El dedo que dispara el cambio de canales del televisor detiene su movimiento convulsivo, en la pantalla se asoma el primer plano de una mujer joven, viste un inconfundible atuendo de tenista; levanta en sus brazos una copa de dimensiones hiperbólicas, que finalmente aparece adecuada a la circunstancia porque al lado de la indudable triunfadora un hombre de anteojos, que acompaña con sonrisa aduladora la ceremonia, exhibe una especie de cartel que representa un cheque ampliado tantas veces como la fotografía de “Las babas del diablo”; el torneo ha concluido, la ganadora recibe los premios, la atención de la mirada sobre la pantalla se distiende, el dedo vuelve a pulsar la tecla que eyecta la escena hacia otro canal. Emerge entonces un enorme escenario con decorados de un barroquismo que sólo pueden ser justificados por una lógica de acumulación incesante; en un costado subidos a una tarima y enfrente de un atril en el que se destaca un micrófono, una pareja de presentadores espera la llegada de alguien que se asoma desde el público que llena las lujosas butacas de un teatro; la pareja vestida de gala se ha atrincherado tras sonrisas de gran amplitud mientras sube hasta ellos el hombre elegido que saluda con una mano hacia los asistentes sin abandonar su andar firme y moderadamente triunfal. La mujer junto al atril estira sus manos con una estatuilla dorada anticipando la entrega, la cámara ajusta el primer plano en el momento de la consumación. Esta vez el cambio de canal llega tras cierta pausa, acaso por el intento de revisar los gestos del actor tan idénticos a los personajes de sus películas. La pantalla vuelve a cambiar, tras un breve parpadeo muestra a un hombre bajo, viene avanzando entre algunas mesas de las que se desprenden manos que lo agasajan y se oyen nítidas voces de aprobación, sus ojos parecen amplificados por los gruesos cristales de sus anteojos y una barba rala enmarca una sonrisa que vacila entre la autoestima y el decoro. La mirada se distrae tratando de reconocer el ámbito en el que se desarrolla la escena, finalmente, recuerda aquel cine reciclado en megalibrería; a pesar de que esta vez los personajes sólo le resultan vagamente conocidos, espera el momento culminante de la coronación y sale por la magia del zapping sin sorprenderse de que aquí también haya un cheque hiperbólico; la próxima parada es una fiesta en la que se derrocha a raudales una variedad increíble de cotillón, no hay dudas que se está trasmitiendo el festejo de un senador norteamericano recientemente electo.
La sucesión parece articulada por la repetición de un ritual que responde a una liturgia compartida, esta aproximación, que apunta a señalar las correspondencias y simetrías entre la serie de saltos del zapping, puede dar lugar, además, a una reflexión que exceda los términos de la descripción asociativa: el lenguaje televisivo -desde hace más de dos décadas que su poder de convocatoria ha sometido a una traducción forzada a todas las otras formas de producir sentido para participar de su penetración- difunde, publicita sería el término más preciso, es decir hace público, emplaza en el mercado ante la mirada de los posibles consumidores una innumerable variedad de diversos productos.
La actividad artística e intelectual ha devenido en industria más allá de la diversidad de los modos de realización que la constituyen, el concepto es de Adorno, convirtiéndose así en una variante más, indiferenciada frente a los otros sectores productivos. Este es un proceso que tiene una larga data, pero acaso como nunca antes, en la actualidad las imposiciones de la mercadocracia están sometiendo al campo artístico e intelectual a una uniformidad degradante.
Los diversos sectores industriales son similares en estructura o por lo menos se encastran unos en los otros, ordenándose en un sistema que responde a una lógica común: las mercancías que se ofrecen a la venta son tratadas de modo similar, lo que en gran parte condiciona la especificidad de las modalidades de su consumo y explica sin esfuerzos metafóricos la similitud de las escenas de mercadeo que el televisor repite modulando la sujeción de cualquier diferencia.
Es indudable que la sociedad del espectáculo se estructura en torno de la instrumentalidad de los medios de comunicación para consumar la mercantilización cultural, pero se impone plantear, que a pesar de ese presupuesto insoslayable, el poner en escena, el dar a ver, también manifiesta la cuestión de la distancia entre la difusión como principio democrático de saber y la imposición como un más allá de sus poderes. Esa diferencia no puede simplemente interpretarse como un conflicto entre trivialidad y opacidad. Exige que la crítica cultural sea algo más que una revelación o una desmitificación de los procesos de producción de los bienes simbólicos y de las ideologías puestas en juego en la mercantilización global de todos los bienes.
No son buenos tiempos para Latinoamérica los que estamos viviendo, y nunca como en el presente sonó más absurda la pretensión de imaginar que la Argentina guarda distancias cualitativas con el resto del continente; las promesas neoliberales que auguraban una pronta llegada al Primer Mundo exigían dejar atrás las rémoras medievales que nos mantenían en el atraso inmemorial; de acuerdo con su receta dogmática, teníamos que modernizarnos en orden a las leyes impuestas por los mercados internacionales para ser finalmente competitivos. Tras los diez años de oprobio menemista, nada ha cambiado, salvo que las consecuencias se agravan en progresión geométrica, es decir, continúa la concentración de la rentabilidad en pocas manos, mientras el conjunto social se empobrece a pasos acelerados. No es posible establecer diferencias entre la política cultural del menemato y la del actual gobierno, digo, si aceptamos ir más allá del maquillaje. La fusión deliberada entre actividad artística y espectáculo revela que la lógica de mercantilización es idéntica, más allá de las diferencias en la construcción del canon que exhibe la simple confrontación de cada uno de los programas culturales.
