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Dos cuadernos Alma, cuerpo, escritura

 
El implacable relato de una recuperación

He sido una viajera impenitente y obcecada. Llena de pasión, y me viene de lejos, de la infancia y sus inventos. Porque la imaginación fue mi primer medio de transporte, pero a lo largo de años -los muchos años aunque yo no tenga conciencia del tiempo pasado como pérdida, sino como acumulación- abordé todo tipo de vehículos. Desde los grandes trasatlánticos a los barcos de carga, a la feluca egipcia, y los aviones a hélice y los jumbos, y los ricksahws y los tuc-tucs y hasta algún manso camello para no hablar de caballos de todo tipo, de monta y de tiro. Viajé a tracción a sangre animal, vegetal y hasta humana. De todo, menos a tracción a sangre propia.

Así hasta marzo del inefable 2010 que suena y luce tan elegante. Porque para el largo viaje de esa fecha -viaje al fondo de la noche- mi medio de transporte fue un virus. Anónimo él, indetectado aunque por fortuna finalmente expulsado de mi organismo; un virus que se alojó en mi cerebro y mientras vivió hizo sus estragos. Es decir su trabajo de virus. Y me transportó al fondo oscuro de mí borrándome de un plumazo los recuerdos de ese viaje. O casi.

Fragmentos del diario de la recuperación

Despertares atroces, vacíos, desesperantes, porque el despertar es la hora del germinar de ideas y las ideas no están, no está la imaginación que vuela y va a posarse en otra parte.

La belleza o la escritura como el colibrí que se cuela dentro de la casa. Hay que hacer ingentes esfuerzos para que salga porque dentro sabemos que el colibrí morirá indefectiblemente.

El techo abovedado, la bóveda craneana. Las banderolas y mejor aún, las claraboyas, la coronilla (chacra) salir por las ventanas más bajas, si no sale, muere.

En algún momento de la enfermedad le hablé a Leo de pájaros: Es un asunto de pájaros, me dice que le dije por teléfono, muy seria, y por ahí eran los que me sobrevolaban en la mente. “Tiene pajaritos en la cabeza” es la frase local para designar locura, como los bats in the bellfroy de la demencia inglesa.

Cuenta Leo que escribió una nota y lo consideraron a él loco, porque dijo que había una lógica por la cual Virginia Woolf decía que los pájaros le hablaban en griego: él descubrió que los ruiseñores, así como lo zorzales que son los ruiseñores criollos, cantan en yambos.

 

La epicrisis y el epifenómeno; patafísica de la enfermedad. El estanque al que se le ha arrojado una piedra, las ondas concéntricas, mi cuerpo se diluye en ondas concéntricas, centrífugas, y sólo soy y estoy en el círculo más distante, el más borroso.

Cosas que oí en la semipenumbra del desconcierto:

A usted se le descompaginó el cerebro, pero todo ha vuelto a su lugar, era un virus y el virus ya no está, usted es una mujer sana que se ha pescado un virus, no arrastra ninguna enfermedad crónica, se va a recuperar pronto.

¿Sana? ¿Con el cuerpo cableado, sondas de entrada y de salida, venas abiertas para que entren sustancias extrañas, líquidos ajenos mezclándose con mi sangre? ¿A eso le llaman sana?

 

Mi primera novela que acabó titulándose Hay que sonreír, primero la pensé como Clara, cuerpo y cabeza.

La nuca como la interfase: cerebro-cuerpo, ¡y está tan dolorida!

 

“Se me cayó el alma a los pies” “me volvió el alma al cuerpo” suele decirse. ¿Dónde se fue la mía?

 

Hay espejos en los que nos resulta por demás inquietante mirarnos, espejos que nos reflejan mal, muy mal, como en un castillo del horror para nada infantil o de risa. En las deformaciones, las incomodidades, habrá de resaltarse algún rasgo que ignoramos o que preferimos permanezca oculto -aun y sobre todo- ante nosotras mismas.

