En el imaginario social la práctica del psicoanálisis se sigue asociando con el diván. Esta situación fue producto de una época y una generación de analistas que instituyeron unas condiciones de analizabilidad en la que predominaba una perspectiva idealizada del psicoanálisis. Los tiempos han cambiado. Los pacientes actuales son más difíciles que en el pasado. Nos encontramos con síntomas que no son sólo del orden de la represión de la sexualidad. El analista se encuentra con patologías que no aparecían en los primeros tiempos del análisis. De esta manera la clínica psicoanalítica se extendió a demandas de atención que llevaron a establecer otros criterios de analizabilidad. Para ello se crearon nuevos dispositivos psicoanalíticos, adecuados a las necesidades y posibilidades del paciente, donde el diván se ha transformado en un recurso más que los analistas utilizamos en nuestra práctica.
Freud nunca desarrolló una teoría de la técnica. En este sentido escribió que “esta es la única que me conviene personalmente. Tal vez otro médico con otro temperamento totalmente diferente al mío podría llevar a adoptar una actitud diferente”. Por ello estableció que las reglas analíticas sólo vale la pena enunciarlas sin exigir una estricta observancia. Es que, para Freud, la técnica solo era importante en la medida que tuviera valor de método para avanzar en el descubrimiento teórico del aparato psíquico y afianzar las posibilidades terapéuticas del psicoanálisis.
De esta manera la teoría psicoanalítica fue alcanzando un grado de complejidad que permitió dar cuenta de diferentes patologías psíquicas. Comenzó con las neurosis de transferencia (histerias, fobias y neurosis obsesiva) para extender su campo a las llamadas neurosis narcisistas (perversiones y psicosis). Todas estas formaciones clínicas difieren entre sí pero tienen en común que responden a la eficacia de lo simbólico representacional.
En la actualidad aparecen patologías en las que predomina lo negativo como las adicciones, la anorexia, la bulimia, sintomatologías en las que prevalecen las impulsiones, la sensación de vacío, la violencia destructiva y autodestructiva y los denominados pacientes límite. Ellas no están fuera del marco de la teoría freudiana, pero se caracterizan por quedar fuera del funcionamiento de la eficacia simbólica. Esto determina nuevos desafíos teóricos y clínicos que permitan responder a estas demandas de atención.[1]
Primeros fundamentos de la constitución del psiquismo: el espacio-soporte
El ser humano nace en unas condiciones de inadaptación entre su organismo y el medio, que generan una absoluta dependencia del niño con sus padres. Las consecuencias de este hecho marcan una estrecha relación entre el nacimiento y la muerte. De esta manera, como planteo en otro texto[2], “en este periodo hay una relación fusional entre el niño y la madre. El poder soportar la angustia de muerte que padece el niño va a permitir que la madre genere su capacidad de amor. De esta manera crea lo que denomino el espacio-soporte de la muerte como pulsión, que va a posibilitar el necesario proceso de catectización libidinal”. Es decir, la madre va a poder dar el amor que requiere el niño para su desarrollo en la medida que pueda soportar la angustia de muerte que este padece, y que se manifiesta en una permanente demanda de atención. El amor es consecuencia de poder soportar la emergencia de lo pulsional que trae el niño, caso contrario aparecerá un agujero en lo simbólico con ulteriores consecuencias psíquicas.
A partir del nacimiento el niño va conformando un cuerpo, en el que el interjuego de las pulsiones de vida y de muerte conforman las zonas erógenas, desde el lugar que este ocupa en el deseo de los padres. De esta manera se constituye una “representación inconsciente primaria”, que denomino imago corporal, que representa los deseos y mandatos de los padres, es decir, su propio narcisismo. Esta imago corporal es un “esquema imaginario adquirido” a partir de las relaciones intersubjetivas reales y fantasmáticas del niño con sus padres; dicho de otra manera, de su ambiente familiar y social.
