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Ensayo sobre prácticas manicomiales en el hospital general

Este texto recibió la primera mención en el Sexto Concurso de Ensayo de la Revista y la Editorial Topía por el jurado compuesto por Úrsula Hauser, Juan Carlos Volnovich, Vicente Zito Lema, Miguel Benasayag y Enrique Carpintero.

Su autor con un estilo no exento de ironía describe sus años de residencia en Salud Mental a través de un caso. En la introducción señala:

“…Describámosle al lector el marco en donde se encuadra el relato del texto.

En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la residencia en salud mental es un programa rentado de formación interdisciplinaria, conformada por psicólogos, psiquiatras, trabajadores sociales y musicoterapeutas. Los enfermeros, si bien no pertenecen al sistema de formación, juegan un papel crucial en el campo.

El servicio cuyas prácticas estoy a punto de describir no es la excepción entre el resto, sino un efector más dentro del entramado manicomial

La residencia -especie de mamushka institucional, microvisión de infantería juvenil, sistema agalmático de explotación de trabajo- dura un total de cuatro años e incluye rotaciones dentro de diversos efectores de salud, aunque su lugar de desempeño es mayormente hospitalocéntrico, con una interpretación materialista unicausal de la enfermedad1, herencia de la microbiología, y cuyo modelo es de corte asistencialista y clínico; lo cual se demuestra fácilmente atendiendo a la especialización que supone el pasaje por la residencia: en psicología clínica. Es cierto que el problema comienza con la esquizia teórico-práctica de la formación de grado, problema que no abordaremos. En última instancia, la universidad es un lugar donde se discapacita2 al estudiante.

Volviendo al tema en cuestión, puede percibirse sin grandes inconvenientes que la mayoría de los servicios funcionan con la mano de obra perentoria de los jóvenes ingresantes, entusiasmados por comenzar a desenvolverse en el campo que de seguro termine por desrealizarlos profesionalmente.

Enfoquémonos, sin embargo, en el departamento de salud mental; recuperemos algunas ideas por la vía de la experiencia.

En términos generales, podríamos decir que la pizarra de la sala de internación se organizaba a partir de tres grandes categorías: “Esquizofrenia”, “Trastorno bipolar” y “Otros”: grupo abyecto del programa de formación hospitalaria, constituido por la escoria psicopatológica del cerebrofarmacologismo y la porción desafiliada de un inconsciente con high standards.

Ahora bien, las cosas tampoco estaban fáciles para el primero de los dos grupos. Ellos también padecían las consecuencias de la degradación aporofóbica del pronóstico3 devenido profecía neuroclasista4.

Vale aclarar que el servicio cuyas prácticas estoy a punto a describir no es la excepción entre el resto, sino un efector más dentro del entramado manicomial post edilicio, en conflicto con la no tan nueva ley de salud mental; regulación supra paradigmática del campo. Este es un punto clave. Ahora bien, dichas prácticas manicomiales deben ser pensadas más allá de la lógica del caso por caso; eje de conflicto permanente entre la salud mental y el psicoanálisis…”

Transcribimos un fragmento del capítulo 20.

Este capítulo trata sobre mi vínculo con Víctor, si se me permite la mala palabra, e incluye una serie de situaciones de las más dispares, compuesto al modo de un movimiento sinfónico, pero en clave atonal. Lo que habitualmente llamamos “tratamiento”, aunque no en los términos de su acepción más recurrente, sino como el modo bajo el cual se trabajan ciertas materias (o material) para lograr su transformación. Veamos:

1. Fueron pocas las veces que conversamos dentro de un consultorio. Supongo que se debió a que ambos disfrutábamos mucho caminar por el hospital. También es cierto que al comienzo estaba contraindicado meterse con Víctor en espacios cerrados, ya que era difícil establecer algo así como un cálculo situacional preciso. Nunca le di mucha importancia y creo que eso él lo percibió.

Una mañana el calor nos obligó a desistir de la caminata diaria y no nos quedó otra opción que ir a uno de los consultorios del Lado mujer. De esos en los que la entrevista era interrumpida con frecuencia por algún otro compañero, desprovisto de toda intención por respetar uno de los pocos y verdaderos universales antropológicos: la puerta cerrada indica “ocupado”.

El consultorio estaba compuesto por dos sillas de plástico rotas y una mesa de melamina desmelaminizada (¿una mesa con problemas autoinmunes?).

Víctor se sentó del lado derecho: Lado paciente; prácticamente imposible de diferenciar del Lado profesional. La diferencia absoluta se debía a la cajonera.

