El autor nos introduce en el mundo de Roberto Arlt, a través de un repaso y análisis por su segunda y tercera novela, adaptadas recientemente por Ricardo Piglia para la Televisión Pública.
La secuencia que se abre con Los siete locos y se cierra con Los lanzallamas es, seguramente, lo más logrado en la prolífica obra de Roberto Arlt. Es cierto que, de alguna manera, los temas centrales de estas dos novelas están esbozados ya en la primera, El juguete rabioso; así como también que el autor volverá sobre algunas temáticas en la siguiente (y su última novela), El amor brujo. Pero creo que es justo afirmar que es aquí en donde se desarrolla con mayor plenitud.
¿De qué se trata esta historia? Fue el propio Arlt quien primero la comentó. En una de sus clásicas Aguafuertes (“Los 7 locos”, publicada en El Mundo el 27/11/1929), dijo:
“El plazo de acción de mi novela es reducido. Abarca tres días con sus tres noches, se mueven aproximadamente veinte personajes. De estos 20 personajes, siete son centrales (…) que culminan en un protagonista, Erdosain, verdadero nudo de la novela”.
Esta primera parte de la historia, entonces, se estructura a partir de tres días, en los cuales, uno de los personajes –el Astrólogo–, se propone organizar una sociedad secreta para revolucionar la sociedad. Ya veremos que esta logia es muy particular. O particularmente loca. Erdosain aparece como una pieza clave para ponerla en pie, ofreciendo la solución económica: propone secuestrar a un pariente suyo (que lo ha humillado) para obtener el dinero necesario con el cual comenzar a funcionar. Gregorio Barsut, el primo de Elsa, su mujer –asegura Erdosain– tiene una herencia de 20.000 pesos, de una tía por parte del padre, que murió en un manicomio.
Arlt construye sus ficciones con retazos que va recolectando de todos lados. Así, aquello que aparece a simple vista como una “locura imaginativa”, un “delirio”, es –sin embargo– extraído de las noticias periodísticas. La organización de una sociedad secreta en Estados Unidos, llamada La Orden del Gran Sello (con objetivos y dinámicas de funcionamiento similares a las que aparecen en la novela), fue noticia en distintos diarios por aquellos días, según remarcó alguna vez el propio autor.
Erdosain llega al Astrólogo porque piensa que él, tal vez, podrá prestarle el dinero que en la empresa donde trabaja le reclaman, puesto que lo descubrieron robando. Como en su primera novela, la importancia del robo es central en la narrativa arltiana.
Bien, entonces, detengámonos un momento a ver qué ha sido lo que llevo a Erdosain a transformarse en un “estafador”, un “ladrón de 600 pesos”. De alguna manera, podríamos decir, la esperanza de que acontezca algo extraordinario en su vida, algo distinto, inesperado, ya que se consideraba vacío, “una cáscara de hombre movida por el automatismo de la costumbre”. Inventor fracasado, al robar, Erdosain experimenta la alegría de un inventor. Casi como que se vio “obligado a robar”, dice. Convencido de que Barsut, por quien siente una profunda repulsión, ya que “amontonaba obscenidades sin nombre, por el sólo placer de ultrajar la sensibilidad del otro, convencido –decía– de que no iba a prestarle los 600 pesos, acude a “mangueárselos” al farmacéutico Erguera, el ex “gran pecador”, el que más conoce la biblia en Pico, un jugador preocupado profundamente por presentarle nuevamente las verdades sagradas a esa gente que no tiene fe, a los angustiados, “turros” fraudulentos (“rajá turrito… te pensás que porque leo la biblia soy un otario”, le dirá Ergueta a Erdosain ante el mangazo).