Por medio de los cuidados maternos se inscribe la imago corporal que se constituye en esas primeras huellas mnémicas de las cuales proviene la pulsión. Estas son imposibles de acceder a la consciencia, no sólo porque no puede dar respuestas fisiológicas y emocionales adecuadas sino porque el niño todavía no ha adquirido el código de lenguaje. También porque el adulto le provee de mensajes cargados de un inconsciente sexual, del cual tampoco puede dar cuenta. La inscripción de estas primeras huellas mnémicas es seguida de una reactualización de las mismas por las teorías sexuales infantiles, donde el niño se esfuerza en darle un sentido. El resto da lugar a la represión de esas representaciones de cosas que se inscriben en el inconsciente como representación-cosa. Esta represión es producto primero al aparecer la pulsión escópica y, por lo tanto, la posibilidad de identificarse en una imagen completa que se denomina la fase del espejo. Luego, la castración edípica determina que sólo se puedan conocer las representaciones inconscientes que derivan de esta imago corporal. Dar cuenta de estos primeros fundamentos de la constitución del psiquismo es importante para poner en evidencia que el deseo inconsciente no remite sólo a lo reprimido, sino también a lo que no ha sido representado y que, por lo tanto, no es representable por el acto de hablar.
De esta forma tanto lo reprimido como lo no representado constituyen el núcleo inicial del funcionamiento psíquico del sujeto. Las características de su desarrollo van a depender de su historia individual, familiar y social.[3]
El espacio analítico: una relación cuerpo a cuerpo
Como acertadamente plantea Jean Guilloumin, en aquellas patologías donde predomina lo negativo aparecen tres connotaciones que se encuentran en una asociación esencial: 1º)una ausencia de representación y representabilidad; 2°)un destino trágico o nocivo del funcionamiento psíquico; 3°)la carencia afectiva como constitutiva de la subjetividad.[4] Esta particularidad se da en aquellos sujetos en los que la individuación se ha podido establecer de manera parcial. De esta forma el trabajo de constitución primera de lo que he denominado espacio-soporte no ha sido posible, o bien a sido insuficiente. Lo cual nos lleva a la importancia que el concepto de pulsión de muerte tiene en estas patologías. El mismo se manifiesta de diferentes maneras: 1°)Como repetición donde la transferencia es una resistencia. El conflicto psíquico se da, en tanto lo que es placer en una instancia es displacer en la otra; lo reprimido debe salir por recuerdo o repetición, y esto es resistido por las mismas fuerzas que antes lo reprimieron. Este conflicto lo vamos a encontrar en las formaciones clínicas clásicas donde predomina lo negativo, y el terapeuta debe trabajar en la transferencia con una pulsión de muerte que desliga tratando de provocar una ligadura simbólica.
2°)Otro tipo de repetición es aquella donde el sujeto repite vivencias pasadas que no contienen ninguna posibilidad de placer, y que en aquel momento tampoco dieron satisfacciones. Esta la denomino una repetición radical ya que en ella la transferencia es lo resistido que aparece en acto. Las repeticiones no son actos simbólicos de deseos reprimidos sino repetición del mismo suceso casi inalterado. Esta es la característica de las patologías de lo negativo.
3°)El superyo como asiento de la pulsión de muerte a través del sentimiento inconsciente de culpa y la necesidad de castigo.
En este sentido, hablar de lo negativo implica tener en cuenta el descubrimiento freudiano: que la pulsión de muerte da sentido a la pulsión de vida. Es así como un tratamiento analítico implica la posibilidad de utilizar la fuerza de la muerte como pulsión al servicio de la vida.
Desde hace tiempo los analistas nos hemos acostumbrado a atender pacientes a los que hasta hace poco se hubieran considerado inanalizables.[5] Esto ha llevado a adecuar las condiciones del dispositivo analítico para, en muchas ocasiones, realizar tratamientos mixtos[6] y aceptar los límites de una tarea que no siempre conduce a resultados satisfactorios. No sólo porque esta depende de las características de la subjetividad del sujeto, sino porque se construye en la intersubjetividad en una situación de crisis familiar y del tejido social y ecológico. De esta manera lo peculiar de estos pacientes es que suelen poner al límite el instrumento terapéutico con que se trabaja. La situación de riesgo, que aparece en muchos momentos del tratamiento, hace necesario un trabajo pluridisciplinario, así como la supervisión, el uso adecuado de la contratransferencia y el soporte de un grupo de pares por parte del analista.
