El saber popular afirma:”Todas las comparaciones son odiosas, pero algunas son más odiosas que otras” .Y sin embargo otras no lo son, resultan ser al contrario elocuentemente necesarias pues durante el acto mismo de la comparación, es decir, del cotejo y confrontación de lo semejante, de lo diferente y de lo complementario con un otro, se promueve una ganancia en la configuración y consolidación de la identidad propia y ajena.
En este trabajo parto de la hipótesis de que las comparaciones se presentan de un modo inexorable en la vida anímica de los seres humanos.
Freud había sugerido en Psicología de las masas y análisis del yo (1921) la significación y el valor implícitos que tienen las comparaciones para el sujeto al aseverar que “que sólo rara vez, bajo determinadas condiciones de excepción puede prescindir de los vínculos con otros. En la vida anímica del individuo, el otro cuenta, con total regularidad, como modelo, como objeto, como auxiliar y como enemigo, y por eso que desde el comienzo mismo la psicología individual es simultáneamente psicología social en este sentido más lato, pero enteramente legítimo” (pág. 67).
Considero que el tema de las comparaciones puede operar como un elemento clave y como un detalle valioso en la caja de herramientas conceptuales del analista. Clave (cuya etimología en latín significa llave) y también detalle, porque pone de relieve el estilo del ser, su sustancialidad y su autovaloración.
“Los detalles -afirma S. Márai- dejan todo bien atado, aglutinan la materia prima de los recuerdos, y que sólo a través de los detalles podemos comprender lo esencial”.
W. Benjamin practicó la pasión por los detalles. Su originalidad se manifiesta en el trabajo de atrapar lo verdaderamente significativo en lo pequeño y en lo trivial. Y también el analista, posicionado como un cazador atento y dispuesto a la sorpresa, apunta a capturar lo fugitivo de aquellas manifestaciones aparentemente banales, pero que condensan en sí mismas una generosidad representativa que revela, en su microscopía de lo obvio, lo que singulariza a todo sujeto.
En este mismo sentido, las comparaciones son manifestaciones en la apariencia obvias, pero que portan en sí mismas un silencio atronador, generado a partir del accionar inconsciente de traumas e identificaciones múltiples.
En efecto, las comparaciones tienen una importancia significativa en la configuración de los trastornos del carácter y en la producción de los síntomas y a través del develamiento detallado de las mismas en un proceso analítico nos posibilita, en la medida de lo posible, traspasar el muro narcisista de las neurosis narcisistas que, según Freud, presentan unas resistencias insuperables. Para no quedarnos, en definitiva, en la mera contemplación y lamento del muro, sino para abrir grietas en él con la finalidad de encontrar nuevas vías de abordaje.
Recordemos que en la Conferencia 26: “La teoría de la libido y el narcisismo”, Freud (1917) aseveraba:
“En las neurosis narcisistas la resistencia es insuperable; a lo sumo, podemos arrojar una mirada curiosa por encima de ese muro para atisbar lo que ocurre del otro lado.
Por tanto, nuestros presentes métodos técnicos tienen que ser sustituidos por otros, todavía no sabemos si lograremos tal sustituto.
(…) Cabe esperar que el tratamiento psicoanalítico haga sus próximos progresos” (pág. 385).
“La intolerancia es natural en el niño,
al igual que el instinto de apoderarse de todo lo que le agrada.
La tolerancia se aprende poco a poco,
del mismo modo como se aprende a controlar los esfínteres.
Desgraciadamente, si bien el control del cuerpo se logra a temprana edad, la tolerancia requiere la educación permanente de los adultos.”
Umberto Eco
La comparaciones se presentifican en todas las etapas de la vida y suelen resignificarse de un modo muy elocuente durante la adolescencia, llegando al extremo de originar situaciones de acoso y violencia.
En primer término diferencio las comparaciones estructurantes de las patogénicas.
Estas últimas ponen de manifiesto la encubierta vulnerabilidad de una identidad que ha sido insuficientemente consolidada y que además se sostiene con precariedad y con agresión, a partir de la “fabricación” de un otro al que se lo inviste en el lugar de un rival peligroso, del cual hay que salvarse y al que entonces se lo requiere combatir, a través de: la denigración y triunfo (comparación maníaca), idealización y sometimiento, (comparación masoquista), ofensa y contraataque (comparación paranoide), control omnipotente y sofocación (comparación obsesiva) o seducción y retaliación (comparación histérica).
