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El dispositivo antisemita

 

Helmut Dahmer es un sociólogo alemán. Estudió con Adorno y Horkheimer. Se doctoró en 1973 y desde 1974 profesor de sociología en la Universidad de Darmstadt. Fue coeditor de la revista Pshyché. A principios de los 80 denunció la política colaboracionista de las instituciones psicoanalíticas durante el nazismo. Las polémicas hicieron que perdiera su puesto en dicha revista. Fue cofundador del Hamburgian Institute for Social Research en 1984 y del Centro Psicoanálisis y Sociedad en Lima.

Tiene una importante producción escrita. Entre sus libros traducidos al castellano encontramos Libido y Sociedad. Estudios sobre Freud y la izquierda Freudiana (1983), La sociología después de un siglo de barbarie (2005). Es también el editor de las obras anotadas de León Trotski en alemán. Se han publicado ya siete volúmenes y hay otros en preparación.

El texto original de este artículo fue publicado en la revista electrónica Constelaciones. Revista de Teoría Crítica. Para este dossier el autor escribió especialmente un apartado final.

En el fondo de cualquier locura se esconde “algo de verdad histórica”

I

La Revolución Francesa proclamó la igualdad de todos los seres humanos. Hoy se sigue luchando por la realización de ese postulado y, por lo tanto, la Revolución Francesa no está concluida. Tuvo que transcurrir más de un siglo desde 1789 hasta la eliminación de la servidumbre, la abolición de la esclavitud y la introducción del derecho universal al voto en los países más desarrollados, y esos progresos no esta­ban en absoluto asegurados, como sabemos desde el advenimiento de los regíme­nes totalitarios en Rusia y Alemania. En muchos Estados fuera de Europa y Norte­a­mérica se reconoce la igualdad de todos los seres humanos en los preámbulos de las constituciones, sin embargo, la praxis social no tiene demasiado que ver con ese reconocimiento. Sobre todo, la evolución ulterior de las minorías judías, que a lo largo de siglos habían sido segregadas, periódicamente perseguidas y expulsadas de país en país, se convirtió después de 1789 en un problema. En la segunda mitad del siglo XIX los “antisemitas” se opusieron al intento de hacer efectiva por medio de la “asimilación” la proclamada “emancipación” de la nación que vivía esparcida entre las naciones europeas, pero sin un territorio propio. Los intelectuales judíos reaccionaron a la discriminación persistente en Europa Occidental y a los sangrien­tos pogromos en la Europa Oriental animando a sus compañeros de sufrimientos a la “auto-emancipación”[2]. Esta autoliberación se concibió o bien de manera inter­na­cio­nalista-socialista, y entonces presuponía la superación (revolucionaria) de las ins­ti­tuciones burguesas y capitalistas de la propiedad privada y del Estado-Nación, o bien de manera nacional, esto es, por medio de la formación de un Estado-Nación judío fuera de los Estados-Nación existentes. Pero dado que los poderes imperia­listas ya hacía tiempo se habían repartido el mundo entre sí, un sistema estatal en que se congregaran los judíos dispersos tras un éxodo desde los Estados nacionales sólo podría establecerse con el apoyo de las superpotencias en una de sus colonias. Y estaba claro que la minoría de inmigrantes judíos tendría también de nuevo que alcanzar una coexistencia pacífica con la población autóctona mayoritaria, a no ser que los inmigrantes apostaran por su sojuzgamiento o expulsión. La revolución eu­ro­pea que acabó con la carnicería de la I Guerra Mundial sólo alcanzó cum­pli­miento en Rusia en la sustitución de la economía privada por una forma peculiar de economía de Estado. El intento de eliminar la pequeña y mediana propiedad con la ayuda del terror de masas y de recuperar aceleradamente la industrialización de un país atrasado, llevó al establecimiento de un régimen despótico que pactó en algún momento con la Alemania de Hitler y que recurrió al antisemitismo como ins­­trumento de dominación en la lucha por la supervivencia, tanto antes como des­pués de la II Guerra Mundial. El antisemitismo nacional-cristiano extendido por Europa y América, que habían “modernizado” los ideólogos racistas intentado “demostrar” pseudocientíficamente la desigualdad “natural” de los diferentes gru­pos humanos, encontró en los años treinta del siglo pasado su protagonista en Hitler y sus seguidores, que pasaron del antijudaísmo al genocidio. En la desinte­grada República de Weimar, gracias a la ayuda de los partidos burgueses y al con­sentimiento del ejército, el NSDAP (Partido Nacionalsocialista Obrero Ale­mán) y sus organizaciones paramilitares consiguieron hacerse con el poder estatal y derro­tar al movimiento obrero organizado. El objetivo del programa fascista era ase­gu­rar­se el dominio sobre una Europa de las naciones y de los pueblos serviles uni­dos entre el Atlántico y los Urales por medio de una guerra de la “nación” aria ale­mana en varios frentes. Cuando casi un lustro después ese programa se volvió im­posible de alcanzar, el régimen de Hitler, condenado al hundimiento, organizó el exterminio de la mayor parte de los judíos europeos. Desde que tuvo lugar este “Holocausto”, los científicos sociales intentan entender la génesis, estructura y fun­ción o funciones de la ideología antisemita y la psicología de sus exponentes, los antisemitas. Han investigado la cuestión de si el antisemitismo es un producto de la sociedad capitalista o si sus raíces son más profundas y se encuentran en el feu­dalismo o incluso en la antigüedad[3], si se trata de un “defecto” (una “enfermedad social”[4]) de determinadas naciones y, finalmente, si está vinculado en suma a  determinados grupos (o clases sociales) que serían sus exponentes o si estos (y qui­zás incluso sus víctimas) son intercambiables. La locura antisemita ha sobre­vi­vido al “Holocausto” e impresiona como una de las esfinges enigmáticas del pre­sente. De la capacidad de resolver en la teoría y la praxis ese enigma depende, como en la saga del rey Edipo, el primer crítico, tanto la vida de los profesionales dedi­cados a resolver los enigmas, esto es, los científicos sociales, como la vida de los gru­pos amenazados por la “peste” de la discriminación y las masacres.

