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El Hombre Lobo

 

El siguiente es un experimento epistemológico. Como tal, pretende reproducir mediante la narrativa de algunos artefactos de saber experiencias, hallazgos y concatenaciones provenientes de la experiencia clínica. Si tenemos éxito, llegaremos al mismo resultado, aunque es difícil saber si con ello habremos demostrado algo.

De otra parte la alocución experimento epistemológico tiene algo de sinsentido, como un chiste. Aunque si es un chiste puede decirse que en algún nivel, ya ha adquirido algún tipo de validación, al menos epistemológicamente hablando. La emergencia en el marco del tratamiento de la cantidad de afecto y las formas en que dicha cantidad se manifiesta se asocian generalmente a nociones generales de neurotransmisión, a las que se atribuyen los eventos clínicos que más frecuentemente convocan a la intervención psicofarmacológica. Dichas atribuciones están fundadas en hallazgos producidos en membranas biológicas artificiales y luego replicados en experiencias con animales de experimentación cuyo modelo es finalmente extrapolado a la experimentación humana. No negamos ni menospreciamos el valor de los asertos que se concluyen por dichos métodos, ni tampoco el saber así obtenido. Antes bien intentaremos circunscribir estos eventos en sus manifestaciones subjetivas, en tanto sensaciones y experiencias (cuyo estatuto se formalizará en la transferencia) en relación a las cuales intentaremos esclarecer el papel que podría jugar en ellas la medicación. Contamos entre estas manifestaciones las dificultades derivadas de la propensión a la hipnosis (que es la palabra utilizada para denominar a los medicamentos que inducen el sueño), la ansiedad, la alucinosis, la timodislepsia y la epilepsia. La elección de estos términos obedece a razones tanto de índole clínica como de índole formal. Apuntan a especificar la meta del fármaco en la constelación de factores que sitúan la oportunidad de su indicación, sus alcances y su eficacia. Al hablar de constelación de factores no hablamos de síntomas, no sólo para usar una terminología rebuscada, sino para aclarar, desde un principio, que el psicofármaco tiene eficacia en diversos niveles de la experiencia sensorial, instalando un tiempo subjetivo actual, diverso del histórico, lo que es necesario calibrar en cada circunstancia particular. De otro modo, la experiencia terapéutica participará de efectos indeseables que se sumarán a aquellos que el medicamento porta por su constitución. La idea es brindar elementos para sopesar los alcances de la terapéutica psicofarmacológica, sus indicaciones clínicas, sus costos y sus beneficios, circunstancias las cuales delimitan un tratamiento del cuerpo que es precisamente el objeto de nuestro experimento, o para ser más precisos, de nuestra experiencia. Partiremos de lo siguiente: el objeto de la psicofarmacología supone un substrato orgánico de lo mental, según el cual, lo mental tendría asiento en algún locus en el cuerpo. De quedar esto demostrado, su verdad sería inexpugnable; se arribaría a una redención de lo mental por la ciencia. De momento su acción se limita a la salvación del dolor emocional el cual recibe un tratamiento similar al dolor físico: su desaparición en tanto síntoma sino instantánea, lo más instantánea posible. Salvar y redimir son cosas diferentes. Hay en la redención una subversión de la relación del sujeto al tiempo y a la ley que la salvación no implica. Redención implica tanto el final del tiempo histórico como la caducidad de la ley. De este modo, la aspiración de la acción farmacológica es la terminación del padecer con prescindencia de la matriz histórico-vivencial del que ese padecer es tributario así como del posicionamiento respecto del Real en el cual es constituido. Si se redime al sujeto de su padecimiento mental, se lo libera de su condición subjetiva cualsea y, salvo que entretanto haya alguna otra a disposición, se vacía