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Enrique Pichon Rivière: la locura y la ciudad

 

No puede decirse que Pichon sea un “olvidado”, en la medida en que su nombre y la herencia de su enseñanza mantienen una extensa difusión en diferentes “escuelas” de psicología social y en la tradición del discurso y las prácticas de grupos. Y sin embargo, en un sentido, vale la pena volver sobre las condiciones y los lineamientos iniciales de un pensamiento y una acción que impactaron profundamente por su originalidad en un espacio que interconectaba el psicoanálisis, la psiquiatría y la psicología. Me interesa destacar que si puede decirse que hay algo así como un “psicoanálisis argentino” no es en el nivel de los conceptos fundamentales sino en el de cierta “situación nacional” particular donde es preciso buscar su sustento. Y en esa situación hay que tomar en cuenta particularmente las condiciones y las formas de esa extensa implantación cultural que se produjo en los '60 y de la cual, como es sabido, Pichon fue una figura central.
Desde luego, entre los autores que llenan la historia del psicoanálisis (comenzando por el propio Freud) no todos llevan las marcas de su tiempo con idéntica intensidad. Si se admite que hay diversas “duraciones” y ritmos en la historia de las ideas, las instituciones y las sociedades, hay acontecimientos y producciones que aparecen más despegados de una coyuntura particular, así como los hay discursos que se anticipan su tiempo. En el caso de Pichon Rivière, el hombre, la obra y su tiempo parecen encajar ejemplarmente.
No voy a insistir sobre los rasgos de esa sociedad y esa cultura de los '60, atravesados por una sensibilidad de cambio y una básica confianza en un camino reformista que debía extender sus efectos sobre el conjunto de la sociedad y sus instituciones. Y si la originalidad de Pichon era al mismo tiempo una particular sintonía con la imaginación de su tiempo, sus efectos operaban en dos direcciones, necesariamente articuladas. En primer lugar y sobre todo, en la orientación hacia la sociedad y en la idea fuerte de un saber que se prolongaba en una praxis proyectada sobre el presente. Saber “participante” e interés práctico se aunaban en esa reorientación de la disciplina freudiana (que era al mismo tiempo reunida de un modo innovador, arriesgado incluso, con ciertas tradiciones de la psicología social) hacia el horizonte ideal de una intervención transformadora de la sociedad.
En segundo lugar, tal proyecto no podía de dejar de tener efectos hacia la propia institución psicoanalítica. En este punto (que merecería otros desarrollos), la “exposición” pública de Pichon y, sobre todo, esa voluntad de construcción hacia fuera de la organización que él había contribuido a fundar, contrastaba con las formas conocidas del encierro en la ortodoxia y el repliegue autorreferencial. Si el psicoanálisis se expandió en la cultura, si puede decirse que en los '60 fue refundado directamente en la esfera pública, una primera condición y un primer paso estuvo dado por ese desplazamiento, esa instalación ejemplar que Pichon realizaba en los nuevas espacios que creaba y en las formas abiertas con que concebía la incorporación a sus prácticas grupales. Y desde luego, es claro que rompía con esa ficción autofundante de “extraterritorialidad” (para retomar un término de Robert Castel) que el psicoanálisis ha alimentado desde sus orígenes y que a menudo ha sido el sostén de la voluntad institucional de autopreservación a cualquier precio.

 

