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Ante una sociedad adicta y corrupta

 

Vivimos una época en que se hacen presentes manifestaciones en la que una mayoría de seres humanos se han entregado a la desesperanza. Se expresan como si su vida hubiera perdido todo sentido. Es cierto que la vida no tiene sentido en sí misma, salvo para los creyentes que consideran que esta vida es sólo un tránsito a la verdadera vida. Esto explicaría el auge de las religiones, el florecimiento de movimientos religiosos de todo color y de corrientes místicas y sobrenaturales de todo tipo y naturaleza. El resto de los mortales nos enfrentamos a la enorme tarea de darle cotidianamente sentido a la vida mediante nuestras fantasías, planes, proyectos, ilusiones y expectativas, que constituyen nuestro constructo fantasmático y nuestros particulares modos de gozar, conscientes de que el deseo, consecuencia de la falta de la que todos somos portadores, por ser hablantes, es lo que constituye el motor de la vida. Uno de los obstáculos que empujan a esas mayorías a la desesperanza es que el auge de la perversión generalizada no deja demasiado margen a las ilusiones, resta estímulos positivos y debilita las expectativas de un futuro mínimamente promisorio.

Adictos han habido en todas las épocas y culturas pero es la primera vez que la sociedad es adicta en su conjunto. Si sumamos al tabaco y al alcohol las sustancias prohibidas y perseguidas tales como los cannabis, hachis y marihuana, la cocaína, la heroína, el éxtasis, las drogas de diseño y las anfetaminas, las que se venden en farmacia como analgésicos, antiinflamatorios, tranquilizantes, ansiolíticos, antidepresivos e hipnóticos para dormir, la comida, utilizada no como alimento sino como ansiolítico, los modernos “gadgets” como las consolas, el ordenador y los teléfonos móviles y la ludopatía, el que esté libre de adicción que arroje la primera piedra.

Una encuesta de la Revista Nature, la más antigua y famosa publicación científica, fundada en 1869, nos ha hecho saber que de más de 1.400 científicos que han respondido, el 20% reconoció tomar habitualmente alguna sustancia para rendir mejor en sus labores intelectuales. De estos el 62% aclaró que la sustancia utilizada era el metilfenidato la cocaína pediátrica con la cual están dopando a nuestra infancia.

Una causa importante de este estado de cosas es que el denominado estrés, el malestar psíquico, la angustia y la depresión descompensados, también se han generalizado. Es bastante evidente que la velocidad de los cambios sociales, científicos y tecnológicos ha adquirido un carácter tan vertiginoso que el psiquismo no se encuentra en condiciones de asimilarlos sin desequilibrarse. El individuo se deprime y angustia más allá del límite de lo soportable. Produce síntomas que la medicina, la industria farmacéutica y el DSM. van a describir, evaluar, diagnosticar y medicar innecesariamente, inútilmente, iatrogénicamente, a veces de por vida. Y produce también epidemias de manifestaciones somáticas sin precedentes, como lo constituyen las enfermedades autoinmunes, la misteriosa fibromialgia, las alergias, la fatiga crónica, las dermatitis, los desconocidos cánceres y la falta de defensas ante virus y bacterias como no se habían vivido en épocas inmediatamente anteriores.

El neurobiólogo e investigador francés Jean-Pierre Changeux cerró, hace ya muchos años, su obra, El hombre neuronal escribiendo: “Tras haber devastado la naturaleza que le rodea, ¿está el hombre devastando su propio cerebro? Una sola cifra prueba la urgencia del problema, la del consumo de los medicamentos más vendidos en el mundo: las benzodiacepinas. Estos tranquilizantes calman la angustia y ayudan al sueño. En Francia se venden cada mes siete millones de cajas y en la mayor parte de los países industrializados se dan cifras semejantes. Un adulto de cada cuatro se «tranquiliza» químicamente. ¿Debe el hombre moderno dormirse para soportar los efectos de un entorno que él ha producido?” Es la preocupación de un científico de las neurobioquímicas alarmado por las peligrosas y descontroladas consecuencias del proceso que estas mismas han desencadenado.