la bañera con el bebé de su humanidad. Pero si en cambio, el medicar toma en cuenta las coordenadas de posición subjetiva histórico-vivenciales, es muy posible que logre salvar al sujeto de un mal peor. Lo hará en la medida en que renuncie a su pretensión de curar, lo que es imposible para un medicamento pero sí para quien lo indica. Pues tanto quien lo prescribe como quien lo recibe participan de una trama cuya matriz implica a ambos, incluso y para comenzar, en tanto que cuerpos (¿es necesario traer a colación el cuerpo del redentor?). Hoy por hoy todos participan a pie juntillas de es posible para el autómata del apólogo de Benjamin ganar todas las partidas . Ello llega al extremo de negar, por todos los medios al alcance, que se trata de una ilusión. Entonces, el destino del enano que maneja los hilos es en el discurso el mismo que el del caldero en el cuento judío: 1. El enano nunca existió 2. El enano era un fraude 3. Y además el enano está muerto. Llamemos en el caso que nos ocupa neurociencia al autómata y psicoanálisis al enano y tendremos el cuadro completo. Eso sin olvidar que tanto en el psicoanálisis como en la teología política es la soberanía lo que está en juego. Algún día habrá que ocuparse algo más sistemáticamente de la soberanía del sujeto (a su modo Bataille ha comenzado a hacerlo) ya que al desentenderse del tiempo en aras de la inmediatez se desanuda la historia y, a partir de ese momento, ya no importa que el futuro sea mejor que el pasado: como lo que espera es indefectiblemente lo peor, sólo podemos paliarlo con alguna embriaguez, automática o dirigida, que nos releve no tanto del horror actual como del infortunio a advenir. En estas circunstancias, el sujeto pierde terreno y poder. Y lo pierde a manos de las huestes de una horda que usando el saber científico igual que espadas y lanzas lo arrojan a un futuro determinista en el que la promesa de inmortalidad va de la mano de la experiencia de enfermedad incurable que solo sana la enfermedad mortal. El inmortal es un enfermo incurable cuya felicidad estriba en lo que podría haberle pasado , afirma así que los únicos que mueren son los ideales; y mientras se desgañita lamentándolos a voz en cuello, no hace sino vivir a su merced, en un estado de ferocidad plena. Entretanto su conquista se limita a una lucha por cosas burdas y materiales, en un ansia de resultados del que el deseo es el ausente, por inútil, como si no se advirtiera que al echarlo del festín como a un colado de una fiesta, se arroja al entusiasmo por la misma ventana. Algo similar ocurre con la verosimilitud, la que se prefiere a la verdad. Como esta solo actúa retroactivamente, el eterno presente no deja otro expediente que la precisión de lo probable por imposible que sea. Captar la realidad tal como ha ocurrido puede incluso ir a contramano de cómo ha sido vivida efectivamente la verdad en un instante, lo que tiene la ventaja lógica de ahogar la experiencia precisa en que se ha vivido el peligro de tornarse instrumento del discurso dominante. Solo que a fuerza de hacer de ese instante tabla rasa, el sujeto se petrifica en esa posición. En la desesperación de la verdad toma su campo la acedía, origen de la tristeza y cimiento tanto de la cobardía moral como del confort intelectual. La dicha tristeza, que entraña asimismo una sensación subjetiva de detención del tiempo, es de alguna manera la extenuación mental del sujeto de la civilización de masas de las grandes ciudades industriales conocida como neurastenia de Beard; lo que en nuestro medio se denomina con apelativos tan diversos como depresión y ansiedad. Descripta en el medievo como un demonio que parasita el alma, en la actualidad, como un alma a la que se ha llevado algún demonio se llame como se llame aquel por cuyo partido el sujeto se haya hecho adicto, será su cuerpo el objeto de un tratamiento de redención del mal. Al desesperar de la revolución el romanticismo puso la idea de re-producir la vida a través de