El 27 de Agosto de 2016 se presentó en el Cavern Club el libro La Última Sesión y otros relatos, de César Hazaki. Editorial Topía. A continuación la intervención de Juan Carlos Volnovich
Tal vez no haya sido una casualidad –ni siquiera una ironía-- que la mayor distinción honorífica que recibió Freud a lo largo de su vida haya sido un premio literario. El 28 de Agosto de 1930 --mañana se cumplirán 86 años-- el 28 de Agosto de 1930, en la Iglesia de San Pablo de Frankfurt, Freud recibió el premio Goethe, la máxima distinción cultural de Alemania y de ese modo inauguró el camino para que lo transiten los psicoanalistas que escriben bien.
César es un psicoanalista que escribe libros –no sólo ensayos sino, ficción—y es un escritor que psicoanaliza.
La última sesión y otros relatos, el libro que hoy nos convoca, reúne cinco cuentos:
Cuento que da el título al libro.
Son cinco cuentos que, aparentemente, nada tienen que ver uno con otro. Son cinco cuentos ubicados en tiempos distintos, en espacios diferentes, son historias lejanas y alejadas entre sí. Pero, a poco de internarse en el relato, el lector va reparando en que hay algo que los une, que una trama oculta ha sido tejida para darle sentido a la diversidad del libro.
En principio, claro está, la homogeneidad está dada por el estilo del autor. ¿Qué otra cosa que no sea el estilo del autor puede estar en la base de esa coherencia? ¿Qué otra cosa que no sea el estilo del autor justifica ese encadenamiento, la singular manera de narrar, la voz propia que se hace oír?
Sin embargo, eso no alcanza. Hay algo más. Algo que unifica, algo que enlaza los cuentos entre sí, algo que va ligando un cuento con el siguiente. Y no se trata de capítulos de una novela aunque bien pudiera ser que con el tiempo estos cuentos reunidos o ampliados lleguen a convertirse en una novela. No se trata de una novela articulada donde cada capítulo tiene una autonomía relativa. Más bien parecería que estamos ante una composición musical: un tema y sus múltiples variaciones. Quiero decir: el libro está organizado por un tema único; el mismo tema que se repite cuento tras cuento de la manera más cambiante y diversa. Glosas acerca de la relación paterno filial. Porque el tema que vertebra los relatos es la relación paterno filial, es el vínculo que une al padre con su hijo varón; es el lazo de amor y odio que anuda al padre con el hijo; es el abismo que los separa, es la soldadura que los atrapa.
Tema con variaciones; alegoría de la relación padre-hijo, La última sesión y otros relatos nos abre a un amplio repertorio sobre eso que a veces se expresa como relato, al estilo de Hebe Huart, otras, como cuento al estilo Abelardo Castillo, y otras como crónica. La última sesión y otros relatos se une como un eslabón más a esa cadena que inició el Edipo, el Padres e hijos de Turguénev, la carta al padre de Kafka, Una cuestión personal de Kenzaburo Oé; La invención de la soledad de Paul Auster; La sombra del viento de Carlos Ruíz Zafón; y tantos otros.
En “El jab infinito” un boxeador no puede rebelarse al imperativo que lo somete a rivalizar con el campeón del mundo y a imaginar su destitución. Cuerpo a cuerpo entre varones…no hay mujeres allí.
En Fernando Condorcanqui la relación del hijo con el padre se expresa en sus múltiples equivalentes. La del niño con Túpac Amaru, su padre de carne y hueso; su padre descuartizado. La del padre divino y el padre terrestre de la Iglesia; la del conquistador y el dominado. Nuevamente, cuerpo a cuerpo entre varones…no hay mujeres allí.
En Animalitos de Dios nuevamente la relación del dominador con el sometido, el filicidio apenas disimulado por el infanticidio. Cuerpo a cuerpo entre varones…no hay mujeres allí (salvo Alicia Lipovetzky, la destinataria de la dedicatoria)
En El último pantalón y la primera flecha, nuevamente, la relación de un padre con un hijo sobre el fondo de un poder totalitario y cruel que se ensaña con un pueblo “menor”. (lo cito) “La comunicación con su padre era a través de gestos y señales. Las palabras que Ho Van Thanh no usaba no podían ser conocidas por Lang;…con gestos y miradas alcanzaba para resolver los asuntos cotidianos. La riqueza de la comunicación entre padre e hijo estaba en los matices de las miradas o de las entonaciones de los monosílabos que utilizaban”. (cierro la cita) Tan cuerpo a cuerpo entre varones que ni siquiera palabras había allí. Tampoco mujeres.
