Un siglo después –tolerado ya por la comunidad científica, arrinconado durante períodos autoritarios, asimilado por la psiquiatría universitaria, relegado cíclicamente por recursos “verdaderamente” eficaces, ramificado de divergencias–, la pregunta ¿qué es el psicoanálisis? sigue en pie, pendiente de respuesta aun para los mismos psicoanalistas enfrascados en más urgentes discusiones proselitistas. Actuales corrientes epistemológicas no-enunciativas que han abandonado finalmente el afán normativo y prescriptivo para dedicar sus métodos a la reconstrucción conceptual de las teorías (desdeñando el estéril debate sobre su cientificidad), podrían determinar su núcleo teórico y los ejemplos paradigmáticos que fijan los fundamentos de toda teoría empírica. Es entonces cuando, ante la ausencia de consenso acerca de esos fundamentos, la pregunta ¿por qué razón? intuye que se hace tan ineludible como evidente la necesidad de salvar un escollo previo a todo intento de respuesta: tratar de comprender en este terreno las sutiles relaciones entre el saber y el poder.
Para comenzar, y con la intención tan solo de iniciar aquí la tarea, las vicisitudes del descubrimiento y la utilización de la energía nuclear no dejan de iluminar esas sutiles relaciones con una excepcional claridad. Todo comenzó cuando Teller –un científico húngaro emigrado a Estados Unidos huyendo del régimen nazi–, logró que Albert Einstein convenciera al presidente Roosevelt de la urgente necesidad de lanzar un proyecto para la fabricación de una bomba atómica. En mayo de 1945, la Alemania nazi se rindió sin haberlas producido. El motivo para que Estados Unidos lo hiciera desapareció; el proyecto ya no fue necesario y se detuvo... hasta cierto punto: estaba también la guerra con Japón y no podía ignorarse el poderío soviético. En agosto, dos bombas atómicas cayeron sobre Hiroshima y Nagasaki, provocando la muerte de trescientas mil personas, civiles en su mayoría. Teller, vislumbrando dos derivaciones deplorables del proyecto, su uso contra población civil y el inicio de una carrera armamentista, había tratado inútilmente de alertar al nuevo presidente. Harry S. Truman nunca lo recibió. ¡Debía justificar una inversión de dos mil millones de dólares! Mucho más contundentes fueron los avatares de Andrei Sajaroff, uno de los pioneros en el desarrollo de las armas nucleares en la URSS. Comenzaron cuando se enteró que iba a ser detonada con fines experimentales una bomba de 48 megatones. Sabía que el experimento tenía tan solo fines intimidatorios, pero protestó contra su realización. Se le contestó que no era ese un tema de su incumbencia: “Las decisiones acerca del uso de los desarrollos científicos no le son pertinentes”.
¿Cuántos ignoran hoy día que el nombre de Einstein está asociado a la producción de la bomba atómica? Casi tantos como quienes conocen que, con tres letras y tres operaciones concertadas en una fórmula matemática, diera respuesta a los problemas que una teoría global del universo viniera planteando infructuosamente a los pensadores occidentales desde Pitágoras. La profunda admiración que provoca la eficacia irreprochable de tan simples, elegantes y económicos recursos aplicados a la dilucidación de tal inmenso conjunto de fenómenos, no debiera tener límites. Sin embargo las terribles consecuencias de su descubrimiento no dejaron de apenar a Einstein hasta sus últimos días. En 1955, él y Bertand Russell lograron finalmente concretar la firma del Manifiesto Antinuclear, de no pareja eficacia.
Marx –otro de los que acuñaron las ideas fundamentales de nuestro tiempo– tuvo más suerte. Nunca pudo enterarse del uso que dieran Stalin y otros colegas políticos a su concepción del hombre y de la historia. ¿Cuántos pueden hoy dejar de asociar el nombre de Marx al de estos próceres del “comunismo”? Casi tantos como los que saben de la importancia del papel de la plus valía y la utilización del concepto acumulación primitiva de Adam Smith para la comprensión de la génesis y el desarrollo del capitalismo moderno. Por estos y otros aportes no menos caros al conocimiento, el nombre de Marx no podrá dejar de figurar en cualquier reseña de los pensadores que han configurado, interpretado o convulsionado el mundo en que vivimos.
Tuvo Freud más suerte que ambos. Sus descubrimientos no pudieron ser utilizados para ningún proyecto bélico ni para justificar persecución política alguna. Pudo morir pensando más bien que sus ideas introducirían “la peste” en la efímera prosperity de una sociedad mercantilizada. No, el poder operó con sus descubrimientos de una manera mucho más sutil y menos sanguinaria, pero igualmente eficaz. Transformó un pensamiento rebelde al pragmatismo contemporáneo en feliz mercancía para el bienestar y la felicidad. La etiquetó debidamente, mezcló al azar los aportes jungueanos, adlerianos y otros no menos intrascendentes y confundió sus enunciados con los de una psiquiatría “dinámica”, las diversas psicologías y el conductismo, de tal manera que resulta cada vez más difícil diferenciar la especificidad de cada una de estas propuestas científicas y definir claramente qué es el psicoanálisis, aun para los mismos psicoanalistas encasillados tras fronteras nacionales (como las denominadas Lacanoamericana, Escuela Inglesa, Escuela Francesa, Escuela Americana, etc.), o bien por límites religiosos, ideológicos o institucionales (APDEBA, EOL, APA, ECF, etc. etc.), donde protegen, imperturbablemente irreconciliables, la única irrebatible y original autenticidad: la propia. Parece difícil reconocer en ellas las mismas fronteras que Europa con tanto esfuerzo y astucia desdibujara para sobrevivir en un mundo excesivamente competitivo como para tolerarlas. Son en realidad las mismas que protegen la superviviencia de los nacionalismos del tercer mundo al precio también de una feroz y despiadada lucha por sobrevivir, pero, en este caso, entre sus propias poblaciones. Como insinuara Fernand Braudel, “la competencia sólo existe por debajo de los monopolios, queda reservada a las pequeñas y medianas empresas”.
