Alejandra Pizarnik, maestra de psicoanálisis, no es un libro sobre Alejandra Pizarnik, sino un ensayo sobre psicoanálisis. Un intento de aprender (leyendo sus poesías, sus prosas, sus diarios, su correspondencia, sus entrevistas), de una mujer que escribe, cosas que pueden interesar al psicoanálisis.
Suele llamarse analizante a la persona que se analiza con un psicoanalista. En este libro el término va más allá de esa circunstancia. Aunque, se verá, Alejandra Pizarnik (que tiene esa experiencia desde muy joven) participa, en otro sentido, de lo que me gustaría llamar la ilusión intelectual argentina en el psicoanálisis como experiencia del pensar.
El psicoanálisis como inmersión de quienes quieren conocerse, como ideal desculpabilizador del deseo, como figuración de un mundo familiar menos represivo, como experiencia del yo destronado, como imagen de una mismidad lejana, ajena, exiliada, como creencia liberadora de sentido, como contemplación trágica del pasado, como pregunta por la crueldad humana, como denuncia del malestar moral de nuestro tiempo, como asunto de subjetividades migrantes, extranjeras, discriminadas. El psicoanálisis como utopía de la diferencia.
La expresión Alejandra Pizarnik, la primera analizante en castellano no significa que ella sea la paciente que inaugura la lista de nuestro record internacional de analizados, quiere decir que,la que se sabe nacida en las palabras, es maestra excepcional para pensar una práctica cada vez más profesionalista.
Llamo profesionalista a una actividad que ve en el psicoanálisis sólo una profesión. Un trabajo de rutinas, pacientes, consultorios, libros y revistas especiales, congresos, supervisiones, redes de derivación, amparos institucionales, plataformas publicitarias, estrategias de reconocimiento. ¿Es otra cosa?
La proposición Alejandra Pizarnik, la primera analizante en castellano interroga al psicoanálisis no sólo como espacio clínico o zona de identidad personal, sino como modo de intervenir en las discusiones de la cultura; en las preguntas sobre cómo tramamos relaciones con el lenguaje, con las representaciones que nos hacemos de nosotros mismos y del mundo; con la idea de porvenir, con los asuntos de la vida: el dolor y el sufrimiento, el deseo y la muerte.
No se puede imponer a los psicoanalistas que aprendan a escuchar, como diría Pizarnik, “con una esponja en los oídos”, ni obligar a que profesores dicten en clases universitarias una expresión que podría considerarse la voz de su enseñanza -“... Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa”-, pero sería una lástima privarse de esas ideas.
Decir, entonces, que leo a Alejandra Pizarnik como primera analizante en castellano es un modo de avisar que encuentro, en la que afirma que Freud es un poeta trágico, a una maestra de analistas.
Que Alejandra Pizarnik anotara en sus Diarios cosas que piensa sobre su propio psicoanálisis tiene y no tiene relación con el asunto de este libro. Es cierto que esas menciones se presentan como citas, pero no es allí en donde ella habla mejor como analizante. Incluso cuando en muchos momentos indago las desventuras de esa mujer joven, en esos rodeos, sólo busco aprender a leer el manifiesto de su enseñanza.
La afirmación de que Alejandra Pizarnik es la primera analizante en castellano no necesita ser probada contando cosas de su intimidad o coleccionando circunstancias biográficas (historias de familia, judaísmo, aventuras sexuales, viajes, lecturas, depresiones, noches de insomnio, internaciones, intentos de suicidio o su muerte a los treinta y seis años por exceso de pastillas para dormir). Esos deshechos de su vida apenas interesan aquí. No se recorta su estar analizante para engrosar la lista de casos clínicos.
Primera analizante puede leerse, entonces, como mujer afectada por el lenguaje. Sensibilidad que sabe que su dolencia es cosa hecha de palabras, que percibe que las mismas palabras que dan qué pensar, pueden ser tormentos, espejismos, ruidos, en los que no (se) piensa nada. O dicho de otra forma, primera no porque no haya otra antes que ella, sino porque no falta a la cita cuando es llamada a pensarse en el lenguaje. Porque sabe que la máquina de pensar es artilugio vacío y, a la vez, lleno de piezas que pueden volverse locas. Que puede darse máquina con pensamientos que la gozan, con obsesiones que la dominan, con voces que traman sufrimientos de los que, por momentos, quiere desprenderse.
Reconozco que en este libro se suceden diferentes defensas: a veces, se defiende el psicoanálisis; otras, la poesía; otras, el pensamiento. Lo peor que podría pasar es tejer una malla de argumentos autosuficientes. Elijo a Pizarnik como maestra de psicoanálisis porque su obra resiste cualquier intento de armado o proyección de una escuela.
La división del texto en dos (Practicante de la espera y Manifiesto de su sensibilidad) es arbitraria. Más que una partición es trazado de una línea de invisión: línea invisible en la que Pizarnik, la escritora, se mueve como analizante.
La falta de visión es uno de los temas de este libro. No leo a Pizarnik como visionaria o testigo lúcido del psicoanálisis de su época. El sentido de la vista o su punto de vista no están en juego. Interesa Pizarnik como oído poético dislocador de una cultura que aloja al psicoanálisis como práctica del cuidado de sí.
Interesa su mirada como lo imprevisto en esa práctica. Interesa ella misma como arremetedora que alerta sobre lo que les pasa a quienes no hacen lo correcto o los peligros que asechan a quienes se arriesgan a la desapropiación de sí.
En ambos apartados de este libro, trabajo con lecturas de toda su obra, aunque en la primera parte destaco fragmentos de sus diarios en los que relata cosas que piensa sobre sus tratamientos con Ostrov y con Pichon; mientras en la segunda, me dedico a pensar ideas que aparecen dichas y sin decir en el poema Sala de psicopatología.
Encuentro que en la última anotación de su diario del sábado 4 de diciembre de 1971, menciona (entre otras cuestiones pendientes) una carta no enviada a Pichon Rivière y el texto Sala de psicopatología. Esos dos asuntos componen este libro.
Para mí, lo que queda pendiente no es la pregunta de qué pudo o no pudo el psicoanálisis hacer por Alejandra Pizarnik, sino qué puede hacer a los psicoanalistas la lectura de su obra. Leer a Pizarnik es una decisión.
Habría muchos otros modos de nombrarla: la mujer de la existencia venidera, la llamadora de ausencias, la que desespera del lenguaje, la que se aloja partida, la que arremete viajera, la enamorada de las ruinas, la que hace el mundo palabra por palabra, la que se siente deletreada por un semianalfabeto, la que vive desnuda como si llevara un traje de vidrio, la que tiene deseos de huir hacia un país más hospitalario, la inlúcida que sabe que ama sombras, la que escribe con humor “mi amante es obscena porque me toca la hora”, la que se da cuenta que cumple una pena por nada, la del lenguaje alejandrino, la que va hacia no hay dónde, la que intenta nacerse sola, la que pregunta cómo es posible no saber tanto, la niña santa y lujuriosa, la que pide ser curada de algo que no se cura, la que advierte que habla para amueblar el escenario vacío del silencio, la que siente que el envejecimiento del rostro ha de ser una herida de espantoso cuchillo, la reina en el exilio, la que simpatiza con todos los sufrimientos, la que piensa que la felicidad consiste en estar a salvo del pronombre yo, la supliciada, la que fue demasiado lejos en su soledad. De todos los modos de llamarla, elijo este: Alejandra Pizarnik, maestra de psicoanálisis.