La adicción no es sólo a tranquilizantes químicos. La televisión también aporta su dosis a esta demanda que incluye programas que constituyen una exhibición, una apología y una escuela de destrucción y violencia, incluyendo el toque morboso y violento de los informativos. La creciente oferta de programas que muestran la intimidad tanto de personajes famosos como desconocidos, así como los partidos de fútbol, son una alternativa pacífica a esos otros morbosos, macabros y violentos. Pero elegir el menor de los males no deja de ser una lamentable opción. Sobre todo cuando esa opción tiene como objetivo evadirse de la realidad e impedir pensar que los cambios son posibles y que están en nuestras manos, que podríamos ser, en cierta medida, artífices de nuestros propios destinos.

En países democráticos como el nuestro, los contenidos de la televisión son los que nosotros mismos decidimos con nuestro mando. La programación televisiva, y las mediciones de audiencia permiten deducir que, las características de la elección por el consumidor de ciertos programas de televisión, persiguen como objetivo importante evitar pensar. ¿Por qué esta actividad, que caracteriza al ser humano, es masivamente evitada por la sociedad en su conjunto? Cuando, por primera vez en la historia, pensar se ha constituido en una posibilidad, no sólo para una élite sino, para el conjunto de la población, ese conjunto responde masivamente que no quiere pensar y que no quiere saber.

¿Cuál es el malestar que genera pensar? ¿Qué características tiene esta sociedad y esta época que plantean estas dificultades tan peculiares? Ha habido etapas, sociedades, culturas en las que los seres humanos crearon importantes escuelas y corrientes de pensamiento, vigentes hasta hoy. Otras, en las que, en cambio, la razón se oscureció y pensar fue, y continúa siendo, tipificado como delito severamente perseguido y castigado incluso con la muerte.

Freud no se propuso crear una corriente o escuela de pensamiento. Sin embargo muchos movimientos psicoanalíticos han constituido firmes, consistentes, perseverantes, indomables, rebeldes, insobornables, irreductibles, corrientes y escuelas de pensamiento que han caracterizado al siglo que finalizó y que se han renovado y se renuevan cotidianamente en el inicio del nuevo siglo que estamos inaugurando.

 

Por razones que los psicoanalistas podamos quizás llegar a clarificar, las resistencias al psicoanálisis, provenientes de la pulsión de muerte, desencadenaron y estimularon el desarrollo de la psicología, la psiquiatría y la neurobioquímica que han tenido entre sus objetivos, en parte conscientes, en parte inconscientes, frenar el desarrollo del pensamiento psicoanalítico, en tanto subversivo para una época y una sociedad constituida por individuos que necesitan que algunos pocos piensen en sustancias químicas, en programas de televisión, en actividades deportivas que les permitan evadirse de la actividad de pensar en sus sentimientos, afectos, emociones y proyectos de vida. El objetivo es que el individuo en el aislamiento conseguido mediante alcohol, fármacos, televisión y ordenador se conforme y se adapte a su pobre y triste existencia, sin cuestionarla y sin pensar que él, en unión con sus congéneres podrían rechazarla y rebelarse contra ella para cambiarla. Este proceso sólo puede comenzar por el cambio que uno produzca en si mismo y esto requiere pensar, requiere saber. No pensar obsesionadamente como ocurre en las patologías de la neurosis obsesiva. Pensar como una manera de reflexionar como parte de un proceso creativo, productivo y de cambio. Pensar para saber y actuar reflexivamente.

La psicología, las terapias cognitivo conductuales, la psiquiatría y la neurobioquímica, cuya expresión intelectual última, y sobre todo más difundida y publicitada, es la “inteligencia emocional”, se han convertido, a lo largo del siglo pasado, en dispensadores de recetas que permiten evadirse de la actividad de pensar libre y autónomamente.

Es habitual que, algunas personas de las que nos consultan, al descubrir que el psicoanalista los invita a reflexionar sobre sí mismos, sobre su historia y las causas de su malestar, se defiendan de ello alegando que quieren recetas, recetas de medicación, de ejercicios, de pautas o de consejos. Y algunos, al no obtener la esperada receta se niegan al ejercicio de pensamiento que se les propone, negándose a continuar las entrevistas. No quieren saber.

