Ella notó que el tiempo había pasado en demasía cuando su hijo mayor trajo a la casa paterna una niña pequeña y frágil, una compañera de escuela, claro. El muchacho tenía un carácter fuerte y agresivo, no consultó, ni preguntó, ni aceptó esperar, todo tenía que ocurrir esa noche, la muchacha dormiría en su habitación, expresó prepotente. Impuso, así, su rito de pasaje en doce horas de una larga noche.
La frágil niña, a ojos de la sorprendida madre del joven, tampoco dio un paso atrás. No volvería a su casa y estaba decida a iniciar sus vuelos de mariposa esa misma noche, allí mismo con esa rara complicidad de la familia de su novio.
Esa noche, en que no llovía, no hacia frío, tampoco calor, es decir una noche cualquiera para el servicio meteorológico, para los ahora muchos habitantes de esa casa se transformó en una noche extraordinaria.
Los padres del joven no durmieron convencidos de que los novios o amantes tampoco lo hacían. Seguramente, el hermano menor, una habitación más allá, tampoco lo hacía y el maremoto lo recibía temblando de curiosidad y excitación.
A distintas horas de la noche se escucharon caminatas furtivas hacia el baño, risas asordinadas por manos que tapaban con fuerza la boca de alguno de los divertidos amantes; estos y otros ruidos raros para las costumbres de la casa intrigaban por igual a padres y hermano del debutante.
El hermano menor había hecho durante años esfuerzos descomunales para borrar la diferencia de edad que tenían. Ahora la injusticia se le presentaba inapelable, terrible. Ahora que podía mantener una conversación equiparable en la mesa con sus padres, que hablaba de igual a igual con los amigos y amigas de su hermano, ahora, pensaba, cuando casi todo estaba hecho, en un instante y de la forma más temida, la que jamás había deseado, volvía para atrás en una innumerable cantidad de infinitos y pequeños espacios del crecimiento. Para él, que ya era tan alto como su hermano, es más que le faltaba poco para pasarlo y mirarlo desde arriba y decirle despectivamente -enano- arrastrando y marcando cada letra de esa palabra horrible con la que su hermano mayor lo había torturado siempre. Todo estaba, desde esa noche, como cuando había llegado al mundo: alguien estaba primero en la fila y hacía valer su derecho. No podía soportar la sensación que le embargaba, ésta de ser un espectador pasivo y, lamentablemente, privilegiado de este nuevo paso hacia la democracia igualadora de los cuerpos sexuados. Ahora, en esa casa, la suya, había tres seres de su familia, más esa pequeña y frágil niña, que compartían los beneficios de la edad y la libertad sexual. Sólo él quedaba postergado y no tenía mucha idea de cómo avanzar en ese aspecto.
Esa noche, por distintas razones, los cuatro miembros de la familia vivieron experiencias y sensaciones inolvidables. El hermano pequeño se acariciaba la incipiente barba, el padre cruzaba sus brazos sobre la nuca y sus ojos se perdían en un supuesto infinito del cielorraso, la madre tomaba dimensión exacta del tiempo transcurrido. El fornido y animado debutante ejercitaba todo lo que sus amigos le habían contado, pensaba en las películas porno que había visto y ejecutaba, bien y mal, todas las experiencias que el abandono, en realidad el destierro del paraíso, había dado a los seres humanos, en definitiva la manzana, la mujer y la serpiente estaban haciendo de las suyas.
Tal vez la mayoría de los seres humanos no saben a ciencia cierta cuándo, por qué y cómo pasa algo que les cambia la vida, después con el correr del tiempo, mirando a la distancia suelen recordar esos momentos cruciales de sus vidas. Esa noche ella, la madre, eterna voladoras de alfombras mágicas solitarias que durante las mañanas satisfacían sus deseos eróticos más profundos se dio cuenta que su hijo mayor, con su urgencia y prepotencia sexual, le indicaba nuevos caminos. Se dió cuenta de que sus mañanas de ensueño y deseo habían acompañado, sin proponérselo, los preparativos sexuales de sus dos hijos, se convenció de que entre las noches, que ahora entendía, febriles de sus hijos y sus mañanas había un continuum de deseos ocultos, escondidos, reprimidos y satisfechos a medias, gozosos silencios que llenaban la casa que su padre había construido y le había legado. Fue ahí sin saberlo que empezó a desinteresarse por su marido, aquel querido camarada de armas que brillaba con sus discursos contra el capitalismo en la universidad.
El, mientras tanto, percibió un cierto distanciamiento entre la piel de ella y su propia piel, cerca los cuerpos lejos los encuentros, fue ahí que comenzó a preguntarse, él, que había pasado con el militante que había sido, por qué ahora sabía de plazos fijos, inversiones en dólares, compra y venta de artículos de cocina y menaje, por qué tenía dos socios. Y se dio cuenta de que nada de esto le interesaba, que solo tenía sentido y lo hacía gustoso mientras ella lo mimase. Fue ahí que percibió el desinterés de ella por él, esa noche enorme, oscura y larga. Esto lo hizo descubrir que los negocios no le interesaban en lo más mínimo.
Fue ahí, en esa noche, sólo en su cuarto que el hermano menor, el más chico de la casa, se sintió como nunca un grandote al pedo como, más de una vez, le gritaban en la escuela.
Fue esa noche y en esa casa, el lugar y el momento preciso en que una niña flaquita y frágil descubrió la fuerza y el placer que anidaba en su pubis, fue así y allí que dejó de sentirse flaquita y frágil para empezar a transitar el camino de la belleza, el placer y la sabiduría.