En La última sesión, nuevamente la relación padre hijo en su versión más despótica y descarnada; nuevamente el boxeador. El niño montado en los hombros del boxeador, (lo cito) “el boxeador envuelto en un sudor copioso…las gotas que resbalaban por su cuerpo arrastrando una mezcla de aceites de intensa fragancia y vaselina que se desparramaba por los músculos con las pequeñas e innumerables gotas de sudor...los olores que emanaban del mismo…la sangre de su ceja o nariz…el niño montado en los hombros del boxeador…alguna vez y disimuladamente, en el mismo centro del ring pasó la lengua sobre la sangre que algún rival había dejado en el cuerpo del boxeador…” (cierro la cita). Cuerpo a cuerpo entre varones. Aquí si hay una mujer. Es una protagonista ausente: lejana, enigmática, aparece para morir.
Como decía: la relación paterno filial; el vínculo que une al padre con su hijo varón; el lazo de amor y odio que anuda al hijo con el padre; el abismo que los separa, la soldadura que los atrapa. La última sesión y otros relatos, el libro todo, es un caleidoscopio del cuerpo del padre con el cuerpo del hijo.
Tal vez, de todos los imperativos patriarcales, la interdicción del contacto del cuerpo del padre con el cuerpo de su hijo es, por tiránico, el más respetado. Si hay algo que caracteriza la relación de un recién nacido con su padre es la distancia corporal. El patriarcado construye un abismo entre el cuerpo del padre y el cuerpo del hijo. El cuerpo inaccesible del padre marca, con una distancia insalvable, el cuerpo del niño que, a su vez, resiente -siempre resiente- la ausencia del cuerpo del varón. Tal vez, la identidad masculina tradicional que el boxeo aporta (y también el fútbol, el rugby y tantos otros deportes) no sea otra cosa que el grito de protesta con el que el cuerpo a cuerpo entre varones intenta rellenar un hueco, disimular ese vacío, compensar esa distancia que el patriarcado impuso entre el cuerpo del padre y el cuerpo del hijo.
Yo le agradezco a César la invitación a presentar su libro pero, desde que no soy crítico literario y desde que no considero que los psicoanalistas tengamos algo que decir de una obra literaria (que me perdone el Freud del caso Schreber) solo puedo hablar como lector; solo puedo referirme a lo que el libro despertó en mí, a cómo resonaron esos cuentos en mi saber psicoanalítico, qué ideas me despertaron, que emociones me evocaron.
Decía que de todos los imperativos patriarcales, la interdicción del contacto del cuerpo del padre con el cuerpo de su hijo es, por tiránico, el más respetado. Decía que si hay algo que caracteriza la relación de un niño con su padre es la distancia corporal.
Tal parecería ser que la ausencia del cuerpo del padre -la evitación de un cuerpo a cuerpo entre el padre y su hijo- abre el espacio para que se despliegue la virilidad convencional; abre el espacio para que se despliegue la virilidad convencional pero, también, le da su forma. Doble forma:
1.-forma de rivalidad agresiva, de comparación competitiva
2.-forma de sometimiento homoerótico
Entonces: si hay algo que caracteriza la crianza de un niño, es la proximidad y la distancia corporal:
-la proximidad con el cuerpo de una mujer a la que, habitualmente conocemos como la mamá, y
-la distancia con el cuerpo del varón que, frecuentemente, nombramos “padre”.
La distancia insalvable que se interpone entre el cuerpo del papá y el cuerpo del niño; la evitación que los varones mantenemos con el cuerpo de nuestros hijos, esa verdadera fobia se interrumpe solo y cuando –por influencia de los propios estereotipos patriarcales- “el nene se para”. El proceso de embeleso padre-hijo -ese enamoramiento que hace evidencia en el cruce de miradas del bebé y su padre- conspira contra la distancia, hace puente en el abismo. Ese enamoramiento que se inicia con la erección del niño -con el logro de la posición erecta alrededor de los 10 meses- culmina con la fascinación que a los padres varones nos produce –alrededor del año- la deambulación. Esto es: la posibilidad autónoma de desplazarse en el espacio –tomar distancia, alejarse y acercarse a voluntad del cuerpo de la madre-.