Conversamos sobre cómo se sentía durante la internación. Recuerdo que decía afectivizado cuánto extrañaba a su madre.

Fuimos continuamente interrumpidos por gente abriendo la puerta; muy inusualmente con una sigilosidad felina5, las más de las veces con la torpeza propia del desinterés.

No habían pasado más de veinte minutos cuando un paciente irrumpió en el consultorio psicotiqueando, a los gritos y con los brazos alzados.

–¡Tomás, Tomás, vienen los extraterrestres!

Me disculpé con Víctor y acompañé al paciente a la sala de espera recordándole las palabras de un buen amigo suyo, quien, año a año, mes a mes, vez a vez, lo calmaba por la vía probabilística diciéndole: “El año pasado no vinieron”. Estaba furioso porque no podía atenderlo ahora mismo. Me gritó rabioso y me amenazó con buscarse otro psicólogo. Su boca parecía una letrina.

Volví al consultorio lo más rápido que pude, listo para reanudar la conversación. Víctor continuaba sentado, entreteniéndose con unos bollitos de papel que había fabricado con el borde de una de mis hojas. Tenía una sonrisa ambigua en el rostro.

-Ese está peor que yo -dijo.

Minutos más tarde nos despedimos.

Cuando volví a la sala el paciente ya no estaba.

Nos cruzamos en el jardín algunos días después. Si bien se lo notaba avergonzado, no dudó en decirme:

-No fue a propósito Tomás, ¡fue mi inconsciente!

-El inconsciente no existe -le respondí harto, y pautamos un nuevo turno para conversar acerca de lo sucedido.

2. Durante los meses que duró su internación, Víctor recibió pocas visitas. Eso es, que entre tantas cosas que le faltaron, le faltó continencia y dinero.

Jamás logramos que ninguno de sus hermanos pasara por el hospital a ver cómo estaba. Su madre vino unas pocas veces al comienzo y luego se marchó de vacaciones junto al resto de sus hijos; la comunicación entró en fading y mi primera impresión de ella se hizo añicos.

Volvió a aparecer para gestionar la afiliación de su hijo a la obra social. Luego me enteré que estaba enferma. Del padre nadie sabía nada hace añares ni supimos nada luego. Él brillaba por su ausencia.

La pizarra de la sala de internación se organizaba a partir de tres grandes categorías: “Esquizofrenia”, “Trastorno bipolar” y “Otros”

Internado y sin familia que lo visitara, a Víctor se le acabó el dinero en unos pocos días. Tampoco era que fuese a necesitar demasiado billete para atravesar la internación. Tenía algo de ropa, elementos de higiene, y la comida del comedor, esa porquería insabora cuya ración cabía en la palma de la mano de un niño, era comida al fin. Nosotros los profesionales comíamos lo mismo, y cuando me dijo: “Tomás, ésta comida es un asco”, le respondí que lo sabía por paladar propio y le aconsejé ponerle mucha sal. De haber sido “un bipolar” le habría indicado condimentarla con litio.

El problema fueron los cigarrillos.

Recuerdo cuando hacia el final de mis años universitarios me anoté en una pasantía clínica en un manicomio. Fuimos por primera vez un miércoles por la mañana. Antes de entrar, el profesor insistió en que compráramos un atado para darle “a las locas”, ya que “las locas fumaban mucho”.

Me demoré unos cuatro años en darme cuenta de la verdadera razón. En realidad, en aquel entonces no creo siquiera haberme formulado la pregunta. El problema no eran los cigarrillos sino el aburrimiento, el afecto reprimido de nuestro campo, del cual hoy ya nadie habla (aunque Basaglia, Laing, Cooper, Pichon-Rivière y Goffman, entre otros, hayan dicho mucho al respecto).

Luego del primer mes, cuantificable en los siguientes términos: 30 días, 720 horas, 120 comidas insípidas, 60 inyecciones y 0 visitas familiares, Víctor comenzó a estar severamente aburrido. Entonces empezó a pedirme plata para los puchos, no antes. Sin saber muy bien qué hacer le dije que no fumaba, que por qué no le pedía a otro paciente. Una respuesta sumamente estúpida la mía, ya que la mayoría de los pacientes, sino todos, al igual que nosotros “los doctores”, le tenía miedo.

Así fue como mi no-estrategia fracasó y comencé a darle el mínimo de dinero para los cigarrillos más baratos.

