado por debajo de la puerta dinero mensualmente al joven encerrado para los consumos que hace desde dentro de su propia habitación (recordar que los pedidos que realiza, por ejemplo, la famosa sopa de fideos, le son entregados en la puerta de su habitación).
Mientras estos círculos concéntricos de mutismo no daban soluciones, los jóvenes encerrados aumentaban de manera exponencial en las ciudades japonesas. Este castigo ejercido sobre sí, tenía una relación estricta con los cambios económicos y culturales que se encarnaban en cada Hikikomori y hacía que esto se expandiera sin que se supiera muy bien cómo hasta transformarse en una epidemia.
Es interesante señalar qué ocurría en la sociedad que producía este tipo de jóvenes. Japón venía de un desarrollo económico impactante desde la reconstrucción del país después de la derrota en la Segunda Guerra Mundial, en ese proceso fue reconstruyendo su economía y logró altísimos niveles de desarrollo en tecnología informática y electrónica. Para que ese desarrollo fuese en ascenso, la escolaridad japonesa fue muy exigente desde los primeros años de los jardines de infantes hasta el egreso de una universidad. Si eso ocurría era la garantía para que las nuevas generaciones tuvieran un lugar asegurado en la pujante economía japonesa. Pero ese proceso se detuvo en los años setenta del siglo pasado. La crisis económica trajo un quiebre que rompió la expectativa de un futuro asegurado.
Este proceso de ascenso social que garantizaba el futuro se quebró con las burbujas financieras que se produjeron (el capital financiero, una vez más) en la sociedad japonesa en los años ochenta del siglo pasado, como consecuencia la sociedad japonesa desbarrancó y dejó especialmente a los jóvenes sin perspectiva a futuro. En toda la etapa de posguerra se fomentaba el esfuerzo y el ahorro, pero las inversiones especulativas crearon la ilusión de hipotéticas ganancias en burbujas inmobiliarias y financieras y no hubo manera de revertir la situación. Esto llevó a que los años noventa fueran de quiebre, esa época en Japón se la denomina la década perdida.
Los trabajos de pocas horas, no bien remunerados y precarizados empezaron a demostrar que el ideal de buenas calificaciones escolares, con buenos resultados universitarios no traían un futuro encarrilado y previsible
Desde ese momento los japoneses se encontraron con que los caminos de ascenso social se quebraron, en conjunción con la transformación mundial de las relaciones de trabajo, las nuevas generaciones comenzaron a conocer el trabajo precarizado. El futuro garantizado se alejó y en ese mar de incertidumbres comienzan a hacerse notar la dificultades de los jóvenes que fracasan en exámenes y se encierran al tener la percepción que no podrán cumplir con las expectativas familiares depositadas en ellos.
En una sociedad regida por los códigos del honor, la epidemia Hikikomori denunció y expresó las secuelas de esta dura transición en que las condiciones económicas y sociales cambiaron. Los trabajos de pocas horas, no bien remunerados y precarizados empezaron a demostrar que el ideal de buenas calificaciones escolares, con buenos resultados universitarios no traían un futuro encarrilado y previsible, por el contrario, se desplomó dejando grandes secuelas.
La sociedad japonesa, en este caso, no cambió sus ideales, la crisis económica y social no modificó sus tiránicas exigencias y expectativas. El obtener buenas notas, ser un alumno aplicado que se esfuerza todo el tiempo en largas jornadas escolares sigue siendo un ideal de la cultura japonesa, para demostrarlo nada más debemos señalar que el día en que ocurren la mayor cantidad de suicidios de adolescentes en Japón es el primero de setiembre. La respuesta a esta dolorosa estadística hay que buscarla en que ese día se dan los exámenes de ingreso a la universidad. Muchos de los que no alcanzan las notas necesarias para ingresar toman el camino del suicidio.
El Hikikomori, atrapado en la vergüenza, le da a sus tropiezos el contenido de una falla propia, considera que ha fallado al honor y por ello se sanciona (se manda preso)
Dentro de este panorama complejo del fenómeno Hikikomori hay quienes plantean que: “Tal conducta no debería ser vista simplemente como un síntoma patológico, sino como una forma de adaptación a la actual mutación social y antropológica, como una respuesta al insoportable estrés que provocan la competencia, la explotación mental y la precarización (…) el comportamiento Hikikomori es una reacción sana ante la vida frenética y precaria creada por el capitalismo tardío: una forma sumamente comprensible de escapar del infierno.”7 Franco “Bifo” Berardi sostiene esta opinión basándose en el libro de Michael Zielenziger del año 2009: Bloqueando el sol. Cómo Japón creó su propia generación perdida, donde se leen algunas entrevistas que realizó con Hikikomoris que, según este autor, demuestran que esos jóvenes encerrados muestran una autonomía del yo que el actual entorno japonés no podría asimilar.
