El avance científico logra el auspicioso alargamiento de las expectativas de vida y ello va modificando los vínculos entre las generaciones. Una dificultad de este desarrollo es que la cultura dominante se desliza hacia la apología de la juventud eterna. Allá por el 1650, la aristócrata Erzébet Bathory (conocida como La Condesa Sangrienta), sostuvo un ritual implacable para mantenerse bella: mató seiscientas cincuenta jóvenes campesinas, menores de dieciocho años para bañarse en su sangre. Previamente las sometía a orgías y torturas. El sueño de la eterna juventud viene de lejos y llevado a ultranza es siempre sádico y cruel.
En la historia de la humanidad es relativamente reciente la constitución del estadio adolescente. Su anclaje es la modernidad (J. J. Rousseau y su Emilio). En las culturas previas, con claros rituales de pasaje, no existía. El mundo se dividía entre niños y adultos y ese pasaje se marcaba en al cuerpo. Se estaba en un lugar u otro. Desde aquellos descubrimientos de la burguesía triunfante hay asistimos a una prolongación de la adolescencia, que la hace duplicar la edad que se tenía por esperable hace unos treinta años.
No faltan explicaciones sociales para dar cuenta del asunto: No se genera empleo para todos y, en todo el mundo, el grupo más afectado por la desocupación es la juventud. La producción de teorías psicosociales para justificar la prolongación de la adolescencia es una argucia ideológica para alivianar las graves limitaciones en la distribución de bienes del actual sistema productivo.
De la Yakuza y al Lager
La humanidad salió de la Segunda Guerra Mundial horrorizada por los efectos de la bomba nuclear y los Lager. En los campos de concentración nazis un número marcado a fuego, en la muñeca del prisionero, borraba de cuajo la identidad personal. Un siniestro tatuaje que expresaba la pérdida de la condición humana.
Hay otros antecedentes, por ejemplo, en Roma los esclavos eran marcados en la sien y los legionarios grababan en su mano su pertenencia al ejército. En Japón, en 1720, el gobierno ordenó tatuar a los prisioneros en el brazo. Al recobrar la libertad el detenido, el visible grabado lograba atemorizar y espantar a las personas. El rechazo social era una nueva condena para quien había sido liberado. El cuerpo anunciaba lo peligroso del marcado. Este proceso dio origen a la unión de los excluidos y tatuados convirtiéndose en uno de los paradigmas de la Yakuza, la mafia japonesa. Hoy día, los que pertenecen a sus filas, graban sus espaldas con grandes dragones y coloridos peces. Un ritual de pertenencia.
Una genealogía de las marcas
Lo cierto es que son cada vez más las/los jóvenes que portan imágenes en su cuerpo. Una manera de expresar identificaciones grupales y rebeldías diversas ante el mundo adulto. La moda ha ido cambiando: el tatoo carcelario fue el de los inicios, como vemos una clara derivación de “marcarse como excluido o por fuera del sistema” algo así como dar vuelta la situación: -No son ustedes los que me rechazan, soy yo que con mis tatuajes me adscribo a los segregados. Ergo: es distinto. Un cuerpo que se ilusiona con escapar de lo convencional y no aceptar las reglas. Claro que como forma expresiva se da en el último recurso de la carne, la idea deviene marca (lo que nos hace preguntar si la expansión de visión personal del mundo se amplía o se reduce cuando se estampa a fuego en el cuerpo).
Posteriormente el grabado en el cuerpo ha derivado hacia expresiones religioso-filosóficas venidas de Oriente, en especial de China o Japón, lo que podría estar indicando búsquedas más profundas de las que la cultura occidental brinda. Una posible respuesta a los vacíos de sentido que promueve el capitalismo: desinterés por la política, por la solidaridad, apología del consumo, etc. No se nos escapa que el sentido metafísico no termina de resolver las comprensiones que los jóvenes necesitan para realizar una adaptación crítica en la sociedad en que viven. Claro que no toda aparente expresión de rebeldía lo es, lo demuestra una observación de Marilu Pelento: “... la joven que me atendió (...) hizo un movimiento que me permitió observar que tenía en su espalda un pequeño tatuaje (...) se trataba de un código de barras, como el que se adosa a las mercaderías...”.
Del graffiti al cuerpo
Vale la pena mencionar un paso previo a la inscripción en el cuerpo: el graffiti en paredes, trenes, subtes, etc. Estos empezaron en N. Y., en los de barrios que se iban empobreciendo, y se expandieron por el mundo. Nos detendremos en las dos corrientes que se plantearon al inicio de los años ochenta:
1) La escritura del propio nombre: el joven reiteraba incansablemente su nombre en la pared hasta agotar los espacios en blanco. Este tipo de escritura mostraba el empobrecimiento de la persona que lo realizaba, su nombre era el escaso recurso para buscar y afirmar algo de su propia identidad. Así los espacios públicos se llenaron de infinitos: Charlie, John, Ron, etc. El autor denunciaba así las dificultades con su propia identidad como el deterioro de su comunidad.