El grupo en el manicomio
Brevemente, Pichon realizó una renovación profunda de la clínica y la terapéutica de las psicosis por la inclusión del sistema familiar; desde esa revisión de la patología que imponía el modelo del vínculo, se desplazó a una teoría y una técnica de “grupos operativos” que se proyectaba como el modelo de una experiencia posible de autoformación socializadora que, idealmente al menos, debía realizarse directamente en la sociedad. En ese sentido, es muy ilustrativo el modo en que, en la propia narración pichoniana, quedan situados los orígenes de los grupos operativos: el artefacto práctico grupal ha nacido dos veces.
El primer nacimiento, en términos cronológicos, ocurrió en el espacio de la locura, entre el Asilo de Torres y el Hospicio de las Mercedes. En su primer contacto con el espacio de la segregación, el encierro y el abandono, en el asilo de oligofrénicos, cuenta Pichon, una de sus primeras tareas fue organizar un equipo de fútbol, con el cual, además, ganaban siempre. En ese pequeño mito pichoniano está ya presente una clave de la enseñanza a la que va a dedicar su vida: la locura, en su forma aparentemente irreversible, puede ser, si no vencida, al menos reparada, no por el ejercicio de la razón discursiva sino por las virtudes del agrupamiento asociativo1. Unos años después, en el manicomio de hombres de Buenos Aires, esa misma voluntad de cambio sostiene una práctica que incluye, centralmente, una crítica de la institución psiquiátrica y sus funciones segregativas. Esa dimensión de crítica institucional, propiamente política, que combinaba la voluntad reformista con el cuestionamiento ético de las funciones del manicomio, fue muy importante en su obra posterior. Y si llegó a la familia desde el manicomio y la clínica de las psicosis, en su análisis de la trama familiar en el proceso de enfermar tiene en la mira, sobre todo, los mecanismos de depositación y segregación. De modo que no hay ninguna concesión a una visión ingenua de la familia como refugio enfrentada al manicomio como espacio de encierro y discriminación: la familia y el manicomio como objetos propiamente sociales son finalmente analizados con un enfoque análogo.
Ahora bien, nacida en el Hospicio y asociada a los mitos modernos de un combate con la locura que lo colocaban en línea con Pinel, es posible advertir que ya en el Hospicio, en el reducto de la sinrazón y el abandono, Pichon proyectaba la realización posible de una microsociedad integrada y comunicada. Por otra parte, si el grupo como artefacto de cambio encontraba su objeto ejemplar en los reductos de la locura, ese relieve de la patología era correlativo de su concepción de la “enfermedad única”: frente al núcleo melancólico, que para Pichon Rivière caracterizaría todas las formas psicopatológicas, el grupo se perfilaba como un dispositivo capaz de reparar la separación y la pérdida primaria, ese fondo trágico que amenaza la existencia humana. Podría decirse que en el grupo se situaba, para Pichon, a la vez el mal y el remedio. Si, como relación primaria, evoca el fantasma trágico del encierro y la separación traumática (de la pérdida y la muerte), a la vez, el grupo como “equipo” es el sostén del vínculo que discrimina, la movilidad del lazo social que vence a la inercia de la locura.
Finalmente, lo “operativo” en el nivel del equipo coincide con una tarea subyacente: la elaboración de la situación patogenética que responde a las ansiedades básicas. Esa interminable elaboración fundamenta su concepción de la creatividad dado que, básicamente, la acción creadora se caracteriza por su capacidad de disminuir las ansiedades básicas y en ella se sintetiza la plasticidad, el metaaprendizaje y la disposición al cambio. Pero esa visión integradora del proceso grupal no se libra a la anticipación de un progreso indefinido hacia el futuro. La dimensión del pasado (que quedaba relegada en el paradigma lewiniano y en la visión sincrónica de la organización de roles) reparece sin atenuantes. La creación es siempre “recreación”, en un sentido que reincorpora de un golpe el núcleo profundamente trágico de la reflexión psicoanalítica: es “recreación del objeto destruido, núcleo de la depresión básica”, y “gira alrededor del enfrentamiento con la muerte propia y concreta”. La perspectiva livianamente optimista del aprendizaje sin memoria queda súbitamente reinstalada en el límite de la finitud; la contingencia en el origen (separación traumática y destino incierto) reaparece en el horizonte final: la “integración”, en este giro antropológico, tiene como condición la “mortalización”. En el enfrentamiento con la muerte propia, dice Pichon, la alteridad alcanza un punto óptimo de diferenciación en términos de distancia, identidad y límites propios2.
Trasladado a la dimensión de una creación colectiva, en diversas direcciones (“ascenso social”, colaboración en obras colectivas, construcción o planificación de un proyecto), lo que queda destacado es que no hay praxis creativa que no tenga efectos de transformación, de “reforma” podría decirse, sobre el propio sujeto. La noción de “adaptación activa” (que encierra un potencial de confusión porque proviene del vocabulario evolucionista, más precisamente de H. Spencer) en todo caso parece referirse a esa experiencia de cambio que es concebida como una interminable reiniciación, una dimensión de historicidad que revierte sobre un sujeto en permanente “hacerse”. En ese sentido, parece claro que esa reflexión sobre la creación y la mortalidad queda situada en el horizonte conceptual de la fenomenología existencial, aunque el déficit de teorización en el escrito pichoniano eluda mayores precisiones.