Así como suele sostener la crítica que, desde Oscar Massota (Sexo y traición en Roberto Arlt) es prácticamente imposible no hacer referencia al tema de la traición, lo mismo sucede con la condición del “humillado”, en este caso de Erdosain (el exponente más alto de los humillados, según el introductor de Lacan en nuestro país). Desde un primer momento este tema aparece con fuerza: cuando se menciona que Gualdi (el contador de la empresa donde trabaja), lo ha humillado en distintas oportunidades, (“a pesar de ser un socialista”), hasta el apartado titulado “El humillado”, pasando por distintas menciones a lo largo de las dos secuencias de la historia. “Él era el fraudulento, el hombre de los botines rotos, de la corbata deshilachada, del traje lleno de manchas, que se gana la vida en la calle mientras la mujer enferma lava la ropa en la casa”. Él, Remo Erdosain, sería humillado por su mujer, que se va con otro hombre. Y antes, como ya se ha dicho, fue humillado por sus patrones, y por Ergueta, y por Barsut…
Pero antes –mucho antes aun: de casarse, de ingresar en el mundo del trabajo–, Erdosain había sido humillado en su propia casa, siendo niño, y también en el colegio. Por su padre, quien –según le contará al capitán que se va con su mujer– lo inició en ese “feroz trabajo de la humillación”. Tanto en las amenazas, como en los actos de violencia y sus efectos.
En cuanto a las amenazas, porque era su padre quien, cuando él tenía unos 10 años y cometía alguna falta, le decía: “mañana te pegaré”, y entonces, atormentado, “dormía mal, con un sueño de perro, despertándose a media noche para mirar asustado los vidrios de la ventana y ver si ya era de día, más cuando la luna cortaba el barrote de la ventana, cerraba los ojos, diciéndome: falta mucho tiempo”.
También en los actos, porque era su padre, igualmente, quien lo obligaba a arrodillarse, con un golpe en el hombro, haciéndole apoyar su pecho en el asiento de una silla, con su cabeza entre sus rodillas… (“crueles latigazos me cruzaban las nalgas”). Y cuando lo soltaba, corría llorando a su cuarto, con el alma hundida en las tinieblas (“Porque las tinieblas existen aunque usted no lo crea”).
Y luego de las amenazas y de los actos de violencia sobre su cuerpo, los efectos en su subjetividad. Porque él sabía que a la mayoría de sus compañeros de aula no les pasaba lo mismo, y entonces, estando en la escuela, cuando los escuchaba hablar de sus casas, una “atroz angustia” lo paralizaba. Y ahí, cuando se encontraba en esos momentos de tormento interior, si alguno de sus maestros lo llamaba, solía no escucharlos, y entonces… y entonces, ahí sí la angustia llegaba a su punto más alto. Porque solían retarlo sus maestros, provocando la risa de sus compañeros. Una vez, por ejemplo, un maestro le gritó: “¿Pero usted, Erdosain, es un imbécil que no me oye?”. Y luego de las risas, desde ese día, sus compañeros comenzaron a llamarlo “el imbécil”.
Seguramente por todo esto es que Erdosain, ya de grande, no retrocedía casi nunca hacia los tiempos de su infancia. “Ello quizás se debiera a que su niñez había transcurrido sin los juegos que le son propios, junto a un padre cruel y despótico que lo castigaba duramente por la falta más insignificante”. Un padre que “no lo besaba nunca” y, en cambio, “lo humillaba continuamente”.
Tal vez por esto, también, se sentiría luego humillado en distintos sitios. Aun, por ejemplo, en la nueva sociedad secreta. Allí Erdosain se sentirá humillado por el hombre a quien llaman El Buscador de Oro, quien, sabiendo que él se considera un inventor, cuando habla de la violencia necesaria para cambiar la sociedad, dice despreciar a los teóricos de la violencia, argumentando que el superhombre no surgirá del desorden sino de la obediencia, y pone el ejemplo de la disciplina castrense, y sobre todo, de la empresarial, rematando: “Ya ve, Erdosain, que nosotros no inventamos nada”.
En fin, estábamos en que –si bien con sentimientos enfrentados, puesto que Erdosain pensaba, por un lado, que el Astrólogo era un hombre de dinero, pero por otro lado, que podía ser un delegado bolchevique en el país– el protagonista de la novela se dirige hacia Constitución, para desde allí ir hasta Temperley a visitar al Astrólogo, y ver si él, finalmente, podía prestarle los 600 pesos.