 

Habría que retomar el asunto desde el vamos o mejor dicho desde el venimos.

Desde el día cuando me pareció aterrizar del planeta X y me enteré de que llevaba más de un mes internada porque se me habían descalabrado las neuronas. Encabritado. Un virus. Pero eso ya lo conté antes y no en este cuaderno. Más escisiones de mi ser: el hemisferio derecho que acá fluye y el izquierdo prolijamente anotado en el cuaderno gris que lleva repujada en la tapa la muy pertinente palabra Travesías. Veré si en este cuaderno rojo cabe colar esta otra parte.

Pero ahora a dormir.

Hasta mañana.

Retomo el cuaderno rojo, anaranjado, que lleva repujada la palabra Luisa. ¿Es yo este cuaderno? ¿Es mi zona más íntima o son las travesías de mi ser más… ¿Más qué? Estuve a punto de escribir “esencial” o “verdadero”, pero nada de eso es exacto. El propio ser a la vez nos arropa y nos atraviesa y no admite adjetivo alguno.

Y pensar que siempre dije que escribía con el cuerpo.

Meses más adelante están las sugerencias como órdenes que una se niega a escuchar y sin embargo, acata muy a su pesar. Y cuando el nuevo neurólogo me dijo que aún no era tiempo de meterse en honduras escribiendo sobre el tema sentí que me tomaba por una pobre mujer asustadiza, influenciable, cobarde. No soy nada de eso. Hacía días y días que venía escribiendo mucho antes de verlo y ni pensaba detenerme. Pero me detuve al tiempo, abandoné el cuaderno gris y retomé otros temas, y partí de viaje, hice Frankfurt, Berlín, Viena, como en mis mejores épocas, me presenté en público con más dedicación aún que en mis mejores épocas, escribí unos pseudo poemas y varios cuentos. Y cuando por fin retomé el tema de mi incursión al mundo del olvido lo hice siempre a mano, pero en otro soporte, en otro formato, con otro color de fondo.

La vuelta al hogar desde la clínica fue una vuelta al gris en el peor sentido de lo opaco, lo apagado. Y su relato pertenecería al otro cuaderno, el del hemisferio izquierdo, el razonante -si es que no la he narrado ya- pero no tengo a mano ese cuaderno gris y hace horas que intento irme a dormir (son las 4:53, ya) y no puedo porque me asaltan las frases y debo una vez más encender la luz y anotar un párrafo. Y otra vez clic y clic y putamadre con esto, ¡yo que pensaba que nunca iba a escribir mas! Finished. A otra cosa mariposa y punto. Click.

Y clic vuelvo a encender la luz porque de golpe comprendo que cada vez que me amenazo con o temo no poder escribir más, al cabo de un tiempo la escritura se me da a lo bruto.

Una marea sube, avasallante, y cuando completa su curso se retira y me deja seca, playa seca con algunos peces muertos y algas variopintas, secas, un despojo para que nunca se olvide la existencia de ese mar. Esa pleamar.

 

En el lento viaje de retorno desde la meningitis parecería que lo primero que se adquiere -en materia de conciencia- es la necesidad de defenderse, aislándose. Ya cuando aún no estaba aquí del todo, cuando algo estaba, pero sin conciencia lúcida, es decir, sin quedar grabado en el recuerdo (¿y qué se vive, qué se siente en los momentos que transcurren expuestos al más riguroso olvido? ¿Dónde estamos más allá o más acá de la penumbra parda, la cortina negra de la cual nos apartamos con mucho de terror y bastante prudencia?); cuando estaba sin estar, retomo, eché de la habitación a mis amigas más íntimas. A algunas les dije No se admiten visitas, frase que me llegó desde la nada, burocrática y contundente y odiosa, pero expresando una verdad insoslayable. No se admiten visitas ni intromisión alguna. No se admiten ni en el posterior recuerdo. Sólo los de una amiga que a los gritos, según me dijo después, me contó sabrosa anécdota romántica que me quedó grabada en el recuerdo, la historia, con pelos y señales, y en otra oportunidad retuve la vaga silueta de otra amiga que llegó con flores. Parece que me alegraron, las flores, no me hicieron pensar en tumbas ni nada equivalente aunque más tarde la amiga de la anécdota romántica escribiría que me vio semblante de moribunda, que parecía moribunda y gris tirada allí en la cama inmóvil. Pero según parece unos gestos mínimos logré hacerle, un leve parpadeo, un dedito tembleque, porque ella entendió que la entendía y prosiguió a contarme todo el desenlace de la saga. Y la recuerdo.