 

La ciudad futura
Hay un segundo nacimiento del grupo operativo que se produce en el seno de una gran ciudad: la “operación Rosario”. Ante todo, es la presentación ejemplar del alcance y la potencia de los grupos operativos proyectados en la escala de una intervención social. Si algo del funcionamiento del grupo “secundario” estaba ya presente en la implantación del equipo asociativo en el manicomio, esa refundación del grupo en la ciudad era la realización misma de la separación respecto del grupo primario en la representación deseada de una sociedad de iguales. En esta dimensión pública, “sociopolítica”, se establecen las conexiones con el impulso de un reformismo psicosocial de la vida ciudadana que, puede decirse, tiene como referencia más o menos presente la voluntad de dejar atrás la “sociedad peronista”. Aquí es donde es posible establecer alguna relación con el pensamiento del primer Germani, allí donde el sociólogo había elaborado una “psicología social del peronismo” inspirada en Erich Fromm3.
La experiencia realizada en 1958 quedó situada, en lo que resulta ser la única exposición que ha quedado de ella, como un modelo de investigación social que reuniría el conocimiento de la sociedad con la intervención destinada a la “solución” de problemas, presentados como “cierto tipo de interacciones que entorpecen el desarrollo pleno de la existencia humana”4. El psicólogo social ocuparía, entonces, el lugar de un agente favorecedor de ese desarrollo que respondería a una dinámica casi naturalmente inscripta en las disposiciones motivacionales inherentes al sujeto. Ahora bien, la concepción del “proceso grupal” como un movimiento de cambio social subjetivo aparecía a la vez como el paradigma de una intervención formadora de un “tejido” de roles y vínculos que idealmente se extendía interminablemente en la sociedad. Y en esa expansión hacia lo social, desde el grupo familiar, se desplegaba una utopía democrática. Y en ella la idea de la “heterogeneidad” en la composición inicial de los grupos, lejos de constituir un obstáculo era una condición buscada de la experiencia y fundaba el procedimiento de agrupar a los participantes al azar.
En esa representación microsocial, el proceso de formación de un tejido interactivo coincidía con la instauración de una trama que se desarrollaba en dirección al mejoramiento de la comunicación, la flexibilidad de los roles y la capacidad de un “metaaprendizaje”: la heterogeneidad, la mezcla y las “asincronías”, que habían sido destacados por Germani como un obstáculo en el camino hacia una socialidad integrada, quedaban convertidas en un componente valorizado de ese proceso que, en todo caso, parecía coincidir en la escala microsocial con el objetivo mayor de la transición hacia una nueva sociedad. En todo caso, esa voluntad constructiva social hacia el futuro reencontraba cierto mandato que venía de una tradición fundadora de la Argentina; pero le agregaba, en consonancia con las ideas de la “transición” modernizadora una sensibilidad democrática, integrativa, “igualadora” de las diferencias, en suma, una representación ideal de la polis como espacio de discursividad y elaboración colectivas.
Ahora bien, más allá de las representaciones contrastantes que alternan las valoraciones positivas o negativas de la diferencia (de la mezcla y la heterogeneidad) en la sociedad argentina, la idea del desarrollo social quedaba focalizada, en el esquema de Pichon, en esa voluntad de grupo: la asociación cara a cara aparecía a la vez como objeto de análisis e intervención y como un ideal prescriptivo de alcance universal. Y lo destacable es que se trataba de una promoción del grupo en términos de un artefacto de comunicación en el que la palabra y los roles (asimilados a un lenguaje interactivo) dominaban por sobre las perspectivas de la acción. Es decir que en una década dominada por la pasión política y la voluntad de acción, el paradigma pichoniano pudo extender su influencia como un dispositivo estrictamente “funcional”, una “praxis” diría Pichon, concebible como una dialéctica sin término, sin objetivo final ni determinaciones “externas” al propio movimiento del grupo. En efecto, la producción de “grupo” parecía idealmente empeñada en un movimiento contrario a la dinámica de la identificación con una causa o camiseta lo que quedaba destacado por la promoción de una matriz de funcionamiento antes que de contenidos sustantivos de identificación.

