Theodor Adorno nació en Francfort, Alemania, en 1903 y murió en Viege, Suiza, en 1969. Su obra ha logrado trascender los márgenes de la Filosofía, ya que su influencia es innegable en las teorías de la sociología contemporánea y en el horizonte que se ha dado en llamar “pensamiento crítico” en términos de la sociedad moderna denominada de “consumo de masas”.
El interés de los planteos del autor pueden parecer, a primera vista, una curiosidad meramente teórica con fines de erudición propias de quienes se especializan en la Escuela de Frankfurt o los denominados “Estudios Culturales” en la actualidad. Sin embargo, sus perspectivas prueban que Adorno supo prever los riesgos, y que hoy notamos con asiduidad, en los que incurriría el hombre versado en la teoría y la clínica freudiana, si no es capaz de divisar con holgura el modo en que las contradicciones sociales se hacen carne y mella en el sujeto humano. Se suele escuchar y leer con frecuencia, a veces de manera explícita y otras en forma implícita que existen cuestiones que responden meramente al interés sociológico y que hay otras que merecen nacer y morir sólo en los consultorios. La separación entre Psicología y Sociología, de la que más adelante damos cuenta en el modo en que Adorno nos previene contra ella, es una de las bases sobre las que se edifica los peligros del psicoanálisis como “Cosmovisión del mundo” (contra la que Freud disentía) y la fragmentación “práctica-teórica” en la formación del psicólogo de orientación psicoanalítica. Este fenómeno explica claramente la desaparición gradual que se ha ido produciendo en cuanto a las bases “humanísticas” e interdisciplinarias de las carreras de Psicología en detrimento de una “hiper-especialización” con sesgo “profesionalista” de las mismas.
Su incorporación al Instituto de Investigación Social, adscripto a la Universidad de Frankfurt, su exilio en New York y su trabajo en cooperación con Max Horkheimer en su reconocida obra Dialéctica de la Ilustración, marcan sus principales huellas en el recorrido amplio y sustancioso de su línea de pensamiento. Posteriormente, plasmaría una síntesis de dicho trayecto en los estudios sobre la “Industria Cultural” que han servido para una crítica del modo en que la propaganda cultural burguesa prepara y captura la subjetividad de las masas para la reproducción del propio orden social en sus aspectos más recónditos y sofistificados.
Más allá de la referencia que pudo significar Adorno para las reformulaciones críticas, que han teñido el mayo 68, sobre las teorías sociológicas y filosóficas de la subjetividad moderna, el autor ha optado en el final de su vida por posiciones conservadoras que lo han llevado a pedir el desalojo de los estudiantes de la Universidad con el auxilio policial.
Las contradicciones de este autor no lo eximen de recortar en él los aportes que pudo haber hecho en el problema que nos interesa examinar.
Es en su texto, “El psicoanálisis revisado”, donde expone prácticamente el conjunto de sus conceptualizaciones esenciales sobre la obra freudiana. Allí despliega su crítica a la denominada escuela revisionista o neofreudiana, con Karen Horney como representante más elocuente, por haber convertido al psicoanálisis en un ideal de adaptación social que finalmente resultaba funcional a los intereses dominantes de la cultura Occidental.
Adorno comienza reconociendo la necesidad de refrendar el cuestionamiento, a esa altura ya bastante extendido, al legado freudiano por haber, éste, acudido en varias ocasiones a un reduccionismo teórico por el cual se intentaba explicar los grandes fenómenos sociales que han conmocionado a la humanidad, como por caso las guerras, en nombre del “quantum” que la pulsión de muerte habría ejercido en el hombre como un hecho ahistórico y eterno o entendido como una ontología abstracta que primaba sobre toda explicación histórica. La lucha entre “Eros y Tánatos” hacía tiempo que ya no podía seguir operando como “La causa” que hace del hombre un ser que subordina las variaciones ideológicas y materiales del contexto social al combate de sus pulsiones internas. Dice Adorno: “De la insuficiencia de aquellas derivaciones, por lo demás indiscutibles, se concluye que la verdadera ciencia debe contemplar de frente el efecto recíproco de factores sociales y psicológicos, o sea que el objeto del análisis no debería ser la dinámica pulsional atomísticamente aislada dentro del individuo, sino más bien el proceso vital en su totalidad”.[1]
La escuela revisionista había tenido el mérito de lograr divisar ese problema, pero a juicio de Adorno concluía su intento de “sociologizar” el psicoanálisis remitiendo al mismo a un problema de ideales que anidaban en la cabeza de dichos autores con ansias de adaptar el individuo a un modelo de sociedad que lejos estaba de la problemática que visualizó Freud. Termina afirmando, en virtud de ello, que recaen en una simple psicología del Yo. Pero esto tendrá sus fundamentos.