Allí, entonces, en la zona sur del conurbano bonaerense, es el lugar en donde Remo se encuentra con el Astrólogo, quien se encuentra –a su vez– reunido con Arturo Hafnner (“El rufián melancólico” que explota prostitutas). A partir de ahí se teje la trama de la sociedad de los locos. Una sociedad que se erige en contrasociedad, en su intento por superar al hombre, de arrancarlo de la era del nihilismo.
El crimen será la condición de posibilidad de existencia en esa civilización en decadencia (“Erdosain quiere escaparse de la civilización”, podemos leer en Los lanzallamas). Esos tiempos en donde el dinero convierte a determinados hombres en dioses y a otros en monstruos. “Ser como dioses”. De allí que “matar a Barsut era una condición previa para existir, como lo es para otros el respirar aire puro”, escribe Arlt. Porque el crimen es lo que permite cortar las amarras con la civilización es que Erdosain siente que, al haber condenado a muerte a un hombre, ha encontrado por fin un objeto noble para su vida, un “sueño grande”.
Porque la civilización se les presenta, a los hombres y mujeres de la ciudad de Buenos Aires (la capital cosmopolita de América Latina), como un lugar al que odian, que les provoca angustia. Entre otras cosas, porque son personas que ya no pueden creer en nada. Viven en la era del nihilismo, en la cual ya no hay valores vinculantes. Por eso el Astrólogo dirá: “La humanidad, las multitudes de las enormes tierras han perdido la religión. No me refiero a la católica. Me refiero a todo credo teológico. Entonces los hombres van a decir: para qué queremos la vida…Nadie tendrá interés en conservar una existencia de carácter mecánico, porque la ciencia ha cercenado toda fe”, insiste Arlt. Y luego agrega: “Créame, nosotros estamos viviendo en una época terrible… todos los hombres viven angustiados”.
Esa civilización, que se desarrolla en las grandes urbes, se presenta así como un círculo infernal. Habitada por esos hombres agonizantes con moral de esclavos. Aun los proletarios comunistas o anarquistas son un rebaño de cobardes, comenta Arlt. Por eso el “Buscador de oro” –otro de los persnajes- va a hablar de una “aristocracia natural” (a la que denominan “aristocracia bandida”), que desafíe la soledad, los peligros, la tristeza, el sol, lo infinito de la llanura. “Uno se siente otro hombre”. Y de allí que el proyecto del Astrólogo implique fundar colonias en las montañas, en donde puedan curarse las almas que enfermó la civilización. Porque las ciudades son los cánceres del mundo que aniquilan al hombre, lo moldean cobarde, astuto, envidioso… De allí que el Astrólogo declare que, en nuestro siglo, los que no se encuentran bien en las ciudades que se vayan al desierto.
El desierto crece, dirá el filósofo Federico Nietzsche. Porque en el desierto han habitado, desde siempre, los veraces; los espíritus libres, los señores del desierto. Pero en las ciudades no, allí habitan los bien alimentados y los famosos sabios, los animales de tiro. En el pensamiento de Zaratustra, de todos modos, el presente del nihilismo –producto de la muerte de Dios– ofrece asimismo la posibilidad de gestar al superhombre. Pero solo podrán asumir ese desafío quienes enfrenten la terrible desolación. Porque muerto Dios, muerto también el hombre (el que permanecía de rodillas ante la divinidad). “¿Sabe que me gusta su símil del desierto?”, le dice Erdosain al Buscador de oro, quien le contesta: “Pero claro… para los descontentos e incómodos de las ciudades está la montaña, la llanura, la orilla de los grandes ríos”. Erdosain se siente cobarde, pero el Buscador de oro le aclara que no se puede ser valiente en la ciudad, que domestica al hombre, lo lleva a refrenar sus impulsos y lo acostumbra a ser un resignado.
¡Qué pasajes tan nietzscheanos! Veamos sino, brevemente, estas líneas de Así habló Zaratustra:
“¿Qué significan esas casas? ¡En verdad, ningún alma grande los ha colocado ahí como símbolo de sí misma! ¿Las sacó acaso un niño idiota de su caja de juguetes? ¡Ojalá otro niño vuelva a meterlos en su caja! Y esas habitaciones y cuartos: ¿pueden salir y entrar de ahí varones?... ¡Todo se ha vuelto más pequeño! Por todas partes veo puertas más bajas: quien es de mi especie puede pasar todavía por ellos sin duda, ¡pero tiene que agacharse!”.