En estas demandas de atención es necesario constituir, en la situación analítica, un espacio que permita soportar la emergencia de lo pulsional. Este espacio de la sesión es primero un espacio corporal antes que se internalice en espacio psíquico. Por ello tiene un orden de realidad peculiar que debe ser entendido como metafórico y libidinal donde “la relación terapéutica se define como una relación cuerpo a cuerpo. Allí se deja hablar al cuerpo donde este no habla de sí mismo, y el terapeuta habla también desde un cuerpo atravesado por la red de significaciones que se juegan en la transferencia-contratransferencia”.[7]
En consecuencia es necesario descifrar el sentido pulsional, “más allá” del significado del lenguaje, ya que este puede manifestarse en el acto de hablar como en un movimiento del cuerpo. En este espacio terapéutico vamos a encontrar una superposición de espacios imaginarios, en el que el analista debe entender como un palimpsesto, cuya historia debe
re-encontrar con el paciente. Es aquí donde lo imaginario se convierte en acceso a la posibilidad de lograr eso no representado. De esta manera, como plantea Julia Kristeva, la cura sin diván permite una reconstitución de la experiencia imaginaria: la solicitación de la mirada, de la voz, del gesto. Moviliza el afecto que de otra manera permanece negado y segregado de la palabra. Sin embargo se corre el peligro, por la intervención directa del analista, de apuntalar al padre ideal, lo cual exige del analista interiorizar a ese tercero ausente. De esta manera afirma que “lo imaginario como lugar de operación de lo negativo en tanto es en tránsito entre oralidad y analidad, adentro-afuera, semiótico-simbólico, acto-pensamiento, permitirá comprender mejor el estatuto y los riesgos de las curas ‘sin diván’”.[8]
Fragmento de una historia clínica
María llega a análisis por una crisis de angustia y ansiedad producto de una sensación de despersonalización en la que dice no saber dónde esta parada. La misma comenzó hace dos años con el nacimiento de su hija y una relación de pareja que no puede sostener. Manifiesta que no sabe ser mujer, ser madre y profesional.
Es la hija mayor de un matrimonio que se peleaba continuamente. En varias ocasiones la madre tuvo que estar internada por los golpes que recibió de su marido. Ella presenciaba estas peleas que, generalmente, eran de noche. Nunca se sintió cuidada. Lo que recuerda de su infancia es su soledad en medio de los gritos de sus padres: “me tuve que hacer sola”. Tampoco puede olvidar las continuas visitas de su madre a diferentes psiquiatras. Se casó a los 17 años para escapar de la casa de sus padres. Este matrimonio duró poco. Se recibió de una carrera universitaria con excelentes notas pero nunca pudo ejercerla. Siempre vivió un “como si”; cuando conseguía lo que quería lo abandonaba. El nacimiento de su hija la llevó a que expresara: “se me terminó una manera interna de vivir y no sé como seguir”.