En el campo de la psicopatología, uno de los mayores problemas con los cuales me encontré fue que los pacientes estaban convencidos de que eran esquizofrénicos

La verdad es que nunca llevé la cuenta. Intuía que no era mucho, aunque me daba igual. Sí recuerdo cómo en cada ocasión, antes de aceptar la plata me decía: “Es un préstamo Tomás, cuando salga de acá te la voy a devolver”.

Una tarde me contó que le gustaba cocinar. Le pregunté si tenía platos predilectos. Dijo que cocinaba con lo que tuviese a mano pero alardeó con que hacía un muy buen sándwich de milanesa. Alardeó demás y le enrosqué la serpiente.

Sin dudarlo le propuse un canje para saldar su deuda al momento del alta. Le pedí dos sándwiches completos de milanesa para que almorzáramos juntos en el hospital. La única condición era que los hiciera él (y que la milanesa fuera frita).

Él sabía cuánto repudiaba la comida del comedor. Fue un canje noble.

3. En marzo tuvimos un diálogo crucial. Creo que partir de allí nuestros encuentros comenzaron a estar motivados por asuntos más precisos -o preciosos-, como en este caso lo fue la tristeza.

Víctor llevaba algunos días mostrándose irritable. Quien no lo notara podía darse por dormido o por muerto, ya que al caminar sus brazos le latían cargados de sangre, mientras sus pupilas se dilataban como ondas en el agua. Víctor apretaba la boca con fuerza como intentando masticarse el malestar. A más de uno le daba miedo, lo cual resultaba absolutamente comprensible.

Le propuse ir a un consultorio a charlar. Una vez sentados le pregunté qué le pasaba:

-Nada Tomás. Estoy enojadísimo, voy a romper todo. Ya me van a conocer -dijo. Constreñía sus puños con una fuerza deliberada.

Entonces no esperé más y le dije:

-¿Vamos a hablar de lo triste que estás o vas a seguir haciéndote el áspero6?

Jacques Lacan le llamó a esa maniobra la regla fundamental7.

Víctor comenzó a llorar casi de inmediato. Aguardé en silencio mientras el azul prusiano se transformaba en cobalto, luego en un grisáceo azul mohíno.

Desde aquel momento nuestras conversaciones cambiaron para siempre. Es notable cómo determinadas preguntas pueden precipitar cambios en los vínculos de modos incalculables.

Al recordarlo, creo que se trató de una legítima transmutación del afecto, si bien yo prefiero llamarle “una elevación del detalle al rango de acontecimiento”.

De todos modos, lo importante fue que a partir de dicho momento pudo visibilizarse una inversión del pedido, el cual quedó sancionado en sus “propios” términos; entendiendo por ello que desde aquel momento su tristeza se convirtió en el asunto privilegiado de nuestros próximos encuentros. Y no únicamente nuestras conversaciones cambiaron, sino su apertura para con el resto, para decirlo en términos otrológicos. Lo que podríamos llamar su outsight; en contraposición a esa tontería que se dice hoy, de mirar hacia adentro de uno mismo.

Ya de alta, volver a su casa fue el desafío más arduo que le tocó vivir. Había algo así como nueve personas repartidas entre dos pequeñas habitaciones. Víctor se turnaba entre la pieza más pequeña y el futón del living. Ezequiel, uno de sus hermanastros, el mayor, entraba y salía de la casa furioso, con la nariz empolvada, amenazando a Víctor con una pistola que tenía guardada en la mesa de luz, al borde de la cama. Los otros no se quedaban atrás, y aunque no tenían armas, se las arreglaban por sus propios medios, gritándole, ante cualquier desacuerdo, que era un “esquizofrénico” o un “bastardo”.

Al día de hoy no deja de sorprenderme la ingrata coincidencia entre los dichos de sus hermanastros y la respuesta de la Dra. X, ¿la recuerdan?; soportada en un silogismo de los más cruentos, aquel que concluye lógicamente que todo esquizofrénico es bastardo; es decir: que no será escuchado.

Luego del primer mes, cuantificable en los siguientes términos: 30 días, 720 horas, 120 comidas insípidas, 60 inyecciones y 0 visitas familiares, Víctor comenzó a estar severamente aburrido

Sin otro lugar para vivir y sin un laburo permanente se nos hizo difícil encontrar una solución viable en lo inmediato. Junto al Dr. Arnaldo le dijimos que si no aguantaba más viniera al hospital a pasar el día cuanto tiempo fuese necesario. Fue así como sin saberlo iniciamos una política singular de reducción de daños.8

4. Que el psicoanalista actúa al modo de un secretario9 parece estar fuera de discusión. El asunto es de quién.

A fines del 2004 la madre de Víctor consiguió un puesto municipal y fue afiliada a la obra social del trabajo. Víctor había sufrido el accidente apenas un año atrás. Alcanzó su mayoría de edad sin siquiera saber cómo llevarse a la boca su propia torta de cumpleaños. Tuvo que aprender todo de nuevo, y bien que lo logró.