En 1930, en momentos en que la monstruosa cabeza del nazismo comenzaba ya a hacerse presente en la sociedad vienesa, Freud publicaba El malestar en la cultura en el que puede leerse: “La vida, como nos es impuesta, resulta gravosa: nos trae hartos dolores, desengaños, tareas insolubles. Para soportarla, no podemos prescindir de calmantes. Los hay, quizá, de tres clases: poderosas distracciones, que nos hagan evaluar en poco nuestra miseria; satisfacciones sustitutivas que los reduzcan y sustancias embriagadoras que nos vuelvan insensibles a ellos”.

El psicoanálisis es, fundamentalmente, una búsqueda de saber. Una búsqueda del saber inconsciente. Es posible que los seres humanos hayan realizado tan exitosos esfuerzos para llegar tan lejos en el cosmos como una velada manera de evitar internarse dentro de si mismos. El saber evitado no es el del conocimiento tecnológico y científico sino el saber de uno mismo. Es el saber que se intenta evitar mediante la mala televisión, las sustancias químicas y otros entretenimientos adictivos.

Una parte importante de la justificación médica para la administración masiva de estas sustancias adictivas, a las cuales Freud llama embriagadoras, las van a aportar las investigaciones de científicos como el neurólogo Joseph LeDoux, expuestas en El cerebro emocional y utilizadas como base de las elaboraciones realizadas por el psicólogo Daniel Goleman en Inteligencia emocional.

Las investigaciones de todos esos autores parten de una concepción electro-mecánico-química del cerebro a partir de la cual llevan a cabo un reduccionismo de nuestros afectos, emociones, sentimientos y comportamientos a procesos de esa naturaleza. Este reduccionismo mecanicista es el que va a proporcionar apoyo teórico a los dispensadores de recetas de ejercicios, de pautas, de consejos y sobre todo de medicación científicamente fundamentada que va a satisfacer la demanda masiva de quienes no quieren pensar. Y a los que sí queremos pensar, a los que de la actividad de pensar hemos hecho nuestra vida y nuestra profesión, intentan sitiarnos, arrinconarnos y marginarnos. Lo intentaron desde Freud hasta hoy. A pesar de lo cual ninguna escuela de pensamiento del siglo pasado ha penetrado tanto en la cultura, la lengua, la literatura y el arte como lo ha hecho el psicoanálisis. Tanta es la fuerza que desprende su valor de verdad.

Mientras en el sujeto individual triunfa la pulsión de muerte en la especie triunfa la pulsión de vida. Me considero un psicoanalista optimista. Cuando de los Goleman, LeDoux y compañía no quede ni el recuerdo, como ha ocurrido ya con sus antecesores, los aportes de Freud y de Lacan seguirán siendo una referencia básica y fundamental para continuar investigando y trabajando con los afectos, las emociones, los sentimientos, los comportamientos y los síntomas, su conocimiento y su terapéutica.

Aún cuando esa predicción optimista se cumpla, el mayor drama del que algún día tendrá que dar cuenta esta época, esta corrupta cultura euroamericana en la que vivimos, es de haber sido colectivamente cómplice del movimiento antipsicoanalítico, responsable de haber impedido que el psicoanálisis ocupara el lugar y jugara el papel que nos habría posibilitado vivir una época de auténticos valores, en los que la vida habría podido cobrar el profundo sentido que le corresponde y se hubiera logrado entonces neutralizar, en gran medida, la intensidad mortecina que nos corroe y nos diezma.

Es el aparato psíquico, los necesarios fallos que se producen en su constitución o posteriormente, los que pueden conducir a que un individuo se estructure como neurótico, psicótico, perverso, débil mental o enfermo somático. El cerebro, los impulsos eléctricos neuronales y sus procesos químicos son el producto de la cultura, constituida por el trabajo, la creatividad, las emociones, el lenguaje y el pensamiento de una especie que, para sobrevivir, un día se irguió sobre sus extremidades inferiores, rompió con su animalidad, y emprendió el camino de construirse a si misma y a su descendencia, para lo cual tuvo que someter y dominar a la naturaleza, ponerla a su servicio y producir así una ruptura irreversible con la escala zoológica de la que provenía.