la ciencia, ya sea animando lo inerte a través de la corriente galvánica, ya sea liberándola mediante la droga experimental de Dr Jekill (¿el kill será casual?). Pero la excelencia de los modernos prometeos si bien apasionada de la vida, carecía del fuego mortal de los antepasados. Junto con la invención de la vida se desvanecía la humanidad. El Dr. Frankenstein devuelve la vida a un prisionero que, condenado a muerte, había perdido su humanidad antes de perder su vida y de ningún modo puede decirse que la corriente galvánica se la haya devuelto. Antes bien y desde entonces estará en tela de juicio durante toda la trama (en el curso de la cual sólo será un emparchado de miembros como partes de una maquinaria incoordinada) y al final será posible darle muerte (¡nuevamente!) sin culpa, emoción ni castigo. Otro tanto para Mr. Hide, ese otro yo del Dr. Jekill cuyos desmanes tóxicos no lo guiarán a un final mejor. Una vez que el triunfo de la técnica ha borrado al sujeto y a su causa, lleva al desvanecimiento una moción de humanidad. Liberado el fracaso del éxito, nunca triunfa más el psicoanálisis que al fracasar, nunca fracasa tanto lo humano como en su eficacia de máquina para la cual el tiempo no es tránsito sino un presente inmóvil… un tiempo actual cuya tempoahoralidad chupa su humanidad y oferta soluciones de succión. Mientras su casa se derrumba, el ser se chupa el dedo. Otra historia sería si se arriesgara a chuparse el dasein. Entretanto, se vive en estado de excepción y, con tal de acceder a un sentimiento de culpa, se llega incluso a delinquir. Cuando desde el saber científico se propone un locus corporal para lo mental, se abra una dimensión de la vida y del tiempo en cuyo tratamiento la condición humana es puesta en cuestión. a) Héroes caídos El B29 de reconocimiento Straight Flush abrió camino al Enola Gay y señaló el blanco: Hiroshima. Little Boy era el nombre cariñoso de la bomba que mató cerca de 100.000 civiles de un solo impacto, aunque sus víctimas totales son incalculables. Todos los pilotos de la misión que puso fin a la guerra fueron recibidos en Estados Unidos como héroes nacionales. Pero algo anduvo mal con el piloto del Straight Flush. Se dice que Claude Eatherly no lo soportó. Se convirtió en un problema. Su renombre lo sacó de apuros varias veces pero, al fin, tras dos intentos de suicidio y varios ingresos en comisarías, fue apresado en pleno robo a mano armada. La Fuerza Aérea lo internó en un psiquiátrico donde permaneció confinado y medicado por más de una década. Es importante para nosotros reconocer esa trayectoria, el cambio de vía que transita Eatherly -como tantos- entre el héroe, el delincuente y el enfermo. ¿Cómo se produce ese flujo entre comisaría y hospital? En su seminario sobre “Los Anormales” Michel Foucault describe cómo la psiquiatría es llamada a resolver el nuevo gran enigma del siglo XIX: el crimen inmotivado. Una madre que mató y se comió a sus hijos o un hombre que decora paredes con tripas de un cadáver, inauguran un nuevo terreno, desconocido para el alienismo clásico. Ya no se trata del error de percepción o interpretación que se manifiesta en la alucinación o el delirio y que puede alentar crímenes 'erróneamente' motivados. Lo que está en juego ya no es la relación con la verdad. La nueva incógnita abre un campo muy diferente. Alrededor del motor oscuro que empuja a esos crímenes sin sentido se construye un nuevo objeto para la medicina: el automatismo, el instinto, el impulso, la tendencia. Y ese objeto -objeto teórico- se extiende como reguero de pólvora. ¿Acaso no habita agazapado en cada uno de nosotros esperando liberarse? Toda una serie de caprichos inútiles, conductas inexplicables o incontrolables delatan su presencia. Así, afirma Foucault, junto con el monstruo criminal se caerán del campo del derecho una gran cantidad de 'anormalidades' que serán tomadas por la medicina. Claude Eatherly cometió un delito un tras otro, pero algo lo mantuvo excluido