Manifiesta que quiere comenzar el tratamiento sentada en el diván. Al poco tiempo se recuesta. Durante los primeros meses genera un espacio transferencial en el que va cediendo su sensación de abandono. Logra separarse, afianza su relación con su hija y reconstruye su actividad laboral. En las sesiones María actuaba “como sí” representara un papel de una persona eficiente que habla desde un lugar que vigila desde lejos. Estas transcurrían en un espacio de tranquilidad y de “trabajo”, aunque en algunas ocasiones se enojaba por algún tono de mi voz en el que creía percibir una actitud de desvalorización. En este período tenía la sensación contratransferencial de que había otros espacios que no dejaba aparecer. A medida que lograba lo que deseaba comenzó a revelar una gran angustia. Esta era una “angustia automática” que se desencadenaba de noche acompañada con una sensación de pánico que le impedía dormir. Tenía la impresión de estar desvalida y abandonada dando cuenta de los indicios de una imago corporal donde aparecía un vacío que no podía poner en palabras. En las sesiones emprendió una actitud de permanente demanda. Se exigía y me exigía llenar ese vacío que no podía tolerar. Antiguos espacios comenzaron a aparecer donde los fantasmas la llenaban de angustia y miedo. Lo resistido en acto se manifestaba enojándose conmigo porque no le daba una palabra salvadora que la calmara. El espacio de las sesiones se había transformado en tensión y violencia. Mi silencio le despertaba una ansiedad paranoide y mis palabras la enojaban. Expresar su odio le permitía ocultar su angustia, calmándose transitoriamente. En ese momento decide volver a sentarse en el diván. Consideré que era necesario pues, de esa forma, disminuía su ansiedad paranoide ya que, al controlarme, no tenía miedo a ser atacada y rechazada. En este momento del tratamiento la interpretación no tenía ninguna eficacia. En realidad no era importante lo que decía, sino cómo decía lo que decía. En la contratransferencia, soportar la emergencia de lo negativo puesto en acto implicaba sostener un lugar donde cualquier gesto o palabra era entendido como un rechazo. Sin embargo en la semana pedía una o dos sesiones más a las cuales concurría con la misma actitud. Ella no podía hablar de algo no representado en su imago corporal pero que producía efectos en su cuerpo: sensación de pánico y la reaparición de una psoriasis que había tenido en su adolescencia. Era necesario posibilitar la inscripción de aquello que ella nunca tuvo, y que no es posible que acceda a la representación verbal sino lo proporcionaba como analista. Para ello no respondía a su demanda y le decía con mi presencia que, por más que se enojara, seguía estando y no la iba abandonar. Pero soportar la emergencia de los pulsional no es sólo contener sino –debería decir: fundamentalmente– tratar de realizar algún corte en acto. Es decir, generar las condiciones, dentro del dispositivo, para que se produzca algún efecto de sentido. Esto requiere que el analista pueda esperar el momento en que el paciente esté en condiciones de aceptar alguna intervención terapéutica donde el límite puede tener consecuencias en la subjetividad. Las circunstancias para que aparezca esa situación va a depender del espacio particular que se juega en esa relación cuerpo a cuerpo de la transferencia-contratransferencia.
Había transcurrido más de un mes desde que apareció en María esa permanente sensación de angustia. Las noches le resultaban cada vez más intolerables; contenía su ansiedad fumando y bebiendo, tratando de capturar oralmente un objeto que no podía reconocer. En esas circunstancias decidí que debía tener una entrevista con un psiquiatra para que le recetara alguna medicación. Su reacción fue de enojo, ya que si solicitaba la ayuda de otro profesional era porque yo no podía todo. Me demandaba que trabajáramos lo que le estaba ocurriendo. Mi respuesta era que debíamos esperar pues, a mayor exigencia para entender, mayor era su angustia, la cual sólo podía calmar enojándose con ella misma y conmigo. Con mucha reticencia aceptó la entrevista con el psiquiatra diciéndome que este hecho le hacía dudar de mi capacidad profesional. Luego de las entrevistas apareció el miedo de estar “loca” como su madre, aunque reconoció que sólo le había dado un tranquilizante.
Conjuntamente con el efecto del medicamento apareció en el tratamiento la introducción de un tercero entre nosotros: el psiquiatra y la pastilla. Esto determinaba que María no era omnipotente y yo tampoco, había un tercero y otra realidad que ambos debíamos aceptar. Esto permitió abordar su narcisismo y la proyección de este en la idealización que me quería atribuir. De esta manera, con el umbral de angustia transformado, comenzó a disminuir su pánico hasta desaparecer por completo. La aparición de un tercero permitió generar un espacio diferente donde en la transferencia-contratransferencia empezaba a aparecer una distancia en la cual se estableció una nueva relación de objeto entre ella y yo. Se sentía menos amenazada por el peligro de ser atacada y rechazada, permitiendo continuar el necesario proceso de historización subjetivante.