Las comparaciones estructurantes, a diferencia de las comparaciones tanáticas patogénicas, se hallan comandadas por Eros, pues garantizan la presencia de la diferenciación y pluralidad entre los diferentes elementos cotejados.
Además posibilitan al sujeto desplegar su inalienable derecho para el ejercicio pleno de una libre elección y se hallan signadas por la lógica de la tolerancia que posibilita el registro y la aceptación del otro, como un otro diferente.
Tolerancia no significa complacencia, ni indiferencia, ni renuncia a las propias convicciones, sino el respeto a un principio: aceptar la existencia y la diversidad del otro que tiene el derecho a pensar y sentir distinto.
Tolerar, significa para Heritier (2002), “aceptar la idea de que los hombres no se definen simplemente como libres e iguales ante el Derecho, sino que la categoría de hombre corresponde a todos los seres humanos”.
La respuesta del sujeto a las comparaciones tiene lugar sobre la base de sus pulsiones, de la forma en que están imbricadas, del hecho de que entre éstas prevalezca Eros o Tánatos. Cuando prevalece este último sobre Eros, el cotejo de lo diferente y de lo complementario es reemplazado por el acto intolerante de la provocación, que al generar un desafío hostil, impide al sujeto y al otro instalarse en sí mismos y detiene a ambos en sus posibilidades de evolución. Así podemos ver que en la comparación masoquista, el sujeto sobrevalora al otro y lo inviste como un modelo idealizado al servicio de acrecentar precisamente su megalomanía negativa:”yo, cuando me comparo, soy el peor de todo y de todos”. A través de esta comparación compulsiva, satisface el deseo de revolver en la llaga de su autodesvalorización hasta convertirse en el “atormentador de sí mismo” (Terencio).
En efecto, la sobreestimación de lo negativo propio desencadena en el sujeto masoquista sentimientos de: culpabilidad, vergüenza y autocondena y éstos reaniman el despliegue de la fantasía de “Pegan a un niño” (Freud, 1919).
El sujeto se identifica en las comparaciones maníaca, obsesiva y paranoide como un amo detentor de un poder soberbio. La soberbia, a diferencia del orgullo, implica siempre un sentimiento de superioridad arrogante, de satisfacción y envanecimiento por la contemplación de lo propio con menosprecio de los demás.
En efecto, en la comparación maníaca se activan los mecanismos de: negación, denigración y triunfo sádico sobre un otro desvalorizado, mientras que en la obsesiva, la agobiante comparación compulsiva implementa los mecanismos de control y dominio cruel y sádico que socavan en forma gradual y progresiva la subjetividad del otro y del sí-mismo propio hasta llegar al extremo de la aniquilación.
En la comparación paranoide, el sujeto se sobreinviste de una megalomanía persecutoria y el otro suele ocupar el lugar de un rival y/o enemigo al que con recelo se lo debe atacar y del cual se requiere huir defensivamente.
En estas cuatro últimas comparaciones patogénicas, el sujeto adolece de una miopía afectiva. Fuera de la esfera de su sí mismo propio no ve a nadie, atribuyéndose a él solo todo el poder y permaneciendo como un ser intolerante, enaltecido y soberano, pero también incapacitado para respetar el poder y los derechos inalienables que detentan y poseen los otros junto a él. Permanece, en definitiva acantonado en un inexpugnable muro narcisista.
Paul Ricoeur sostiene que “la intolerancia tiene su fuente en una disposición común a todos los hombres, que es la de imponer sus propias convicciones, dado que cada individuo no sólo tiene el poder para imponerlas, sino que, además, está convencido de la legitimidad de dicho poder. Dos son los aspectos esenciales de la intolerancia: la desaprobación de las creencias y convicciones de los demás, y el poder de impedir a estos últimos vivir su vida como les plazca”.
La observación clínica nos revela, que estas comparaciones patogénicas de tipo puras, suelen presentarse con mucha mayor frecuencia de un modo mixtas; configurándose entre ellas diversas y múltiples combinaciones tales como: comparaciones maníaco-obsesivas o del tipo obsesivo-masoquistas o paranoide-obsesivas.
En todas las comparaciones del tipo puras como mixtas se presentifica una fantasía relacionada con la intolerancia narcisista, que la denominé: “fantasía del unicato” (Kancyper, 2007).