En primer lugar los revisionistas, reemplazan la atomización pulsional que le achacan a Freud, por una verdadera absolutización de los rasgos de carácter que el propio Adorno no duda en calificar como una serie de banalidades y tautologías. Las mismas finalmente, no harían más que borrar el carácter traumático que el individuo habría heredado pero como producto del propio carácter traumático en que la sociedad, atravesada por los choques, guerras, explotación, miseria, etc., se constituye. Dicho carácter sella la imposibilidad de postular como fijaciones a priori los ideales que los revisionistas habrían tomado en un a priori para la comprensión del individuo. El yo, la moral, el carácter y otras nociones que Freud habría desplazado para una dilucidación mas compleja de la condición humana vuelven a protagonizar los hechos de la subjetividad, significando un verdadero retroceso en torno al propio legado psicoanalítico.
El “pecado originario” de los revisionistas, lo encuentra Adorno en su adscripción a la concepción que el medio prima o influye sobre el individuo como determinante fundamental, reeditando los criterios de la sociología que daba por hecho al individuo como una mónada pre-existente al que sólo se lo puede moldear desde la externalidad social. “Mientras hablan incesantemente de la influencia de la sociedad sobre el individuo, olvidan que no sólo el individuo, sino también la categoría de individualidad, es un producto de la sociedad”.[2] Adorno continuaba en esto la tradición de Marx cuando definía a los individuos desde su base material de producción social y fustigaba a los economistas políticos que colocaban al individuo como punto de partida puesto por la naturaleza y no por la historia, incurriendo así en lo que Marx peyorativamente denominaba “robinsonadas del siglo XVIII”. Los revisionistas, en boca de Adorno, podrían haber sido tachados tranquilamente de los nuevos “robinsones” en el seno del mismo psicoanálisis. La sociedad que ellos adscriben no es otra que la proyección que hacen en ella misma de la individualidad ideal.
Dos puntos fundamentales que Adorno toma para cuestionar a Horney y los revisionistas, en su lectura, son los papeles de los recuerdos infantiles y la sexualidad en el individuo.
“Mientras que Freud, orientado en el modelo del trauma, busca remitir, en lo posible, rasgos neuróticos de carácter -y otros más- a fenómenos aislados en la vida del niño, a vivencias, Horney supone “que determinadas pulsiones y reacciones acarrean en el hombre repetidas veces las mismas vivencias. Así, por ejemplo, una inclinación hacia el culto del héroe puede estar determinada por las siguientes pulsiones antagónicas: ambición ilimitada de naturaleza tan destructiva que el afectado teme ceder a ellas, o la inclinación a idolatrar personas de éxito, a amarlas y participar de éste, sin tener que realizar algo por sí mismos, pero, al mismo tiempo, una envidia oculta y extremadamente destructiva contra ellas (...)”.
Lo que realmente induce a Freud a adjudicarle una importancia especial a procesos particulares en la infancia es, aunque tácitamente, el concepto de deterioro. Una totalidad del carácter, tal como los revisionistas la presuponen dada, es un ideal que habría de realizarse tan sólo en una sociedad no traumática. Quien, como la mayoría de los revisionistas, critica la sociedad actual, “no puede hacerse el sordo ante el hecho de que ella es experimentada en choques, en golpes ásperos y súbitos, los cuales están condicionados precisamente por la alienación del individuo respecto a la sociedad, que algunos revisionistas, cuando hablan sociológicamente, recalcan con razón”.[3]
Lo que se desprende de esta crítica es que, para Horney y demás revisionistas, el trauma y la repetición de experiencias infantiles dependen de una totalidad de vivencias infantiles que constituyen una estructura de carácter la que, a su vez es la mediadora de dichas vivencias. Dicho en otros términos, el carácter es una totalidad que supera cualquier atomización parcial pulsional e induce al ser humano a repetir compulsivamente determinadas experiencias. Pero lo que los revisionistas no aciertan en explicar es, en todo caso, dónde remitir este carácter en las experiencias sociales. Es allí que Adorno, una vez más, recurre a la alienación o reificación social como causas de las mismas. “La totalidad sedimentada del carácter, que los revisionistas colocan en primer plano, es en verdad el resultado de una reificación de experiencias reales”.[4]La omisión de este problema lleva a estos autores a incurrir, como ya mencionamos antes, en una serie de trivialidades que no aciertan con un principio de explicación. Por eso afirmaban cosas tales como que la avidez de comer y beber eran expresiones de una avidez más general antes que su causa o que el estreñimiento funcional resultaba una manifestación de una tendencia general hacia deseos de posesión y dominio. La exclusión de la teoría de la libido era lo que conducía a dichas tautologías confusas.