Frente a toda esta pequeñez quiere rebelarse la contrasociedad de humillados del Astrólogo (“futuro en campo verde, no en ciudades de ladrillos”), Erdosain y el resto de la pandilla. Dejar atrás a ese hombre imbécil y darle paso al superhombre.
Aquí, en la narrativa arltiana, el superhombre aparece bajo la figura del Monstruo Inocente. Según palabras del Astrólogo, es a ellos a quienes toca inaugurar una nueva era. “¿Sabe? –dice a Erdosain–. Muchos llevamos un superhombre adentro. El superhombre es la voluntad en su máximo rendimiento, sobreponiéndose a todas las normas morales y ejecutando los actos más terribles, como un género de alegría ingenua… algo así como el inocente juego de la crueldad”.
También el mencionado tema de la muerte de dios aparece en algunos de esos magistrales diálogos que el Astrólogo mantiene con Erdosain. “Es que la gente bestia no comprende –continúa el Astrólogo–. Los han asesinado a los dioses. Pero día vendrá que bajo el cielo común correrán por caminos gritando: Lo queremos a Dios, lo necesitamos a Dios. ¡Qué bárbaros! Yo no me explico cómo lo han podido asesinar a Dios. Pero nosotros lo resucitaremos… inventaremos unos dioses hermosos… ¡y qué otra cosa será la vida entonces!”, puede leerse en esta saga de Arlt.
Como puede verse, las lecturas nietzscheanas, y del Zaratustra en particular, típicas en muchos escritores de la época, pueden leerse en las líneas y entrelíneas que componen esta novela.
Casi que podría decirse que toda esta secuencia narrativa –la de Los 7 locos y Los lanzallamas– puede leerse en esa clave. Hombres que hay que dejar atrás, con la superación de la sociedad. Sociedad que deberá perecer necesariamente por la violencia. Es por eso el Astrólogo le dice a Hipólita: “Lo sé. También el amor salvará a los hombres; pero no a estos hombres nuestros. Ahora hay que predicar el odio y el exterminio, la disolución y la violencia”.
¿Nietzscheanismo puro? ¡No! Nietzscheanismo mezclado con los discursos políticos de la época: anarquismo, fascismo, comunismo: una ensalada rusa.
Leídos desde Nietzsche, podemos pensar ciertos tramos de “Los siete locos” y “Los lanzallamas” como la expresión cabal del drama del hombre moderno: aquel que ha cometido ese crimen terrible que implicó haber asesinado a Dios, borrando del horizonte todos los elementos que, hasta entonces, otorgaban sentido a la existencia, como ya.
Leídos desde Freud (“Totem y Tabú”), en cambio, ese sentimiento de culpa tiene que ver con algo acontecido en un tiempo mucho más lejano aún, en el momento preciso en que la humanidad comenzaba a ser tal. La conspiración de los hermanos de la horda primitiva que culmina en el asesinato del despótico padre primordial. De allí en más –es decir, desde que el hombre es hombre–, en adelante, cada generación ha reactualizado simbólicamente aquel complot, y aquel asesinato.
Ahora bien, esta reactualización se produce ya no afuera sino adentro de cada sujeto. A la agresión consumada (parricidio primordial), siguió el arrepentimiento, producto del sentimiento de ambivalencia hacia el padre: odio, pero también amor. Ese amor que lleva a la identificación, producto de la cual va a instituirse el superyó, depositario del poder de castigo y creador de las limitaciones necesarias para prevenir la perpetuación del crimen en la historia. Esta agresión del hijo hacia el padre, luego sofocada, es la fuente del sentimiento de culpa que, una vez exteriorizada, se expresa como necesidad de castigo.