“El unicato es una denominación acuñada a fines del siglo XIX, aplicada al gobierno de un solo partido reaccionario y corrupto. El eje de ese sistema político era una concepción absolutista de un poder ejecutivo unipersonal que inutilizaba y avasallaba a los demás, impidiendo el establecimiento de una oposición organizada” (Romero, J. L.).
Con insólita frecuencia hallamos que el amor al poder absoluto que subyace en el deseo de permanecer en el lugar de la gloria y de la impiedad del unicato, se ha conservado en lo inconsciente y despliega desde la represión sus efectos particulares.
“Esta fantasía se edifica como el Yo ideal mismo -que es un cultivo puro de narcisismo- sobre la base de desmentidas y en virtud de éstas conserva su existencia. Frente a la muerte, eleva su pretensión de inmortalidad y frente a las angustias del mundo y sus contingencias, aferra su invulnerabilidad al peligro. Él, en sí y por sí, es digno del amor, del reconocimiento y de un poder ilimitado, incuestionado e inquebrantable.” (Kancyper, 2004).
La fantasía del “unicato” sería entonces la vigente escenificación imaginaria de la hipótesis freudiana de la horda primitiva, cuando se reanima en el sujeto, la creencia psíquica de ser el elegido incuestionable para ejercer un poder absoluto, a imagen y semejanza de un padre primitivo, despótico y brutal, que intimida a los demás para someterlos a los caprichos de su dominio.
En efecto, “a quien aspira a reinar, cada hermano es un estorbo” (Calderón de la Barca).
Esta fantasía sempiterna del anhelo de un poder irrestricto que subyace en la naturaleza humana y que opera como uno de los muros narcisistas más acérrimos, representaría la continua oscilación entre la nostalgia de un padre avasallador y dictatorial y la permanente lucha fratricida en pos de una herencia a la que cada uno se siente acreedor”. La fantasía del “unicato” no representa la diseminación del poder, sino su antítesis: la acumulación del poder.
No es lo múltiple, es lo uno. Es la muerte de la multiplicidad y de la diversidad.
Esta fantasía mortífera suscita en cada sujeto la reviviscencia de las comparaciones patogénicas. Y éstas, se escenifican ya desde los tiempos primordiales de La Biblia, por ejemplo, en las representaciones oníricas de los sueños de José, el hijo predilecto declarado de Jacob que despertó los acérrimos celos fraternos “y adónde pueden conducir estos celos, bien lo muestra la saga judía de José y sus hermanos” (Freud 1938, pág. 103).
Las comparaciones patogénicas cobran una elevada importancia para el yo porque le deparan una satisfacción narcisista de la que estaba privado. Así podemos observar, según señala Freud (1926), que en las neurosis obsesiva y en la paranoia: “las formaciones de sistemas de los neuróticos obsesivos halagan su amor propio con el espejismo de que ellos, como unos hombres particularmente puros o escrupulosos, sería mejores que otros; las formaciones delirantes de la paranoia abren al ingenio y a la fantasía de estos enfermos un campo de acción que no es fácil de sustituirles”.
Porque las comparaciones patogénicas se fusionan cada vez más con el yo y se vuelven cada vez más indispensable para éste, pues le aportan un valor elevado para la afirmación de sí.
Antes de concluir quisiera señalar que los poderes de las comparaciones estructurantes y patogénicas, que raramente son puras sino mixtas, operan no sólo en la psicología individual, también ejercen sus influjos tróficos y/o tanáticos en la psicología de las masas.
Freud lo señala en El porvenir de una ilusión (1927) “con demasiada facilidad se tenderá a incluir entre las posesiones psíquicas de una cultura sus ideales, es decir, las valoraciones que indican cuáles son sus logros supremos y más apetecibles… la satisfacción que el ideal dispensa a los miembros de la cultura es de naturaleza narcisista, descansa en el orgullo por el logro ya conseguido. Para ser completa, esa satisfacción necesita de la comparación con otras culturas que se han lanzado a logros diferentes y han desarrollado otros ideales. En virtud de estas diferencias, cada cultura se arroga el derecho a menospreciar a las otras. De esta manera, los ideales culturales pasan a ser ocasión de discordia y enemistad entre diversos círculos de cultura, como se lo advierte clarísimo entre las naciones” (pág. 13).
Luis Kancyper
Psicoanalista. Miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina
kancyper [at] uolsinectis.com.ar
Bibliografía
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