 

II

El núcleo de lo que venimos denominando desde hace 140 años “Antisemitismo” (se atribuye a Wilhelm Marr la acuñación del extraño término) está formado por la “judeofobia”[5], es decir, por el miedo a los “judíos”. Los que padecen fobias evitan determinados objetos y situaciones que les producen temor o asco. Grades espa­cios, lugares angostos o determinados animales se convierten en detonantes de la an­gustia porque recuerdan al neurótico algo que le resulta insoportable. Sus ape­titos desaprobados transforman el mundo para él en una realidad hechizada. Cada espacio libre se convierte en el escenario de una entrega deseada o temida, cada habi­tación en lugar de una posible seducción y algunos animales despiertan en él placer o repugnancia -la forma inversa del placer. Pero la fobia del antisemita no se dirige contra los animales, sino contra los seres humanos; su objeto de proyec­ción es “el” judío, y como comparte esa fobia con muchos otros como él, la fobia en cuanto tal no le resulta reconocible ni a él ni a esos otros.

La reacción llena de miedo y animadversión frente a zelotas y comerciantes ju­dí­os, bautizada en el siglo XIX como “antisemitismo”, se encuentra ya en escri­to­res anti­guos precristianos; se conoce la existencia de bautismos forzados y pogro­mos con motivación cristiana en el siglo V y con la primera cruzada (1096) comen­zó una larga serie de excesos como saqueos y expulsiones. Incluso después del ase­si­na­to de gran parte de los judíos europeos por los nazis se produjeron pogromos (sobre todo en Polonia) y cientos de miles de judíos se sintieron empujados a aban­do­nar Rusia y sus “satélites” en las décadas posteriores a la guerra. La fundación por medios béli­cos del Estado de Israel en 1948, llevada a efecto con el apoyo de EEUU y la Unión Soviética contra la oposición de la potencia mandataria bri­tá­ni­ca en Pales­ti­na, provocó reacciones antisemitas en los Estados árabes, lo que desen­ca­denó una nueva oleada migratoria desde esos países. También en Alemania resur­gieron las reac­ciones antisemitas después de tres o cuatro décadas de una latencia impuesta por los aliados. Se desarrolló un “antisemitismo sin judíos”, es decir, ahora tam­bién los refugiados e inmigrantes no judíos son discriminados y atacados allí de ma­nera semejante como lo fueron antes los judíos.