¿Quién duda hoy en día que Freud fue el descubridor del inconsciente, de la sexualidad, del sentido de los furcios, de la interpretación de los sueños? (Mezcla explosiva que ha permitido afirmar que, “después de Freud, ninguna persona honesta pudo ya soñar en paz”.) En lo que respecta al inconsciente es necesario recordar el fervoroso entusiasmo que en 1869 suscitara Eduard von Hartmann, durante los años de formación de Freud, con la publicación de su Filosofía del inconsciente, al punto que ya durante la siguiente década la idea general de un espíritu inconsciente se había convertido en Europa en una trivialidad. Lo mismo puede decirse con relación a la sexualidad que, bajo el impulso de Havelock Ellis, había sido ya descubierta, inaugurado su discurso y definido su objeto en el campo de lo que denominara la sexología. Por su parte el siglo X fue testigo del primer Tratado de interpretación de los sueños, cuyo autor descifra, entre otros, el siguiente: “si en sueños ves el mar y las olas, no olvides que serás amo del mundo”. Podemos imaginar, con estas bases, las curiosas recetas “psicoanalíticas” puestas en práctica para “interpretar” el sentido de los sueños y descifrar el de los más diversos furcios radiales o televisivos. Si bien inseparables del psicoanálisis, estas palabras, claves por su gran celebridad, al verse de este modo vulgarizadas sirvieron para frivolizar la ruptura introducida por el pensamiento freudiano en la continuidad del empirismo occidental. A tal punto que el esfuerzo necesario para lograr su desvulgarización parece incapaz de devolverles su original agudeza crítica.
Al igual que otros nombres imborrables en la historia del conocimiento, el valor de esa ruptura reside en haber inaugurado un nuevo paradigma epistemológico a partir de la articulación de dos campos del saber hasta ese momento estérilmente desencontrados. Así como Newton sentó las bases de la ciencia moderna al establecer un nexo entre la gravedad y el movimiento de los planetas, Pasteur hizo lo propio con la medicina al descubrir la conexión entre la microbiología y el origen de la enfermedad. Así como el nacimiento de la teoría atómica de la materia está ligada a la utilización de la termodinámica de los gases para explicar la caótica agitación de sus moléculas, el uso de la energía nuclear lo está al hallazgo de la relación entre masa y energía. De igual manera, el descubrimiento de la relación entre los síntomas histéricos y la palabra cuestionó severamente la extensión positivista del modelo darwiniano de la evolución al campo de los hechos humanos, generó una revolucionaria concepción de los fenómenos “mentales” y creó un inédito método para su investigación y tratamiento. Pese a que los nombres que la vieron gestar y la combatieron encarnizadamente yacen hoy diluidos en una ya lejana –aun cuando ilustre– historia (Charcot, Janet, James, Kraus, Watson, etc.), tal revolución aún no ha terminado de suscitar interminables polémicas y reiterados anuncios de extinción. Anuncios que parecen más bien revitalizar el vapuleado pero incólume nombre de su creador, Sigmund Freud, quien, desde hace más de un siglo observa, imperturbable y erguido, despeñarse desde sus frágiles cumbres a los sucesivos e intrépidos detractores junto a su no menos crédula prole de seguidores.
Hacia 1893 Freud, al afirmar que la histeria, ignorante de la anatomía y la fisiología, toma los órganos en el sentido vulgar, popular del nombre que llevan, hizo que el brazo paralizado ya no obedeciera a las leyes de la biología –por remitir a la palabra “brazo”, aquella que “nombra la extremidad superior tal como se la imagina bajo nuestras ropas”. Podría decirse que toda la obra de Freud no es sino el producto de una infatigable búsqueda tras las categorías con las cuales acuñar los conceptos que hicieran posible comprender las razones, los recursos y los efectos de un síntoma que se convierte en significante. Y en ese sinuoso trayecto, la figura de Breuer parece aproximarse a la de un Cristóbal Colón, descubridor ignorante de un mundo cuya dimensión fue sólo Freud capaz de vislumbrar. Sin embargo, más que asemejarlo por ello a un Américo Vespucio capaz de aportar mejor nombre a nuevos territorios insospechadamente descubiertos, debemos recurrir a un Champolion que hallara en insignificantes tablillas un mundo pleno de sentido, cuya clave permitiera develar en ellas testimonios de verdades que nunca debían ser reveladas. ¿Están estas claves en condiciones de develar las verdades que sostienen la vigencia de aquellas fronteras psicoanalíticas? Aun cuando creamos ignorarlo, luego de la obra diversamente subversiva de Einstein, Marx y Freud, hay cosas que, pese a los eficaces recursos del poder, ya jamás volverán a ser tan sólo aquello que parecían ser.
Juan Carlos Nocetti
Psicoanalista, especialista en familias y parejas
noce [at] elsitio.com