Cuando lo dejó sintió una extraña forma de dolor que no conocía.
Ella se fue como si nunca hubiera estado en la casa. No quedó un camisón, un lápiz de labios o una parte de su pijama. No supo cómo logró que ni un atisbo de su fragancia permaneciese.
Se fue como se van los jóvenes sin mirar atrás y tratando de migrar hacia rumbos desconocidos, los que sabía que jamás entrarían en su radar.
Antes de cerrar la puerta la morena le reprochó su silencio. No supo qué responder ante el minuto final del final. Él sabía que se venían los diecinueve días y quinientas noches que canta Sabina. Pero que no saldría de bares de copas.
También que acabarían sus tortuosos dolores de próstata, ese que el fragor de los juegos amorosos que la muchacha joven lograba poner en movimiento en todo momento y en cualquier lugar.
Calló por pudor. No era la diferencia de edad ese abismo que los separaba, sino su pequeña y molesta próstata. Eran esas partes de su cuerpo ya cansadas, desajustadas que lo dejaban con dolores persistentes y permanentes las que lo invadían cuando los cuerpos se separaban, las que no lo dejaban dormir.
Después de cerrar la puerta un ojo lloraba por la pérdida y un suspiro de alivio llenaba el ambiente... en pocos días su próstata dejaría de cortarle la carne, lo dejaría orinar en poco tiempo, no lo haría correr al baño para nada.
Lo que no habían logrado ni sus hijos, ni sus nietos que se oponían sistemáticamente a la relación, dictatorialmente lo ordenó su próstata que ya no lo dejaba sentar de ninguna manera. Lamentó que la muchacha no supiera toda la verdad de la ruptura, pero aceptó que la vergüenza pudo más.
César Hazaki autor del libro La Última Sesión y otros relatos. Editorial Topía