del sistema de justicia. Primero, era un héroe nacional, claro. Segundo: delinquía de un modo insensato, 'no ajustado a fines'. Robaba sumas irrisorias. Usaba un revólver de juguete. No huía de la escena del crimen. Falsificaba cheques con los que hacía donativos a Hiroshima. La intención no es reconocible para la justicia y en su lugar comienza a perfilarse el objeto médico: Eatherly actuaba por impulso. Foucault remonta una curiosa genealogía para este nuevo objeto médico que aparece en el centro del atolladero jurídico. Problemas clásicos: ¿Cómo se sentencia a un hombre cuando lleva adosado a un hermano siamés? ¿Como se aplican las leyes matrimoniales a una pareja de hermafroditas? ¿Cuántos bautismos se realizan cuando nace un bebé con dos cabezas? Las criaturas monstruosas ponen en jaque al derecho, dejan cualquier legislación fuera de juego. El instinto (pulsión, impulso o automatismo) desatado viene a ocupar exactamente ese lugar, el lugar del monstruo, donde el derecho se empantana. Aquello de la naturaleza que no puede ser absorbido por la norma. Pero además, en algún momento de su trayectoria, el piloto se estrelló contra algo de fondo. El héroe de guerra se presentó a la audiencia por robo impugnando a gritos todos los procedimientos y clamando que él debía ser juzgado por un tribunal de guerra por el asesinato de 100.000 civiles. Si la escena cobra ribetes dantescos es justamente porque desmonta el aparato de la justicia de un solo golpe y revela la discrecionalidad desnuda en la que se asienta. La justicia simplemente queda perforada y, como describe Foucault, la medicina es llamada a tomar el relevo. El causante pasa a manos expertas que en principio establecerán si califica o no para someterse a la justicia de los hombres. Se trata de saber si es responsable o no, si se encuentra en uso de sus facultades, si dueño de sus actos, si sabe lo que hace, si controla o está controlado por impulsos. En suma: saber si lleva el delito en sí mismo o si lo comente fuera de sí. Y bien, la figura del drogadicto se madura en este caldo histórico. Se cae de madura. El drogadicto es la figura por excelencia del acto fuera de sí, del instinto liberado. Es el campeón del impulso irresistible. Y es el personaje que llena las comisarías sin ser jurídicamente responsable. Las adicciones son los objetos perfectos de este moderno empalme entre medicina y derecho. Los más puramente destilados. Sin duda: son problemas propios, exclusivos de una época que se focaliza en eso. b) “El más premiado de la morgue” Hay una propiedad que comparten el Hombre Lobo y el Rey. Nadie puede juzgarlos pero, en cualquier momento, cualquiera puede asesinarlos. Agamben llama a esta propiedad 'vida desnuda' y hace de ella el personaje central de su obra sobre la soberanía: Homo Sacer. Su tesis: allí donde se produce una suspensión del derecho se produce en el nivel de los sujetos la 'vida desnuda'. Se aboca a pesquizar esa forma de vida segregada, marginal, a lo largo de la historia y a demostrar su relación estructural con el derecho. El monstruo, el proscrito, el tirano, el pirata, el héroe, son otras tantas figuras de esa vida que el derecho no termina de atrapar o expulsar de sí. Cuerpos lanzados a la fiesta de la transgresión que pueden amanecer colgados en cualquier árbol como fruta podrida. Vida soberana. Vida que no vale nada. Habría que estar en la luna para no reconocer allí al nuevo Hombre Lobo: el drogadicto. De lejos se percibe el aroma de tendencias liberadas, animales sueltos, potencias desatadas, instintos desregulados. Un aroma poderoso, que delata la presencia de algo que es a la vez apetito y desecho. Sin embargo hay contextos muy diferentes donde los actos comparten esta peculiar suspención del derecho. Algunos de ellos, curiosamente, le valieron a Claude Eatherly sus condecoraciones. Un soldado en plena guerra puede ser a un tiempo un pequeño déspota librado al saqueo y carne de cañón. Pero, fundamentalmente, no es dueño