Las críticas de Adorno al desprecio que tiene por el pasado freudiano la teoría de Horney nos recuerdan las críticas actuales que podemos desplegar, hoy por hoy, a la embestida de las “terapias breves” que bajo la “eficacia y el pragmatismo” inducen a un sujeto a “vivir el presente” sin mayor elaboración de su propia historia y filtrando imperativos sociales poco sutiles. Por lo general, dichos enfoques se proponen superadores y alternativos al psicoanálisis acusado de cronificar las personas al diván buceando en las profundidades de su infancia y bajo la sospecha de la falta del rigor científico. “A la simpatía por la adaptación está unida la aversión de Horney a ocuparse demasiado del pasado (...). Su resistencia contra el insistente recalcar, por Freud, de la necesidad de recuperar la conciencia de la propia infancia, se asemeja al pragmatismo que reprime el pasado mientras no sirva para gobernar el futuro(…)”[5].
Lo retrata a las claras una cita que Adorno toma de la misma autora: “Me parece más provechoso abandonar tales esfuerzos (por la reconstrucción de la infancia) y dirigir el interés hacia las fuerzas que realmente impulsan e inhiben a una persona; es bien posible reconocerlas poco a poco, aun sin hacerse una idea de la infancia (…)”[6]
La sexualidad no corrió mejor suerte entre los revisionistas con quienes Adorno se mostraba contundente contra dichas concepciones. “Tales afirmaciones apenas pueden ser distinguidas de la recta indignación de quien, a través del discurso sobre la existencia de pulsiones mas nobles, no sólo difama el sexus, sino que al mismo tiempo, glorifica la familia en su forma existente. Del mismo cuño es la afirmación de Horney de que “un anhelo sádico de poder surge de debilidad, angustia o impulsos de venganza”.[7]
Desde el punto de vista de Adorno, la defensa encendida del afecto, la ternura y el amor en contra de sus orígenes sexuales muestra que para los revisionistas los tabúes pesaron aún más que lo que pudieron haberlo hecho para el propio Freud. Se preocupan más por el ataque que puede existir contra el falso amor sublime que por los mecanismos de represión sexual en torno a las contradicciones sociales y el entrelazamiento del placer con la prohibición, algo que Freud jamás perdió de vista.
El tratamiento que los revisionistas hacían de la moral también era rechazado por Adorno, en cuanto que significaba la postulación de dogmas y dejaba intacto a los planteos morales que regían la sociedad contemporánea. El ideal moral que los acechaba era aquel que suponía en el individuo el aprovechamiento máximo de sus capacidades en su propio estado de libertad interna, sin cuestionar en absoluto de qué manera eso podía ser vivido en forma contradictoria por el propio sujeto en relación a su estado de alienación social. Para Adorno ello respondía al contenido social de la industria que, en aquel contexto, mantenía la base de la ocupación plena dejando de lado toda reflexión acerca de por qué esas capacidades están allí y a qué fines sirve.
En su libro La personalidad neurótica de nuestro tiempo Horney erige a la competencia como la principal responsable de los males y padecimientos que aquejan al hombre contemporáneo y deforman su carácter. Sin embargo para Adorno, el problema es mucho más histórico. Responde a ello que, en la sociedad analizada, la libre competencia va declinando a favor de los monopolios o consorcios gigantes. En particular, destaca que es la clase media, como forma de reacción psíquica, la que en su temprano espíritu de competencia busca admisión en la nueva jerarquía tecnológica. Y, prosiguiendo con su aguda comprensión del “espíritu” de la obra freudiana, Adorno nos induce a no apartarnos de la misma ni de la caracterización que se hace en ella sobre la base en que se estructura la sociedad. El filósofo de Frankfurt nos recuerda que la sociedad es mantenida unida por la amenaza de violencia corporal, aun en forma indirecta y que ello, es fuente de hostilidades potenciales, neurosis y trastornos de carácter. Freud tuvo presente a cada paso, entonces, que es violencia lo que el individuo interioriza y que los revisionistas pretendieron reemplazar este proceso por el manso concepto de competencia. La amenaza no sublimada es algo que pende sobre la sociedad y dicha violencia tanto en la cultura arcaica como la actual.