Tiempo después tuvo su primera internación, motivada por un episodio psicótico en el contexto de consumo de sustancias sintéticas. Luego otra y otra y otra, hasta que llegó al servicio aquel fin de semana por la mañana, subsumido bajo el reinado de su nuevo orden neurofisiológico, mientras yo leía “La falsa medida del hombre” de Stephen Jay Gould. Su internación duró un total de cinco meses. Dos meses y medio más de lo necesario.

Una de las primeras acciones que se llevaron a cabo fue la gestión de su certificado de discapacidad; cuya gestión estuvo a cargo del Lic. Raúl, el primer trabajador social-biologicista de la historia de la humanidad.

Como buen termostato que era, Víctor no tardó más que aproximadamente dos meses en compensarse. El problema no fue ese, sino que una vez discapacitado, el siguiente paso lógico fue incluirlo dentro del plan familiar de la obra social, al cual su madre, ya lo hemos mencionado, ahora lo enfatizamos, se había afiliado en 2004.

La obra social rechazó el pedido, pero lo hizo bajo un modo perverso, escritoriando tanto a la madre como a la trabajadora social en un mar de trámites sin amanecer.

Ahora bien, con una saliencia10 más que respetable, ya homeostático, ¿había acaso algún otro motivo para prolongar su internación en la unidad 20? Creía que no, pero estaba equivocado y lo averiguaría durante el próximo pase de sala.

El pase de sala era un dispositivo donde se sostenía a rajatabla la regla fundamental: algunos asociaban libremente mientras otros mantenían su atención libremente flotante. Yo formaba parte del segundo grupo. Una vez me caí de la silla de lo distraído que estaba. Por suerte se me ocurrió un buen chiste y pude conservar mi trabajo y mi reputación; al menos por un tiempo.

Para decirlo sin más rodeos, se decidió que Víctor no se iría de alta hasta no lograr su afiliación a la obra social. La razón era sencilla: era el único modo de evitar que volviese a internarse en el servicio, así que no cabía otra salida que la de esperar, y eso fue lo que hicimos; esperamos.

Durante esos meses de penitencia Víctor se aburrió hasta que el fastidio y la queja devinieron en sumisión; como cuando el agua de la bañera termina por enfriarse.

Lo mismo me sucedió a mí11, secretario del alienista, lo cual es imperdonable.

5. En el campo de la salud mental, o mejor dicho de la psicopatología, ya que así lo indica el cartel de entrada al servicio, sin importar cuántas veces escribamos Salud Mental en nuestra afección por las mayúsculas; en el campo de la psicopatología entonces, uno de los mayores problemas con los cuales me encontré fue que los pacientes estaban convencidos de que eran esquizofrénicos -por poner un ejemplo-. No estoy interesado en problematizar si las “enfermedades mentales” realmente existen o son construcciones consensuadas, determinadas cada vez por la coyuntura y la confluencia de variables propia de cada tiempo; ya hay suficiente bibliografía escrita al respecto. Lo que sí me interesa interrogar es la interiorización del diagnóstico por parte del enfermo.

Entonces, ¿cómo es que los pacientes terminan por convencerse de ello?

A través de lo que cabe denominar la construcción del paciente a la medida de la institución hospitalaria; de sus demandas institucianales o asunción del rol de enfermo mental12 en el juego de la insania, comprendida por una serie ordenada de operaciones resubjetivantes:

1) Compensación del cuadro de base.

2) Conciencia acerca de la propia enfermedad, la victoria del consenso médico, o la asunción del ser-morbífico.

3) Adherencia al tratamiento cerebrofarmacológico.

Durante muchos años hubo un dispositivo asambleario funcionando en pos de la producción de identidades modelo o modelamiento fino sobre la percepción de sí mismo; íntimamente asociada a aquella perversión filosófica que los médicos llamaban “conciencia de enfermedad”.

En el caso de Víctor ese fue uno de los mayores obstáculos con los cuales me encontré, ya que él mismo se decía a sí mismo “esquizofrénico”.

Es notable cómo el lenguaje nos obliga a decir las cosas de determinadas maneras. Pero no nos engañemos, hay opciones.