Se que no soy ni el primero ni el único en defender la necesidad que tiene el varón -desde los primeros momentos de nacido- de un contacto directo, no mediatizado, con el cuerpo de su padre. Se que no soy ni el primero ni el único en defender esa necesidad pero, también se, que el psicoanálisis tiende a inscribir ese vínculo como relación cargada -pura y exclusivamente- de rivalidad edípica cuando no de esperanza salvadora para desidentificarse de la madre y apostar, así, a la construcción de su masculinidad.
“El varón presenta un interés especial por el padre; le gustaría crecer como él y ser como él; le gustaría ocupar su lugar en todas partes…Toma al padre como su ideal”. Es el Freud de Psicología de las Masas y Análisis del yo el que habla así. Leí bien: “le gustaría ocupar el lugar del padre”.
Más aún: en Son and Father Peter Blos subrayó la importancia que para el varón tiene el padre preedípico: no el padre rival, sino el padre amado.
Yo quisiera, aquí, reconocer la importancia que para el niño tiene el padre preedípico de Blos y el padre edípico de Freud pero, al mismo tiempo, quisiera, también, denunciar el contrabando de estereotipos patriarcales que estas afirmaciones introducen. Quiero decir: aun la insistencia en la identificación del varón con el padre amado no hace otra cosa que reforzar la narrativa clásica que supone la coherencia de la identidad masculina lograda a partir de la distancia de nuestras “posesivas madres”; distancia que solo anticipa aquella que luego deberíamos mantener de las demás mujeres.
En definitiva, no quisiera aludir al padre solo como interdictor, como competidor edípico o como modelo ideal de identificación tal cual lo ha venido haciendo, hasta ahora, el psicoanálisis clásico. A partir del análisis de varones, alguno de ellos muy pequeños- puedo afirmar que el niño busca en el padre, en el cuerpo del padre, la posibilidad de encontrar antes que a un rival o a un ideal para identificarse; antes que al garante de la desidentificación de la madre; el niño busca en el padre al dueño de las claves de su subjetividad. El niño reclama en la proximidad corporal con el padre -no solo en la mirada referencial, o en la palabra autorizada- el alimento para lograr su independencia, su autonomía, su individuación. Pero no la independencia y la autonomía de la madre, sino la independencia de la tiranía que los imperativos patriarcales le imponen desde los inicios de su vida.
Esto supone que además de mirarlos a la distancia, además de hablarles a los hijos, además de tirarse al suelo para luchar “de jugando” con ellos, además de llevarlos a la cancha tomados de la mano, los padres deberían tocarlos, deberían acariciarlos, tenerlos en brazos, alimentarlos, higienizarlos, abrigarlos. El no hacerlo, la distancia del padre, permite que el varón, seguramente, pase de tomar al padre como objeto de amor, a identificarse con él. Pero, también, supone identificarse con él a la manera de él. Esto es: ejerciendo la violencia sádica o la sumisión homosexual a través de las cuales los varones reproducimos los estereotipos de la masculinidad que el patriarcado impone y que César narra magistralmente en su libro.
Pues bien: César escribió un libro de cuentos, un libro de cuentos donde aparece el psicoanalista. El libro tuvo la virtud de incitarme a reflexionar acerca de la relación de los padres con los hijos y, más aun, tuvo la virtud de invitarme a recapacitar acerca de la relación con mi padre y de la relación con mi hijo. De modo tal que a medida que me internaba en el universo íntimo del texto, fueron apareciendo aquellas experiencias que dejaron su huella más profunda en mí.
Pues bien: César escribió. Yo solo soy su lector. La escritura, ya se sabe, está del lado de lo fijo, de lo inmutable; es, si se quiere, conservadora. Por el contrario, la lectura está del lado de lo efímero, es siempre innovadora. La lectura es ese acto singular que resiste indoblegable a cualquier imposición de sentido. En principio porque la lectura no está inscripta en el libro y, a despecho de la intención que como autor pueda asignarle, la interpretación que del texto hagamos nosotros queda libre de volar por donde César no lo ha previsto. Entonces, ya que este libro no existe a no ser por la significación que nosotros como lectoras y lectores podamos otorgarle, aceptemos el desafío de llenarlo de sentido.
César escribió. Ahora, léanlo. Transiten el libro, circulen por su texto, háganlo volar, pasen y repasen por su imaginación, por el horror y la ironía, por el suspenso y la esperanza. Llévenlo allí donde el no pudo imaginarlo. Y, por sobre todo, disfrútenlo como lo he disfrutado yo.