NANCY CARO HOLLANDER
Estoy muy feliz de estar aquí. Hace pocas horas que llegué desde Los Ángeles arrastrando el dolor por el resultado de las elecciones, así es que les agradezco mucho a Enrique Carpintero y a Alejandro Vainer la oportunidad que me dan, con ésta alegría, de poder salir un poquito –aunque sea un poquito- de la pesadez que me abruma.
Quienes trabajamos intensamente para evitar la reelección de Bush estamos profundamente apesadumbrados; terriblemente avergonzados y dispuestos a pedirles perdón por no haber podido –o, no haber sabido- como hacer para detener el horror que los gobernantes de mi país le están imponiendo al mundo.
Lo intentamos. De verdad que lo intentamos. Pero, no pudimos.
Entonces decidí venir a la Argentina. Cada vez que me siento triste pienso en la Argentina: eso me ayuda. Y fue siempre así. Lo es ahora cuando sufro todo el peso de la derrota, y fue así, también, antes, en 1983, cuando conocí a Mimi Langer y, a través de ella, me fui interiorizando del trabajo que los psicoanalistas progresistas argentinos estaban haciendo, cuando yo estaba preparando un artículo sobre el feminismo político que pusiera fin a la investigación sobre las mujeres dentro del peronismo de izquierda.
Cuando en 1983 me encontré con Mimi, no me imaginé que antes que terminar algo, allí iba a comenzar la parte más importante y significativa de mi historia.
En 1983 conocí a Mimi pero antes, mucho antes, en 1969, llegué a la Argentina por primera vez y aquí me quedé hasta 1974 investigando acerca del papel de las mujeres en las luchas revolucionarias. Esos fueron años muy intensos. Y es muy curioso porque mi historia argentina comienza en 1969, justo cuando termina el primer volumen de éste libro. No obstante, ni las huellas que registra ni los personajes de éste libro me son ajenos.
Las huellas de la memoria es, antes que nada, un libro de historia escrito por psicoanalistas. Y eso, “escrito por psicoanalistas”, se nota. Porque si bien el rigor de la revisión bibliográfica, la seriedad de los datos que encontraron en los documentos de archivo, se conjuga de manera admirable con la información obtenida en las entrevistas a los protagonistas para hacer de éste un texto historiográfico admirable, Las huellas de la memoria nos aporta, además, el agregado de tener en cuenta -como sólo dos analistas pueden tener en cuenta- la evolución de las teorías psicoanalíticas y, sobre todo, el inconsciente a través de vivencias cotidianas, testimonios y relatos como los de Raúl Gaynal, el analizado de las seiscientas horas que, con sus detalles, con la crónica de sus sesiones, nos permite recrear de manera inmejorable lo que era un tratamiento analítico en la década del 50.
El libro se abre con un prólogo testimonial, arborizado, tan psicoanalítico que parecen las asociaciones libres del autoanálisis público de Fernando Ulloa, uno de los protagonistas principales de la gesta que se narra. Y comienza, cuando comienza una Argentina sin Perón, en los primeros momentos posteriores a la Revolución Libertadora. Este primer volumen termina cuando, con el Cordobazo, termina una época. En el medio, entre la Libertadora y el Cordobazo, el infierno y la gloria.
Allí está la psiquiatría manicomial y la lucha contra la hegemonía de la psiquiatría manicomial. Lo que quiere decir, allí está esa figura clave del psicoanálisis, de la salud mental y de la cultura argentina que fue Enrique Pichon Riviere. Sigue, después, con un pormenorizado análisis, irreductible a cualquier idealización romántica, del Servicio de Psicopatología del Policlínico Lanus y de Mauricio Goldenberg. Una experiencia única en el mundo y –aunque compleja- trascendente si tenemos en cuenta la época en que se desarrolló. Continúa con la fundación de la Facultad de Psicología lo que quiere decir: Bleger y Ulloa, y la entrada triunfal del psicoanálisis en la universidad acompañando el auge y apogeo de la Asociación Psicoanalítica Argentina.
En el libro está toda una época. El texto de Enrique Carpintero y Alejandro Vainer registra los encendidos debates entre el psicoanálisis y la reflexología; entre el marxismo y el psicoanálisis; el avance hacia las comunidades terapéuticas; la enorme difusión del psicoanálisis a lo largo y ancho de las clases sociales y de la geografía del país; la apertura del psicoanálisis a los grupos y al psicodrama; la influencia que el psicoanálisis ejerció en la cultura y en casi todos los ámbitos intelectuales; los efectos de divulgación que asumieron las escuelas de psicología social de Pichon Riviere; la irrupción de los psicoanalistas en el gremio de psiquiatras; la presencia en los medios de comunicación de masas; la marca que impuso el estructuralismo y la entrada de Lacan en la Argentina de la mano de Oscar Masotta. Todo esto nos permite aproximarnos a la enorme importancia que el psicoanálisis adquirió durante la década del sesenta, la producción original que surgió aquí, las innovaciones y, también, la resistencia que sucitó.