La separación entre sociología y psicología, reflejaba para Adorno, la autoalienación del hombre. A su manera Freud pudo leer los efectos de dicha separación y sus conclusiones rebasan con mucho las limitaciones de los revisionistas quienes consentían la reproducción de la misma, aún cuando se hayan propuesto lo contrario. Con sus idealizaciones pretendían abolir dicha distancia mediante psicoterapia. Freud parecía alejarse de muchos causales históricos al insistir en la atomística psicológica del hombre pero en verdad, sólo se puso como meta penetrar en las profundidades arcaicas de los hombres y tomarlo como un absoluto pero fundamentalmente ligado a una totalidad a través del sufrimiento que lo sujeta en su miseria neurótica. Si Freud mostraba el costado oscuro de la condición humana y destilaba su pesimismo, ello no lo exime sencillamente de haber puesto de manifiesto los mecanismos vitales que el hombre no puede continuar desconociendo para comprender las contradicciones en que se halla inmerso. Es lo mejor que, por otra parte, se puede rescatar de una tradición que desde “dicha oscuridad” alumbra las fauces que no pueden taponarse sin más. Así lo expresa Adorno “Aquellos pensadores sombríos que se aferran a la maldad e incorregibilidad de la naturaleza humana y anuncian con pesimismo la necesidad de autoridad -Freud se encuentra entre ellos junto a Hobbes, Mandeville y Sade-, no pueden ser despachados cómodamente como reaccionarios”.[8]
De todas formas, Adorno no dejó de señalar que si bien Freud pudo comprender de qué manera el individuo interiorizaba los sacrificios que la cultura le imponía a cada instante, el médico vienés no acertó en cuestionar los principios mismos de la civilización que tanto padecimiento generaba al sujeto. La postergación y sustitución del principio del placer por el principio de realidad, con las inseguridades e incertidumbres que ello lleva, puede sonar hasta hoy como el emblema de una ideología que no sortea el “status quo” de la sociedad capitalista si se continúa proclamándolo en forma abstracta y como mero principio ontológico. Sin embargo, Adorno expresa un verdadero reconocimiento a la figura de Freud en torno a dicho problema: “La grandeza de Freud, al igual que la de todos los pensadores burgueses radicales, reside en que deja irresueltas tales contradicciones y desdeña el pretender armonía sistemática donde la cosa está desgarrada en si misma desgarrada. Hace evidente el carácter antagónico de la realidad social, hasta donde alcanza su teoría y praxis dentro de la división del trabajo prescrito. La inseguridad del propio fin de la adaptación, la sinrazón de la acción racional, pues, que descubre el psicoanálisis refleja algo de la irracionalidad objetiva. Se torna denuncia de la civilización”.[9]
El legado de Adorno, respecto a su lectura freudiana, nos permite sin duda forjar una herramienta más en el camino hacia la formación como analistas implicados en los problemas de nuestra época que, en varias ocasiones, cambian de ropaje pero permanecen en sustancia. Como mencionamos al comienzo del artículo, la constitución de un bagaje crítico, para el psicólogo comprometido con el psicoanálisis, continúa pendiente con el objetivo de superar las trabas que el “sagrado saber universitario” y afines le han destinado.
Fernando Ramírez
Lic. en Psicología
fercesar28 [at] hotmail.com
Integrante de APEL (Asociación de Psicólogos en Lucha)
Docente de Problemas Antropológicos en Psicología. Facultad de Psicología UBA
Notas
[1] Adorno T, “El psicoanálisis revisado” en Teoría crítica del sujeto. Ensayos sobre psicoanálisis y materialismo histórico. Tw. Adorno, h. dahmer, r.heim y a. lorenzer, henning Jensen (comp.). Ed. Siglo veintiuno, 1986, pág. 16.
[2] Op. cit., pág. 22.
[3] Op. cit., págs. 19 y 20 (el subrayado es nuestro)
[4] Op. cit., pág. 21 (el subrayado es nuestro)
[5] Op. cit. pág. 29
[6] Op. cit. pág. 29
[7] Op. cit., pág. 24
[8] Op. cit., pág. 31
[9] Op. cit., págs. 34 y 35