Por supuesto, la forma “correcta” de tramitar este conflicto conducirá a cada sujeto a una vida “normal”, vía resolución adecuada del complejo de Edipo. ¿Pero qué pasa cuando esa tramitación no encuentra sus carriles adecuados, cuando los diques de contención psíquica son desbordados por otras fuerzas? Sucede, a menudo, que el sujeto comienza a tener dificultades para procesar la diferencia entre lo socialmente aceptado y lo aprobado por él mismo. El principio del placer comienza a desbordar al principio de realidad. Es que, según destacó Freud en su libro “El malestar en la cultura”, para que exista hombre en la cultura, éste debe convivir con un permanente malestar, a saber: no sólo limitar la sexualidad para dar paso a la productividad del trabajo, sino además limitar (amordazar, diría el Nietzsche de la “Genealogía de la moral”) sus instintos de agresividad.
Porque como señala Freud, “el ser humano no es un ser manso, amable, a lo sumo capaz de defenderse si lo atacan, sino que es lícito atribuir a su dotación pulsional una buena cuota de agresividad”. Queda clara la concepción del médico vienés. “Homo homini lupus” –el hombre es el lobo del hombre, según la fórmula, tan conocida, que expone Tomas Hobbes en su libro “Leviathán”–. ¿Entonces? Entonces, el otro, el prójimo, puede ser alguien a quien usar sexualmente sin su consentimiento, explotar en su trabajo sin resarcirlo, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, martirizarlo, asesinarlo… en fin, alguien en quien satisfacer la agresividad.
Claro, uno bien podría preguntarse si no es a causa del sistema regido por la explotación del trabajo el que trae aparejado este tipo de comportamientos y pensamientos. Si no es debido a que la burguesía ha venido al mundo “chorreando lodo y sangre”, como sostiene Carlos Marx en “El capital”, que esa violencia prima por sobre otro tipo de vínculos. Pero Freud es claro al respecto. Dice que si bien otro tipo de relaciones de propiedad disminuirían la agresividad, caracteriza a la premisa psicológica comunista (eliminados los males económicos no hay razón para ver en el otro a un enemigo), como vana ilusión, porque la agresión, a su entender, “constituye el trasfondo de todos los vínculos de amor y ternura entre los seres humanos. Y remata, pesimista: “Uno no puede menos que preguntarse con preocupación, que harán los soviets después que hayan aniquilado a sus burgueses”.
En fin, según Freud, es esta autónoma y originaria disposición pulsional del ser humano a la agresividad la que conspiraría contra la cultura, entendida como proceso al servicio de eros. Contra la cultura, sí, pero también, contra el propio sujeto.
Aun a riesgo de conducir estas disquisiciones acerca del psicoanálisis a una digresión sin fin, quisiera remarcar, de todos modos, que para cuando Freud escribe El malestar…, ha transcurrido ya una década desde que provocara ese vuelco a sus investigaciones y conceptualizaciones, conocido como el “giro de 1920”, fecha en que publica Más allá del principio del placer, donde postula su radical teoría (radical en tanto que pone en cuestión algunos de sus propios fundamentos), de que junto con la pulsión de vida, tendiente a conservar y reunir en unidades cada vez mayores la sustancia viva, existe otra pulsión, opuesta a ésta, a la que denominó como pulsión de muerte, tendiente a reconducir esas sustancias a su estado inorgánico inicial. Así, Más allá… va a poner en cuestión algunos postulados de Tres ensayos de teoría sexual (1905), donde había sostenido que la función principal del organismo tendía a la conservación (a través de la generación y la alimentación). Desde allí, y en adelante, va a sostener que la pulsión de vida, que ha denominado como Eros, se encentra siempre, eternamente, en lucha contra Tanatos (la pulsión de muerte). Gran estocada contra optimismo ingenuo del positivismo ramplón: la finalidad principal de todo organismo es la repetición sin meta. Tendencia de retorno al estado originario, a la busca de una estabilidad energética, a la nulidad pulsional, en fin, a la muerte.