La explicación de Berardi sobre que se trataría de “una reacción sana ante la vida frenética…” nos parece audaz. Francamente es difícil que casi un millón y medio de jóvenes encerrados y aislados por propia decisión sean, estrictamente hablando, una enorme cantidad de personas que actúan sanamente. Que son rebeldes ante los mandatos sociales tiránicos que promueve la sociedad japonesa. El Hikikomori, por el contrario, en nuestra opinión, atrapado en la vergüenza, le da a sus tropiezos el contenido de una falla propia, considera que ha fallado al honor y por ello se sanciona (se manda preso). Establece dentro de él un tribunal que lo juzga en forma severísima, la extensión del tiempo de reclusión de cada joven lo demuestra. El hecho que el inicial encierro de alrededor de seis meses esté ahora avanzando a una condena perpetua no hace más que demostrar cómo la violencia autodestructiva se internaliza dentro de cada uno de estos jóvenes. Es difícil de creer que la rebeldía y la búsqueda de establecer discrepancias con sus familias y sus entornos sociales tengan camino en este tipo de calvario personal. Los Hikikomori no se organizan grupalmente, no expresan sus exigencias, no existen formas de sacar esa violencia incorporada en su cuerpo hacia la sociedad, por sus propias limitaciones no van hacia “campo abierto (iza Kamura)” para plantear sus necesidades y reivindicar sus derechos.
Los Hikikomori dedican muchos años de su vida a la mortificación propia, no pueden imaginar y promover otra salida subjetiva, social y política que su propia sentencia y condena
No mucho tiempo atrás del comienzo de esta epidemia existió un poderoso movimiento juvenil de protesta: Zengakuren8 que movilizó miles y miles de jóvenes en las ciudades japonesas que lucharon denodadamente por sus derechos, pero parece que nada de eso ha quedado de esa rebeldía en la memoria de las nuevas generaciones. Finalmente da la impresión que el seppuku, (suicidio público que requiere de un asistente que, una vez iniciado el ritual, requiere de un amigo entrañable lo decapite) del escritor Mishima ha dejado más efectos en la memoria que la rebeldía juvenil multitudinaria de los años sesenta que recorría las calles de las ciudades de Japón. Los Hikikomori, por el contrario, dedican muchos años de su vida a la mortificación propia, no pueden imaginar y promover otra salida subjetiva, social y política que su propia sentencia y condena. Como sostiene Malfatti en la cita de inicio: “Entonces allí queda, hecho pedacitos y esparcido por el césped, hasta que lo barra la próxima lluvia”. Para Japón puede que sea una solución al modo de la que realizó El Flautista de Hamelín9, dejar que el tema no tenga solución y dejar abandonados a este millón y medio de jóvenes, que el poder denomina juventud perdida, a este destino de muchachos rotos que barrerá la lluvia.
Bajo esas condiciones culturales y de salud el posible futuro del Hikikomori es ser un auto excluido de la historia, de mantenerse su encierro sine die no parece que pueda construir una alternativa “sana” para su vida. No vemos en este “quedar allí, encerrados en su habitación”, otra cosa que una desaparición personal y donde los castigos y suplicios cotidianos parecen un lento harakiri interminable como consecuencia de la violencia vuelta sobre sí. Estos jóvenes han perdido su certeza de ser, del sentido de su propia vida, por eso se condenan a vivir encerrados dentro de la casa familiar. No existe salud alguna en eso de esperar que el Hikikomori escondido entre los desechos que él mismo produce dentro de la trinchera-celda sucumba a la vergüenza en silencio. Este proceso que ya aparece en otros países occidentales demuestra que no solo se activan ya por el código de honor que rige Japón, otras sociedades avanzadas empiezan a registrar Hikikomoris en sus ciudades. La epidemia Hikikomori parece invitarnos a producir conceptos y estrategias para poder trabajar con estos jóvenes enclaustrados. El estado japonés ha equivocado algunos caminos al crear centros nuevos para que ellos vayan a socializar, mientras los familiares se quejan de que a esos centros los jóvenes encerrados no pueden llegar precisamente por su imposibilidad de salir a la calle.
Notas
1. Tada, Michitaro, Karada. El cuerpo en la cultura japonesa, Adriana Hidalgo, Argentina, 2010.
2. Tada, Michitaro, op. cit.
3. López Mosteiro, Claudia, Trabajo vivo en acto, Topía, Buenos Aires, 2015.
4. López Mosteiro, Claudia: op. cit.
5. Varsavsky, Julián, Japón en una capsula. Robótica, virtualidad y sexualidad, Adriana Hidalgo, Argentina, 2019.
6. Pinguet, Maurice, La muerte voluntaria en Japón, Adriana Hidalgo editora, Buenos aires, 2016.
7. Berardi, Franco “Bifo”, Fenomenología del fin. Sensibilidad y mutación conectiva, Caja Negra, Buenos Aires, 2017.
8. Zengakuren: Movimiento estudiantil que inició las revueltas universitarias y convocó a más de un millón de jóvenes en contra de los Estados Unidos, de la Guerra de Vietnam, etc.
9. Hazaki, César, Modo cyborg. Niños, adolescentes y familias en un mundo virtual, Cap.: “Los juegos de la muerte. La Ballena azul y el suicidio adolescente”, Topía, Buenos aires, 2019.