No solo decía que era esquizofrénico (iatrogenia negativa), sino que completaba la afirmación con la siguiente implicación lógica. Decía: “Si tomo medicación es porque tengo una enfermedad mental dentro del cerebro.”13Bueno, de lo que queda de él” habría que haberle dicho. Impecable razonamiento, el de mi pacientermostato.

Tomó mucho trabajo problematizar semejante afirmazón, la cual obturaba toda posibilidad de realizar un trabajo de investigación sobre las causas de su padecimiento; en plural. Con el tiempo pudimos deshilvanar algunos problemas, tales como el vínculo con su madre, los dichos de sus hermanos, las coordenadas de su accidente, las múltiples situaciones de violencia en las cuales estaba inserto; su padre desaparecido y demás cuestiones. La mejoría fue notable.

El 27 de mayo del 2012, un grupo de prestigiosos psicólogos y politólogos estadounidenses publicó un artículo -más tarde replicado en el diario La Nación- afirmando que gran parte de nuestros supuestos ideológicos estaría presente en el código genético; al igual que el gen de la monogamia, el gen de la adicción a la cocaína, de la fe, del altruismo, de los prejuicios raciales, la amistad, la homosexualidad, la pereza, etc.

A 25 años del comienzo de la afamada “década del cerebro”, semejante artículo permite vislumbrar cuestiones diversas. Entre ellas, la prueba garrafal de que los psiquiatras no están solos en esta cruzada (ni tampoco son todos ellos), pues el discurso psicológico se renueva continuamente como aquella rama de la ciencia destinada a la objetivación absoluta del hombre, desplazando día a día las pasiones, los afectos, las elecciones y los conflictos hacia el campo del genoma. Pero no sin un consuelo para el resto. Que lo demás influye.

Cierta vez, en un ateneo clínico, una médica amiga me dijo que quizás nuestra función como psicólogos era “deconstruir aquello que ellos construían.”14 Me pareció una absurdidad que rayaba lo idiota, pero me sirvió para acuñar el término neuroesencias.

Me resulta sorprendente que no se le haya ocurrido a nadie antes.

Notas

1. Morales Calatayud, Francisco, Introducción a la psicología de la salud, Paidós, Buenos Aires, 1999, p. 34.

2. Destaco la disquisición teórica establecida por Fernando Ulloa entre “formación” y “capacitación”: como conceptualización de lo cotidiano con excelencia teórica. En Novela clínica psicoanalítica. Historial de una práctica. Paidós, Buenos Aires, 1995, p. 70.

3. De la evolución artificial de la enfermedad.

4. “Los bipolares” tienen en cambio un mejor pronóstico, pues los salvaguardan sus estudios de grado y la comprensión Jasperiana.

5. La cual tan solo aumentaba la suspicacia de los pacientes.

6. Pensándolo como “illness”.

7. Jacques Lacan. Conferencia dictada en la Universidad de Columbia. Auditórium de la escuela de asuntos internacionales. 1 de diciembre de 1975.

8. Si bien estábamos advertidos de que el riesgo era que el servicio se transformase en una institución total para Víctor.

9. Un hápax lacaniano demasiado conformista, el del psicoanalista como secretario del alienado.

10. Confirmamos a diario la tesis de la “saliencia aberrante” de S. Kapur, al escuchar a nuestros pacientes decir: “No dejé de escuchar las voces, solo que ahora les presto menos atención”. Hay que cambiarle el nombre a los antipsicóticos, ya que bien podrían ser antineuróticos, o mejor aún, antibióticos (en un sentido amplio). La raíz del asunto es la significatividad, noción transdiagnóstica.

11. Incluible dentro del tríptico sintomático descripto por Ulloa para dar cuenta de la mortificación institucional (pérdida de coraje, pérdida de lucidez y contentamiento del cuerpo).

12. Scheff, Thomas, El rol de enfermo mental, Amorrortu, Buenos Aires, 1966, p. 55.

13. ¿Se trata de etiología?, ¿de causalidad?, ¿de determinación? ¡Se trata de correlación! Sin embargo, la cuestión siempre pareciera terminar degradándose hacia cualquier falacia del tipo cum hoc ergo propter hoc: “La causa de su enfermedad mental es… genética”. El psiquiatra al servicio de la metabiología. Ahora bien, el psicoanalista tampoco está exento de correr los mismos riesgos, al afirmar, por ejemplo, que la causa de la psicosis es la forclusión del Nombre-del-Padre.

14. Y pensé a modo de consuelo: “Al menos no creen que lo descubren”.

 

Tomás Pal
Lic. en Psicología
tomas_pal [at] hotmail.com

 

 
Articulo publicado en
Abril / 2018