A diferencia de los libros que hasta ahora abordaron la historia del psicoanálisis en la Argentina (y me refiero muy especialmente a Freud en las Pampas de Mariano Ben Plotkin) la fuerza de Las huellas de la memoria reside en que la historia del psicoanálisis y de la salud mental en éste país está situada en relación a las tendencias culturales y a las luchas sociales, de modo tal que el contexto político es, aquí, algo más que una referencia aleatoria. Es notable como, desde el punto de partida que los autores sitúan en 1957, se abren líneas teóricas, posiciones ideológicas y prácticas asistenciales que responden a intereses de clases sociales diferentes y que auguran lo que vino después. Así es que lo más significativo fue, para mi, ver como la fractura del psicoanálisis en
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un psicoanálisis conservador al servicio de las clases dominantes, del establishment, de la familia burguesa, de la neutralidad valorativa, y
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un psicoanálisis que tomaba partido por los procesos revolucionarios, por el compromiso con las luchas populares, contra el autoritarismo y sus estragos,
estuvo presente desde mucho antes que Plataforma y Documento hicieran pública la ruptura con el psicoanálisis oficial. Los autores muestran claramente como la bifurcación entre un psicoanálisis adaptacionista y un psicoanálisis al servicio de los movimientos de liberación, brecha que a partir de 1970 se amplió dramáticamente, ya estaba marcada en los inicios. Venía de antes.
Por mi parte, a partir de los setenta cabalgué entre el psicoanálisis argentino -tan marcado por la lucha entre la neutralidad y el compromiso-, y el psicoanálisis norteamericano de la ego psychology tributario del pragmatismo que de manera acrítica buscaba la adaptación de los individuos a las normas sociales. Porque, si bien es cierto que algunos psicoanalistas han investigado acerca del trauma con los veteranos de la guerra de Vietnam, con mujeres víctimas de la violencia de género y con el abuso sexual a menores, en lo fundamental no se ha tocado el sistema de salud característico de una economía de libre mercado. La Health Management Organizations (el sistema de salud norteamericano regido por principios comerciales) ha sido concebido por las elites empresariales sobre la base de obtener los máximos beneficios al más bajo costo sin tener en cuenta la calidad del servicio que se ofrece. Es el capital financiero el que determina en que casos el individuo tiene derecho a un tratamiento médico o a un tratamiento psicológico. Y, en cuanto a la salud mental, las terapias breves y los psicofármacos son las opciones preferidas. Como las compañías imponen límites al número de sesiones subsidiadas, la práctica privada debe conformarse con intervenciones superficiales interesadas solo en aliviar el síntoma de modo tal que la práctica psicoanalítica, destinada a ayudar a los pacientes para que puedan aproximarse a la verdad de su sufrimiento y a trabajar con los obstáculos que impiden su pensamiento crítico, se vuelve incompatible con los límites impuestos por el HMO. Así es que todo esto contribuyó a reducir al psicoanálisis a la clase media que aun conserva sus privilegios y a que los psicoanalistas queden, casi siempre, encerrados, refugiados en sus instituciones conservadoras.
Y sobre esto quiero decir algo.
El ataque terrorista a las Torres Gemelas y al Pentágono del 11 de Septiembre, acabó con la creencia de que somos “una excepción”. Quiero decir: a partir de ese día los norteamericanos supimos muy claramente que eso que le pasa a los otros, eso que pasa en casi todos los demás países, también nos puede pasar a nosotros. Más aun, ese día supimos que ya nos había pasado. Aunque EEUU es el país capitalista desarrollado mas violento del mundo, dentro de nuestro país regía la certeza sostenida por consenso de que estábamos vacunados contra el terrorismo. Habíamos ganado dos guerras mundiales, habíamos empatado en Corea y perdido en Vietnam, habíamos arrasado Afganistán, soldados americanos podían morir lejos pero no dentro de nuestro territorio. Podíamos atacar a otros fuera pero en casa podíamos vivir tranquilos. Estábamos convencidos que éramos excepcionales. No sólo por eso, pero, también por eso, el ataque a las Torres Gemelas y al Pentágono fue experimentado como un episodio traumático; porque destruyó para siempre ese sentimiento de invulnerabilidad. Episodio traumático que, por lo que vino después –graves desplazamientos en la economía y, al mismo tiempo, una campaña persistente y alarmante advirtiendo al público de probables ataques terroristas adicionales en el futuro cercano- se convirtió en un estado de trauma crónico.
Pues bien, los psicoanalistas pertenecientes al establishment también pensaban que eran seres excepcionales. Que a ellos la realidad no los afectaba. Que estaban inmunizados contra la lucha de clases y que los efectos de la política la sufrían los otros, era padecida por los otros, pero no por ellos. Muchos psicoanalistas norteamericanos pensaban que con el psicoanálisis y dentro de sus instituciones, metidos en una cápsula protectora hecha de represión, disociación y defensas maníacas, tenían garantizada su seguridad.