Cierre del extenso paréntesis nietzscheano-freudiano. Retorno a Roberto Arlt. Estábamos, entonces, en la figura de Erdosain. En un crimen que pudo haber cometido en el pasado, en otro que está por cometer y, como remate, su suicidio. Pero nada sucede de repente. Hay una suerte de demora en la narración, en la cual podemos ir sintiendo, junto al personaje, la elucubración del crimen, a la vez que vemos precipitarse en su propio fin. Aunque son varios, de todos modos, los indicios de que pronto, algo de todo esto, sucederá. Por ejemplo, cuando Haffner dice: “Ahora usted… posiblemente esté en la orilla de otro crimen. Me lo dice no sé qué instinto”. Y también el Astrólogo, respecto de Erdosain, expresará: “había ya trazado su destino”. No se equivocan: pronto asesinará a la Bizca.
La pregunta de por qué demora tanto en ejecutarse el crimen, la suministra el propio Astrólogo, cuando explica: “Naturalmente, antes de cometer un crimen habría que familiarizarse con la idea, pensar en él, de manera que en la conciencia de uno eso dejara de ser un crimen para convertirse en un asunto vulgar”. Esa familiarización con la idea del crimen, según cuenta Elsa –la mujer de Erdosain– fue elaborándose lentamente en él, a través de un horrible y espeso silencio. Silencio que lo acompañará hasta el anteúltimo capítulo de “Los lanzallamas” (titulado justamente “El homicidio”), donde esa “densa idea subterránea” despertará definitivamente.
Remo mata a la Bizca de un tiro en la oreja, luego de haberla desvirgado. Después, durante tres días y dos noches, permaneció en la casa del periodista-narrador, a quien cuenta toda su historia (recordar que el primer capítulo de la serie televisiva comienza ahí). Al irse de allí, en el tren eléctrico número 119, un tramo antes de llegar a Moreno, Remo Erdosain se suicida de un balazo en el corazón. “Una serenidad infinita aquietaba definitivamente las líneas del rostro de ese hombre que se había debatido tan desesperadamente entre la locura y la angustia”.
Erdosain, ¿se suicida de alegría, como sugiere acaso Dostoivski para uno de sus personajes? Parece que no. Más bien, parece, Erdosain se suicida porque se encuentra acorralado: por las fuerzas policiales que van tras sus pasos, pero fundamentalmente, por sus demonios que lo sitian desde adentro.
Consumación del crimen y su necesario correlato: el castigo. Aunque a diferencia de Raskolnikov, el clásico personaje de “Crimen y castigo”, al novela de Dostoivsky, Erdosain no se entregará a las fuerzas policiales, sino a sus propias fuerzas autodestructivas. ¿Por sentimiento de culpa? ¿Por búsqueda de acceso a ese momento inorgánico inicial del que hablaba Freud? Quien sabe…
Podríamos pensar –en una clave más ligada a los pensadores Féliz Guattari y Gilles Deleuze– que Erdosain experimenta un devenir sin restricciones. Enmarañado en sus propias líneas de fuga, se precipita sobre un agujero negro. Algo similar a lo que supo escribir Henri Lefebvre en su libro “Hegel, Marx, Nietzsche (o el reino de las tinieblas)”, a propósito de Nietzsche, cuando relaciona la pérdida de identidad con la mutación, la metamorfosis, la transvaloración, la creación poética. Trayecto peligroso, dice, acechado por un peligro: “El extravío, la locura, el suicidio”. Podríamos pensar entonces… tantas cosas podríamos pensar, ¿no? Porque “es la fuerza inagotable del equívoco lo que permite que Arlt siga siendo un personaje de nuestras lecturas”, según señaló Horacio González en su libro “Arlt, política y locura”. Y por eso, leerlo, “va a ser siempre un oficio incierto. Labor de quien acompaña la aventura arltiana con la incesante pregunta: ¿qué habrá querido decir?”. Es que con Arlt, ya lo hemos dicho, nunca se sabe.
*Escritor y periodista. Ha publicado los libros De Cutral Có a Puente Pueyrredón. Una genealogía de los Movimientos de Trabajadores Desocupados; Darío Santillán, el militante que puso el cuerpo (en co-autoría con Juan Rey y Ariel Hendler); Kamchatka. Nietzsche, Freud, Arlt: ensayos sobre política y cultura y Montoneros silvestres (1976-1983). Historias de resistencia a la dictadura en el sur del conurbano.