Todo lo que es novelesco parecería atravesar barreras de inconsciencia. El cuerpo que deja de escribir tal vez pueda de una forma insospechable seguir leyendo.

Saga ajena, porque lo que era la propia… al volver en mí no quise ni mirar mi novela recién publicada, El Mañana, que salió de imprenta cuando yo había partido hacia rumbos ignotos. Me la llevó mi hija al sanatorio y, cuando ya había recobrado en buena medida la conciencia, si alguien pretendía tomarla entre sus manos yo exclamaba ¡No, que no quiero verla! Peor que la lorquiana sangre de Ignacio sobre la arena, esas cosas.

Después poco a poco iría percibiendo las premoniciones que aparecen en dicha novela, ese describir encierros, censuras de la memoria, pero de eso hablaré más tarde, si hablo, si me decido por fin a confrontarla como se merece o como corresponde.

Así, en el lento viaje del retorno, lentísimo, cierto día me devolvieron a mi casa y yo era un puerro olvidado en el fondo de la heladera, inconsistente y blanda. Las piernas no me sostenían y la nuca era la única rigidez tremendamente dolorosa. Internación domiciliaria lo llamaban, casi como el arresto domiciliario de las escritoras de El Mañana. Dar diez pasos era toda una hazaña en esos días aciagos, la enfermera venía todas las noches a ponerme el menjurje que me alimentaría por sonda, el kinesiólogo me visitaba por las mañanas y era bienvenido por buenmozo, por solaz de los ojos y ninguna, pero ninguna en absoluto alteración del alma. Por algún otro motivo más profundo me negaba a hablar con mis amigos que llamaban, y menos recibirlos; sólo Leo porque me hacía reír, porque lograba sacarme fuera de mi internación mental e instalarme en la risa. Esa dama, la risa, mi única invitada de verdad, la burbujeante.

Despertar cada mañana con la sensación de otro día vacío por delante. La desesperación de no poder siquiera fijar la vista, el esfuerzo para leer algún microrrelato, un cuento de Chamico. Y nada más, nada. Las visitas de mi hija que con tanta devoción me organizaba la ingesta de remedios, y corría a la farmacia y llamaba a los médicos y yo allí tirada, permitiéndome el asombro ante tanta dedicación por parte de alguien que había dicho que no soñaba con cuidarme cuando estuviera vieja. Pero no estás vieja, me aclaró cuando pude recordárselo, estás enferma, es otra cosa. Bien, cuando sea vieja, y sana, me iré en eternos cruceros y visitaré el mundo. No es una amenaza, es una promesa, es un sueño que me divierte como tal. Pero no pienso ser vieja a pesar de la paulatina acumulación de años que espero sean muchos.

Mientras tanto, mucho peor que la vejez: la total ausencia de entusiasmos. Quizá corresponda retomar el cuaderno gris, es decir, la otra textura, tesitura, para enfocar la indiferencia absoluta que me aquejó durante la convalecencia, hablar de eso anecdótico que fue la carencia de curiosidad, la asquerosa indiferencia, el pensar que nunca más escribiría y total para qué, el perder todo interés por las cosas -las pasiones, los amores, mis perras, los loros, las máscaras, todo aquello que supo despertarme fervor. La literatura. La escritura. Ni el menor sitio para la imaginación, ni la más mínima propuesta reflexiva.