Creo que es imposible una crítica cultural relevante sin que haya una ruptura frontal con las leyes del mercado que gobiernan la producción intelectual, y esto es una exigencia agravada por la marginalidad de nuestro país en relación con los centros de poder económico-financieros.
La concepción del mercado como eje rector de la actividad cultural supone sino la destrucción al menos el tabicamiento y la marginación de todos los proyectos que no respondan a la dinámica de la especulación regida por la eficacia medida de acuerdo a un criterio cuantitativo de aceptación por el público consumidor. Correlativamente, mientras se atenúan los gestos de ruptura y la negatividad inherentes a muchas producciones artísticas, la industria cultural recupera y demuele la resistencia rebelde propia de las formas de la cultura popular, uniformándolas hasta convertirlas en diversión sedante.
La autonomía de las producciones artísticas, que por supuesto nunca se dio en forma plena, y siempre fue atravesada por una constelación de efectos diversos, es tendenciosamente eliminada por la industria de la cultura. Por lo tanto, en términos objetivamente económicos —ya que de ello se trata la lógica de la llamada globalización— en el horizonte de expectativas se recortan las condiciones de posibilidad que se le pretenden imponer al campo intelectual: el valor de un objeto se debe medir en términos de intercambio mercantil, quedando, en definitiva, subsumido a la exigencia del proceso gradual de concentración económica. Si se acepta que la producción artística sea asimilada a la mercantilización imperante en el mercado global, sus relaciones siempre abiertas se petrificarán y, correlativamente, el conjunto de la sociedad será degradada.
Esta aceptación implica participar de los intereses que hacen que los objetos artísticos, ya no sean concebidos también como artículos, sino que sean sólo artículos de compraventa. Finalmente la industria cultural ya no necesita enmascarar sus intereses, que se han objetivado plenamente por la imposición del pensamiento único, aplica su modalidad a las relaciones públicas de acuerdo con principios que considera indeclinables, fundados en la fabricación de una clientela indiferenciada para el consumo de lo que produce, lo que implica la estandarización de la propia cosa y la racionalización de las técnicas de distribución.
Para Gramsci, todo el que participa en cualquiera de los campos vinculados con la producción o difusión de conocimiento es un intelectual; este presupuesto le permite a Edward Said afirmar que el hecho decisivo es que el intelectual es un individuo dotado de la facultad de representar, encarnar y articular un mensaje, una visión, una actitud, filosofía u opinión para y a favor del conjunto social.
Creo que un intelectual que está al servicio de la mercantilización y sus modos de entronizar la propalación de sus dispositivos de imposición simbólica y material, que participa de las exigencias de poderosas burocracias y empresarios con alma de mecenas que le otorgan empleo, difícilmente pueda producir un discurso alternativo. Participar de la lógica mercantil cancela toda legitimidad para la elaboración de una toma de conciencia que pienso debe ser escéptica, implacablemente consagrada a la investigación racional y al enjuiciamiento ético, si se participa acatando las leyes del mercado sin ningún atisbo de distancia crítica, no se las puede refutar, ni siquiera interpelar. En la góndola global, se igualan los artículos que se pueden elegir, pero esa libertad es programada e impuesta, esa libre disposición es la consecuencia de un proceso de selección que asimila lo que se expone, descartando todo aquello que contradiga la lógica de reproducción exigida para la continuidad totalizadora de la mercantilización absoluta de las actividades sociales.
El zapping podría mostrar la diferencia si los que participan en una práctica, no digo todos pero sí una parte significativa, se ausentan de la repetición y confrontan con la legitimación del mercado, esa ausencia es una toma de posición, casi una exigencia.
Tras un breve viaje hacia la heladera, el dedo retorna erecto sobre el control remoto, el inefable animador sigue con su rutina abominable de imponer juegos intelectuales para que los participantes de su programa hagan gala de su capacidad de concentración y ganen electrodomésticos de las empresas que patrocinan su programa. En la pantalla siguiente un fugaz funcionario explica con gesto adusto que con una rebaja substancial del presupuesto educativo se logrará evitar el lavado de dinero y la evasión fiscal. En otro canal hay alguien a quien la mirada reconoce como corifeo, no recuerda de quién, sólo que es un fiel corifeo, su rasgo más notable son las evidentes dificultades de expresión, a las que agrega una dicción confusa y un raro aleteo gestual; está explicando la importancia de los recitales gratuitos para la cultura nacional. Esa es la lógica dominante, no creo que haya recetas mágicas, tampoco pienso en constituirme en vocero de lo que deben hacer los demás, ni siquiera me siento esclarecido, escribo esto bajo los efectos de una intensa afección gastrointestinal desencadenada por una intoxicación de pensamiento chatarra. Me sostiene la idea de que aún es posible pensar en cambiar el orden social, que la participación en esa transformación puede empezar con la negación, un simple no a la tentación de dejarse formatear por el marketing global. Un leve cortocircuito que perturbe el panóptico que obscenamente pretende ofrecer todo a la magia compulsiva del control remoto.
PD: He centrado mis reflexiones en torno de una alegoría, me he servido de la escena televisiva para pensar algo así como “algunas notas para la problemática de la crítica cultural”, tan sólo porque mi gastritis me obliga a ser redundante señalo que mi convicciones acerca de las exigencias de una crítica intelectual desligada de las lógicas de la mercadocracia no se agotan con un cambio de la programación televisiva.
Roberto Ferro
Escritor
rferro [at] filo.uba.ar