Para cumplir sus objetivos al servicio de los amos del capitalismo salvaje dominante los antipsicoanalíticos: la psicología, la psiquiatría y la neurobioquímica han renunciado a la tradición lógico filosófica europea. Su referente filosófico común es William James, un fisiólogo cuya influencia en ese medio sólo es comprensible por las necesidades empírico pragmáticas de los Estados Unidos, país del que proceden los inagotables fondos económicos que sostienen la investigación actual. Es curioso que, en defensa de nuestra clínica, los psicoanalistas, continuadores de Freud y de Lacan, nos hayamos constituido simultáneamente en un baluarte del pensamiento filosófico universal heredero de Parménides, Platón, Sócrates, Aristóteles, Descartes, Kant, Hegel, Marx, Nietzsche, Schopenhauer, Kierkegaard y Heidegger.

Mientras el antipsicoanálisis alimenta la cómoda posición de no querer saber los psicoanalistas, en tanto que para analizarse es necesario pensar, nos hemos constituido en los continuadores de la tradición filosófica europea, que tal como lo expresara Heidegger, es la única filosofía válida para pensar. A partir de Heidegger, además, este pensamiento es mucho más que una filosofía. Lacan no consideró a Heidegger como un filósofo sino como una excepción en el campo de la filosofía.

¿Por qué la ofensiva del Amo y sus servidores contra el psicoanálisis? ¿Por qué estos intentos de ponerlo bajo el control de la administración, de someternos a los psicoanalistas a evaluaciones externas a nuestras consolidadas, prestigiosas y exigentes Escuelas de Psicoanálisis, de exigirnos la violación del secreto profesional transformándonos en burócratas redactores de informes? ¿Por qué intentar proscribirnos, prohibirnos e ilegalizarnos? Porque somos el reducto de la intimidad y la libertad individuales a través de una conversación, de dos individuos libres, en la que no caben videocámaras ni grabadoras de voz ni terceros observadores. Nuestra indomable integridad personal y nuestro insobornable apego a la libertad sin concesiones les produce miedo, odio, difamación y violencia destructiva hacia nosotros, nuestras obras y la de nuestros antecesores.

Intentar llegar a acuerdos con el poder sometiéndonos a sus reglas concupiscentes es entrar en el riesgo de acabar transformándonos en sus cómplices y servidores. No hay acuerdos ni condiciones posibles entre quienes ejercemos el psicoanálisis, con la autoridad. Nos la otorga haber pasado por años de análisis personal, haber hecho una formación más exigente que la universitaria, haber intercambiado continuamente conocimientos y experiencias en cientos de seminarios, conversaciones, jornadas, encuentros y congresos, artículos de revistas y libros, y los neuróticos, psicóticos y perversos que detentan el poder, a quienes sólo estamos dispuestos a recibir en nuestras consultas en calidad de consultantes. Buena falta les hace. Y lo que se ahorrarían en angustia, depresiones, mala salud y medicamentos. Freud nos señaló ya oportunamente que “Lo verdaderamente importante es que las posibilidades de desarrollo que en sí entraña el psicoanálisis no pueden ser coartadas por leyes ni reglamentos.”.

Espero que este texto haga pensar, haga formularse preguntas y haga saber que hay un psicoanálisis y unos psicoanalistas comprometidos con la lucha por la libertad, la democracia, la justicia y los derechos y la dignidad humanas que el neoliberalismo y la sociedad de mercado están intentando eliminar y con quienes no hay transacciones posibles. El poder no puede escapar a la corrupción que le es intrínseca porque él mismo es el resultado de la violencia.

 

Juan Pundik

Psicoanalista (ELP-AMP) Madrid

jpundik [at] comunicar.e.telefonica.net ()

 

 
Articulo publicado en
Abril / 2010