Nunca más, era lo que sentía, y total ¿para qué? ¿Para qué más libros, si ya hay tantos?

¿Qué haré después con todos los libros sobre máscaras y rituales que fui acumulando para cuando tenga el tiempo y las ganas y la necesidad de ser simple exploradora de sillón? ¿Qué haré con las más de cien mascaras que pueblan mi estudio y ya no me despiertan el menor interés, y menos el antiguo placer y la conmoción estética? Chau pasiones, chau, chau. ¿Y qué haré cuando me reponga y me encuentre con tres perras variopintas que ya no me despiertan la más mínima emoción para no hablar de cariño ¿cariño, qué es eso? Sólo con mi hija, cariño, y la frecuentación de las personas que frecuentan desde hace años mi casa y que son mi familia. Pero ni los amigos. Imposibilidad de afecto, incomunicación y desgano más allá de lo absolutamente imprescindible. Siempre la horrible monotonía del jardín y las rosas que si bien se iban renovando, enormes y radiantes, siempre parecían las mismas como de trapo insulso. Nacían, se volvían enormes, maduraban, se marchitaban las rosas como en cámara rápida y otras volvían a nacer y en lugar de la felicidad del ciclo renovado, me hacían sentir el peso de la repetición constante. Las rosas, siempre iguales como el repetido horror de mis días uniformes en los que no atisbaba la más mínima posibilidad de cambio. El agotamiento, el estar y no estar, el no poder dormir, sólo esas cuatro horas empastillada que sé son las horas del sueño profundo, las únicas en verdad imprescindibles, pero el verdadero placer del sueño, de los sueños, ¿dónde se había ido? Y con ellos la escritura ¿a dónde? ¿Y qué es el placer? Siempre tirada allí en el sofá del living o en el sillón de lectura donde casi ni podía leer, ni ver la tele -me saltaban las imágenes- y la repetición, repetición de los días y sólo túnel sin luz al final. Anedónica, anoréxica, sin poder contarme el más mínimo cuento como antes supe contarme siempre, y ya ni me acuerdo.

Patética circunstancia que ahora al describirla casi me provoca risa. Melodrama barato.

Se impone por lo tanto volver al cuaderno gris, la eminencia gris, la materia gris. El cuaderno gris se cierra con una ancha banda elástica color naranja. La eminencia suele vestir camisas claras y corbatas al tono. Mi materia gris que perdió por un tiempo el placer de semitonos y de brillos puede ahora vestirse con el color que mejor le siente para cada ocasión. La banda elástica del cuaderno naranja es gris, como corresponde, porque no hay yin sin yang, no hay blanco sin negro ni bien sin mal y nunca sabremos cuál es cuál ni nos importa.

Así, en Bali las deidades feroces a la entrada de los pueblos (como las feroces deidades que custodian los templos budistas en otras regiones de oriente) llevan una simple delantal a cuadros blancos y negros, en damero, porque el bien nunca existiría sin el mal y así eternamente se reedita la lucha del buen dragón Barong contra la bruja Rangda y eternamente nadie nunca gana.

¡Y sigue la runga!

Y se recupera la escritura en su momento más álgido, surgió en forma de poemas, hecho que logró asombrarme porque desde un principio supe que mi camino era la prosa.

Y empecé anotando:

Si la morada del ser es el lenguaje y yo digo que se escribe con el cuerpo,

al irme del lenguaje me fui de mi cuerpo

o quizá fue a la inversa y nunca podré saberlo.

Ahora te estoy muy agradecida y algún día me animaré a decírtelo.

Me devolviste a mi cuerpo, a mi casa, al placer del tacto sobre el cuerpo.

La aceptación de la caricia.

El canto. Y la palabra canto, por escrito.

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Articulo publicado en
Noviembre / 2015