 

La familia
¿Por qué “psicología social” y no “psicoanálisis”? Esa pregunta, que de acuerdo con el testimonio de Ana Quiroga era la que Lacan le dirigía a Pichon5, interesa y corresponde mantenerla abierta no tanto por las razones habituales –la preservación de la ortodoxia– sino porque está en el centro de la interrogación por la propia formación del pensamiento de Pichon. Y vale la pena retomarla en el nivel de aquello que puede ser considerado como su objeto fundamental: su teoría de la familia.
Si la familia (desde la psiquiatría y desde los modelos psicosociales) era la puerta de entrada a su pensamiento del vínculo y los roles, hay que advertir la complejidad de la construcción que ofrecía de ella. La familia era a la vez el protogrupo social, un espacio de interacciones y juego de roles, en la línea de K. Lewin, y G. Mead; y era un núcleo de relaciones primarias, sólo abordable con el esquema de las experiencias “tempranas” de M.Klein. En el trabajo que el propio Pichon destacaba como el primero de la serie que constituirá su obra sobre los grupos, quedaba claro que el punto de partida era la relación entre locura y grupo familiar, es decir,que no estaba lejos de su mitología infantil y de su acceso a Lautrémont6. El “grupo” como objeto en el horizonte pichoniano era, entonces, el resultado de una construcción compleja. En el comienzo, podría decirse, estaba lo “siniestro” de la familia “primaria” que nadie supo explorar mejor que Melanie Klein. Y no puede desconocerse que ese mundo fragmentado, de partes corporales animadas por una radical destructividad ofrecía, para el acceso pichoniano, una inquietante semejanza con el universo imaginario del conde de Lautrémont7.
Pero si arrancaba con esa dimensión “siniestra”, lo característico de la operación pichoniana radicaba en una “elaboración” (“reparación” podría decirse) que integraba (a través de lo que recoge de la teoría de la comunicación, del pensamiento de la Gestalt y del conductismo social), el modelo “funcional” de una estructura grupal comunicada, integrada, dinámica, abierta, dispuesta al cambio: una utopía micropolítica proyectada sobre el grupo familiar ideal. En ese sentido operaban las lecturas que proponía de Freud y, sobre todo, de M.Klein: la “relación de objeto” concebida como una relación social internalizada: la experiencia reemplazaba al instinto. Y la fantasía inconsciente se correspondería con las interacciones en el grupo interno “en permanente interrelación dialéctica con los objetos del mundo exterior”8.

Finalmente, es claro que el armazón conceptual que sostenía esas lecturas enfrentaba más de una dificultad; tanto como que ni Pichon ni quienes se presentaron como sus continuadores pudieron producir una obra teórica significativa, a la altura de los desafíos que nacían de ese proyecto y de esa enorme voluntad práctica. En todo caso, resta la insólita grandeza de ese programa “emergente” (para utilizar un término clave del vocabulario pichoniano) de un tiempo que ya no es, evidentemente, el nuestro. Un programa en el cual la reforma de los espacios de segregación de la locura podía combinar esas extensiones y cruces inéditos: de las relaciones de objeto tempranas a la familia y a la locura y de allí al ideal de una refundación de la sociedad que reencontraba en la praxis de los grupos la matriz de construcción sociopolítica de una república de ciudadanos.

Hugo Vezzetti

Prof. Titular de Historia de la Psicología. Cátedra I. Fac. de Psicología. U.B.A.

 

Notas:

1.  Vicente Zito Lema, Conversaciones, op. cit., p.38

2.  Id., pp.291-292.

3.  Véase G. Germani, Política y sociedad en una época de transición, op. cit., cap.9, "La integración de las masas a la visa política y el totalitarismo".

4.  E. Pichon Riviére, J. Bleger, D. Liberman y E. Rolla, "Técnica de los grupos operativos", Acta Neuropsiquiátrica Argentina, 1960,6, en Del Psicoanálisis a la Psicología Social, Bs. As., Galerna 1971, t.II, p.261, las citas corresponden a esta edición.

5.  Ana Quiroga, "Biogragía: Enrique pichon-Riviére (1907-1977)", Revista Argentina de Clínica Psicológica, I (1), abril de 1992.

6.  EPR, "Empleo del Tofranil en psicoterapia individual y grupal" (1960) Acta psiq. psicolog. A Latina, vol. VI.

7.  H Vezzetti, Aventuras..., op. cit.

8.  EPR, "Freud: punto de partida de la psicológia social" (1965, inédito), en Del psicoanálisis a la psicología social, Bs. As., Galerna, 1970, tomo 2, p. 172.

 
Articulo publicado en
Abril / 2000