2) El grafitti artístico: Una manifestación del arte popular que crece y es cada vez más valorizado y reconocido. Un camino no identificado con el empobrecimiento sino que propone la transformación del mismo en obra artística. La sublimación que va en busca de nuevos caminos creativos. En Argentina fue importante el graffiti humorístico (el que alcanzó mayor difusión en Buenos Aires fue el de Los Vergara).
Imposible es nothing
Pretendemos ahora relacionar el proceso de concentración monopólico y el surgimiento de los tatuajes en los jóvenes. El marketing fue la herramienta técnica que usaron las empresas para cambiar la comercialización de bienes en el mundo. Las grandes marcas pasaron a ser el imaginario de la realización personal a través del consumo, donde el comprador puede adquirir, de ese cuerno de la abundancia, un objeto que ilusiona con ser una parte de la felicidad que la marca irradia, sin duda un fetiche (un ejemplo de esto es cómo se instauró el robo de zapatillas de marca a los jóvenes en la calle). Lo cierto es que ya no se compra un objeto que fabrica una empresa, sino que se consume el imaginario de la empresa primero y desde allí se llega al bien. El marketing va de la empresa al objeto y no al revés. Esta relación se sintetizó en el logo empresario a lo sumo con una pequeña frase debajo. Consecuentemente con esta forma de publicidad las empresas se lanzaron a capturar todo el espacio visual y sonoro. Esto trajo innumerables denuncias sobre la contaminación visual por los excesos de carteles publicitarios en ciudades y rutas. El logo se hizo emblema y, al mismo tiempo, devoró todo tipo de acontecimiento cultural, social y deportivo (ya las copas deportivas llevan el logo de la marca que lo auspicia como central del evento, los recitales pasaron de ser Buenos Aires Rock a Quilmes Rock, etc.).
Como no podía ser de otra manera los seres humanos fueron también un espacio para hacerlos llevar publicidad en su pecho o espalda, al modo del antiguo hombre sandwich. La moda jogging fue la más clara muestra, la ropa deportiva llevaba enormes avisos del fabricante en el pecho o la espalda, así el deporte colaboró para imponer el consumo compulsivo y la identificación, a través de una empresa con el modelo capitalista. De esta manera el cuerpo fue tomado, capturado, inducido a ser portador publicitario de los cantos de sirenas de la “libertad al aire libre”. El cuerpo fue espacio para la impactante publicidad de las marcas deportivas.
Tatuajes
El cuerpo contemporáneo, entonces, está atravesado por los logos empresarios, las transformaciones corporales (lifting, cirugías plásticas, piercing, cambios de sexos, etc.) y la moda juvenil que ha decidido ponerle a la carne distintas señales de identidad. Es interesante observar que el fenómeno juvenil es unisex y que ya no hay en los cuerpos un solo tatuaje, por el contrario se presentan de a tres o cuatro en distintas zonas. Hay algunos que son para la esfera pública (cuello, tobillo, hombro) y otros, cercanos a la zona genital, que sus portadores muestran sólo en la intimidad de un lecho. La mayoría de ellos dan cuenta de un momento de quién lo posee. Los más complicados de llevar son aquéllos que, pasado un tiempo, producen repudio o vergüenza a su portador.
Queremos remarcar que estos fragmentos de rituales de formas pretéritas de sociedad están en consonancia con las dificultades en las identificaciones que los adolescentes tienen. En un mundo ilusionado con la eterna juventud, los adultos aparecen borrosos, no generan muchas expectativas como referencias. Desde esta perspectiva el tatuaje denuncia una crisis en la transmisión generacional.
Llegamos así al complejo asunto de la nueva “batalla” generacional, la que ubicamos entre las grandes empresas y su marketing, como expresión del mundo dominante, y la rebeldía juvenil. Es el cuerpo el lugar dónde se dirime la batalla, allí es dónde las empresas han llevado su marketing, por ello no es un espacio que hasta un momento histórico había pasado inadvertido y que la rebeldía juvenil descubre.
Que la carne “diga”, como un spot publicitario, más que lo que el joven puede enunciar no deja de ser una limitación para sus futuros desarrollos personales. Mucho se dice al respecto del angostamiento de conceptos del lenguaje adolescente y el resurgimiento en el cuerpo de significaciones más complejos, que “dicen más” que la propia palabra del portador, debe replantear la relación entre la reflexión y la carne. Que el cuerpo sea el recurso y el lugar de la rebeldía nos parece parte del acorralamiento que el mundo de la publicidad y el consumo viene ejercitando para encarcelar la transmisión de ideas y protestas.
César Hazaki
Psicoanalista
cesar.hazaki [at] topia.com.ar
Bibliografía
Pérez, Carlos D., Siete Lunas de Sangre, Editorial Topía.
Pelento, Marilu, “Los tatuajes como marcas”, Rev. de Psicoanálisis LVI.
Klein, Naomí, No Logo.