El 11 de Septiembre vino a demoler esa creencia tanto como psicoanalistas, como por su condición de ciudadanos norteamericanos. Los psicoanalistas, tarde, pero inevitablemente, se vieron obligados a aceptar que la realidad también los incluye.
El 11 de Septiembre rompió la campana de cristal, acabó con la ilusión e interrumpió de golpe el prolongado sueño dogmático de estar en otro mundo; en el mejor de los mundos.
El libro de Enrique Carpintero y Alejandro Vainer nos muestra que los psicoanalistas argentinos -o, al menos, una gran parte de los psicoanalistas argentinos- nunca pudieron disfrutar de ese sueño y que, si acaso, ese sueño duró lo que dura un breve siesta. El libro de Enrique Carpintero y Alejandro Vainer nos muestra que es muy difícil dormir en la Argentina manteniéndose apartados de la realidad y que, los que eligieron ese camino, se han quedado fuera de lo más innovador, creativo y productivo de nuestra disciplina.
Yo lo sabía. A partir de mi experiencia argentina de los 60 quedé tan impactada por la producción original del psicoanálisis argentino como por la cultura del miedo impuesta por el terrorismo de Estado. Y eso fue lo que me impulsó a escribir un libro para dar a conocer a la opinión pública de los EEUU las historias de vida de diez psicoanalistas argentinos, uruguayos y chilenos quienes, junto a millones de compatriotas, fueron víctimas de las brutales dictaduras militares de los 70 y los 80. Así surgió Love in a time of hate que publiqué en 1997 y que luego fue traducido al español y publicado aquí en el 2000 bajo el título de Amor en tiempos de odio. Psicología de la liberación en América latina. Por eso dije antes que ni las huellas que registra ni los personajes de éste libro me son ajenos.
Pero lo que me importa de Las huellas de la memoria, lo que debo agradecerle a Enrique Carpinero y a Alejandro Vainer, es que con éste texto, ellos fundamentan desde los orígenes con mucha seriedad y con mucha rigurosidad, lo que para mi es la existencia de un perfil particular y propio de la psicología en América Latina, que Martín Baró llamó psicología de la liberación para aludir a la psicología que se aparta de los viejos modelos individualistas y se alía a las luchas emancipatorias de las clases populares. Es decir: que en los esfuerzos por liberarse a sí mismos y ayudar a sus pacientes a liberarse de los terrores producidos por la violencia social y los regímenes totalitarios, los psicoanalistas –no todos, pero si los más arriesgados- se han visto obligados a ensayar respuestas operativas y a construir conceptos teóricos originales. Son psicoanalistas que abandonaron la comodidad de sus prácticas privadas en un mundo burgués de clase media para incorporarse a los hospitales públicos acompañando a los pobres allí donde ellos están; son psicoanalistas que reconocieron la caducidad de la neutralidad valorativa como psicoterapeutas y, mucho más, de la neutralidad política; son psicoanalistas que, en función de las condiciones sociales polarizadas, optaron por ponerse al servicio de lo más innovador de cada época que les tocó vivir y que, ahora, están interesados, antes que resignarse frente al fracaso de sus ilusiones, en resignificar su propia militancia política para explicar las razones por las cuales los movimientos revolucionarios han fracasado en su intento por cambiar el carácter opresivo injusto y violento de la sociedad.
Por mi parte, cuando me siento desalentada, recuerdo un afiche que colgaba de la pared durante los años sesenta en mi época de estudiante de historia, cuando luchaba por el cambio social. Se trataba de una enorme fotografía de Mary Harris Jones – Mother Jones-, la activa organizadora de la Unión de Trabajadores Mineros de comienzos del siglo XX. Una mujer plena de vitalidad y dedicación, que recorría el país yendo de mina en mina y que, cuando los trabajadores morían en sus enfrentamientos con sus patrones, mantenía unidos a los mineros y a sus familias incitándolos a combatir. “!No lloren, organícense!”, los desafiaba apasionadamente. Por cierto, Mother Jones tenía razón: los mineros debían organizarse para poder hacer frente a la clase dominante. Pero ahora me imagino diciéndole a esta heroína de la historia norteamericana, que necesitamos llorar –que tenemos que hacer el duelo- para poder organizarnos; que necesitamos poder tolerar el dolor y la pena mientras seguimos adelante. Es cierto que a veces nos lamentamos. Pero lamentarse es un ingrediente de la memoria que responde al deseo de recordar, de saber, de comprender, de afligirse por todo lo que es doloroso e injusto en éste mundo. También el orgullo por lo que hemos sido es un ingrediente de la memoria. Después de leer Las huellas de la memoria me di cuenta de cuan orgullosos tienen que sentirse ustedes por poder incorporarse a una historia como ésta y me di cuenta, también, la suerte que tuve de poder compartir los ideales de ustedes que son mis ideales. Por eso, para hacerle honor a esta historia, lloremos juntos si es que hay que llorar, pero no renunciemos a organizarnos guiados por la esperanza de que otro mundo, un mundo mejor, es posible.