de sí mismo. El piloto que sobrevuela el cielo enemigo siguiendo instrucciones dictadas por radio, no es dueño de sus actos y no sabe lo que hace. Mientras controlaba las condiciones climatológicas de los blancos posibles y daba el go head sobre Hiroshima, Eatherly no estaba bajo la influencia de impulsos incontrolables, ni bajo los efectos de sustancias. Sin embargo, indudablemente, no era conciente de las consecuencias de sus actos ni estaba sujeto al orden jurídico normal. En su estudio sobre la vida desnuda, Agamben produce una conclusión escalofriante: Allí donde se suspende la vigencia del derecho hay un campo de concentración. Y eso sucede por todas partes. “(...) un lugar aparentemente anodino delimita en realidad un espacio en que el orden jurídico normal queda suspendido de hecho y donde el que se comentan o no atrocidades ya no es algo que dependa del derecho, sino solo del civismo...” (I p 202). c) El campo de refugiados En efecto, esas burbujas donde el derecho se suspende a sí mismo están por todos lados. Allí no rige la ciudadanía, por ende, todos somos deportados. Y tienen una característica muy acusada: en ellos los dilemas brotan como hongos. Donde trabajamos es casi una rutina que, cuando un paciente plantea abandonar la internación, sus allegados increpen a la institución. Sin embargo, en cierta ocasión, los argumentos me parecieron por demás relevantes. Mientras unos clamaban que permitir la salida en su estado sería abandono de persona, otros clamaban que su retención forzada sería privación ilegítima de la libertad. Indudablemente estos allegados preocupados tenían razón. Todos ellos. La internación es, de hecho, un refugio de vida (provisoria o definitivamente, nunca se sabe) sin ciudadanía. Se configura como una bisagra donde se enlaza el cuidado y el castigo, la medicina y la seguridad. Y se corresponde punto a punto a la estructura del campo de deportación: no porque allí se cometan atrocidades y/o se salven vidas, sino porque las decisiones que allí se toman no se sujetan a la normativa legal ordinaria. Como en la guerra o con los monstruos. Quizás a eso se debe la pregnancia de tantas leyendas urbanas sobre psiquiátricos y comunidades terapéuticas. Sus fondos, según las murmuraciones, ocultarían sembradíos de cadáveres anónimos. En esos lugares podrían traficarse órganos, lavarse cerebros o cometerse atrocidades todavía no imaginadas. En este mismo momento, un grupo de pacientes excitados podría estar cocinando un gran guiso con las vísceras del staff. Son fantasías bastante prudentes, después de todo, apenas pesadillas desinformadas de la historia, si tomamos en cuenta los 75.000 discapacitados físicos y mentales ejecutados en los dos años que duró el programa de eutanasia de Hadamar. Más aún, considerando que ese programa fue llevado a cabo honestamente por la mejor medicina europea. Jamás hubo noticias de que se persiguiera en Hadamar ningún beneficio ni interés más que los puramente médicos. El campo de deportados no está en los lugares de internación. Está en cualquier parte. Pero las internaciones, por más útiles, serias y responsables que sean, también son campos. Y es necesario estar advertidos, porque esos campos están minados por un imposible: entre el abandono de persona y el abuso de poder no hay nada. - Bibliografía: 1. Agamben, Giorgio: Homo Sacer I. Ed. Pre-textos, Valencia 2000. 2. Agamben, Giorgio: Homo Sacer III. Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Ed. Pre-textos, Valencia 2000. 3. Benjamín Walter: Para una crítica de la violencia. Editorial Leviatán, Buenos Aires, 1995. 4. Benjamín Walter: Tesis sobre la filosofía de la Historia. En Ensayos (tomo I). Editora Nacional, Biblioteca de Filosofía, Madrid 2002 Foucault, Michel: Los anormales. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2000. Walter Benjamin, primera tesis de filosofía de la historia Walter Benjamin, Segunda Tesis de filosofía de la historia

 
Articulo publicado en
Abril / 2009