Para finalizar quisiera decir que el psicoanálisis sigue siendo ese lugar donde el paciente puede hablar de su historia. A contramano de la actualidad de nuestra cultura, permite generar un espacio y un tiempo donde podemos encontrarnos con nosotros mismos. Si todavía se lo sigue asociando con un diván, en el cual se debe realizar un tratamiento caro y prolongado, no es sólo debido a un imaginario social sino a la actitud de muchos analistas que han dejado el espacio de la cura en manos de tratamientos mágicos y pastillas milagrosas. En este sentido, nada mejor que recordar a Freud cuando señalaba que estaba en contra del “furor curandis” para oponerse al “furor”, es decir, la actitud de algunos analistas de no respetar el tiempo y las posibilidades de cada paciente, pero no de la necesidad de la cura.
Bibliografía
–Carpintero, Enrique, Registros de lo negativo. El cuerpo como lugar del inconsciente, el paciente límite y los nuevos dispositivos psicoanalíticos, Topía editorial, Buenos Aires, 1999.
–Freud, Sigmund, Conferencias de introducción al psicoanálisis. Parte II. Doctrina general de las neurosis. 28° conferencia, La terapia analítica, (1917) tomo 16, Amorrotu, Buenos Aires, 1979.
–– Trabajos sobre técnica psicoanalítica, (1911-1915), tomo 12, Amorrotu, Buenos Aires, 1979.
––Más allá del principio de placer (1920), tomo 18, Amorrotu, Buenos Aires, 1976.
––Algunas notas adicionales a la interpretación de los sueños. A) Los límites de la interpretabilidad, (1925), tomo 19, Amorrotu, Buenos Aires, 1976.
––Esquema del psicoanálisis. Parte II. La tarea práctica. (1940), tomo 23, Amorrotu, Buenos Aires, 1976.
–Missenard, A.; Rosolato, G.; Guilleumin, J. Y otros Lo negativo. Figuras y modalidades, Amorrotu, Buenos Aires, 1991.
–Kristeva, Julia, Las nuevas enfermedades del alma, Cátedra, Madrid, 1993.
[1] En relación al imaginario social del psicoanalista se puede leer “La imagen del psicoanalista en la historieta Argentina”, Cesar Hazaki, Topía revista de psicoanálisis, sociedad y cultura, año IX, N° 26, agosto-noviembre de 1999.
[2] Las consideraciones que siguen amplian el desarrollo de algunos conceptos que fueron elaborados en Registros de lo negativo. El cuerpo como lugar del inconsciente, el paciente límite y los nuevos dispositivos psicoanalíticos, Enrique Carpintero, Topía editorial, Buenos Aires, 1999.
[3] Son importantes las teorizaciones acerca de esos primeros fundamentos del psiquismo para que los analistas podamos pensar lo no representado. Entre ellas podemos encontrar los conceptos de originario y pictograma de Piera Aulagnier; las nociones de yo-piel y envoltura sonora de Didier Anzieu; la teoría de la histeria arcaica de Joyce McDougall y la teoría de la seducción generalizadora de Jean Laplanche. Lo que encuentro en las mismas es que ninguna incorpora el concepto de pulsión de muerte como el elemento fundante de la constitución del psiquismo. Por ello las reflexiones del presente artículo intentan dar cuenta de los efectos de un aparato psíquico, considerados desde las conceptualizaciones que introduce Freud a partir de “Más allá del principio de placer”.
[4] Guillaumin, Jean, “Una extraña variedad de espacio o el pensamiento de lo negativo en el campo del psicoanálisis” en Lo negativo. Figuras y modalidades, Amorrortu, Buenos Aires, 1991.
[5] En relación a las modificaciones que se deben realizar en el encuadre, leer en este mismo número el artículo de Yago Franco “Clínica psicoanalítica en la crisis: resignación y esperanza”.
[6] Carpintero, Enrique, “Tratamientos mixtos: la pasión patológica por el juego”, Topía en la clínica, año II, N°2, invierno de 1999.
[7] Idem cita 2
[8] Kristeva, Julia, “Comentarios sobre el texto de J. Guillaumin” en Lo negativo. Figuras y modalidades, Amorrortu, Buenos Aires, 1999.