Según esto, el antijudaísmo y sus formas derivadas ni están vinculadas exclusi­va­men­te a determinadas formas de sociedad y de dominación, ni están relacionadas con una tara de determinadas naciones (producida por su historia singular). Tam­po­co se trata sólo de una reacción de competición y defensa específicamente cris­tiana. Aunque las justificaciones ideológicas del antisemitismo y del genocidio judío varíen, sin embargo, la fobia misma parece ser algo así como una invariante his­tórica. El antisemitismo se encuentra entre aquellos “misterios que provocan que la teoría caiga en el misticismo.”[6] Sin embargo, incluso las instituciones que apa­recen como invariantes son resultado de la praxis histórica y esto quiere decir que, en la medida en que puede reconstruirse su génesis y explicarse su persis­ten­cia, en principio son eliminables y reemplazables. Intentemos pues resolver ese nudo gordiano no tanto cortándolo por la mitad, cuanto deshilvanándolo y ras­trean­do las hebras históricas de la historia judeo-cristiana y su anudamiento en el antisemitismo.

 

III

Ni las historias de nuestra vida ni la historia de la sociedad en la que ellas se ins­criben transcurren conforme a lo que deseamos. Y dado que no podemos corregir ni deshacer aquello que hicimos o sucedió ayer y anteayer, nos salvamos contando cuentos. Para no tener que tomar nota de la historia real de la que nos avergon­zamos y para no tener que cambiar, nos inventamos leyendas. La leyenda histórica es el resultado de una paráfrasis de la verdadera historia que nos sopla al oído nues­tros deseos y miedos. (Las religiones universales que compiten entre sí son algo así como las “grandes leyendas”). La “verdadera” historia es enmascarada la ma­yo­ría de las veces por una legendaria. Vivimos, es verdad, en la historia, pero la experimentamos en forma ficcionalizada. Mientras que los seres humanos crean en las leyendas históricas, su autoconciencia posee carácter mítico, permanecen bajo el hechizo del pasado. En vez de comprender su historia y abordar sus problemas actuales guiados por esa comprensión, no dejarán de intentar verificar las ficciones narcisistas o “etnocéntricas” transmitidas. Por amor a ellas matan y se dejan matar. Esto es válido para la mayor parte de “conflictos fronterizos” internacionales (desde “Amselfeld” (Kosovo) hasta la lucha por Palestina), así como para el no “recono­ci­miento” de los crímenes históricos (como el genocidio armenio perpetrado por los turcos en 1915). La historia legendaria no tiene escapatoria ni revisión, sólo repe­tición. Tan sólo cuando los historiadores y las “comisiones de la verdad” han he­cho su trabajo, puede empezar la trabajosa disolución de los cuentos históricos, que defienden con uñas y dientes aquellos que las han adoptado convirtiéndolas en “sus” leyendas.

Ante nosotros la historia presenta una doble transcripción, una legendaria y otra historiográfica (y naturalmente ambas se entrecruzan). La legendaria es la his­toria de la tradición oral, es la historia “experimentada” a diferencia de la historia escrita de los acontecimientos, basada en documentos verificados. La recons­truc­ción de la historia de una persona, una familia, una clase o un pueblo necesita que se descifren sus leyendas. La leyenda encierra en su núcleo parte de la verda­dera historia, pero transcrita de manera fantástica. Para sacar a la luz ese núcleo hay que desmontar capa a capa (como en la interpretación de los sueños) la envol­tura legen­daria. Los componentes del mito grupal o nacional, o en su caso de la “novela familiar”, necesita de interpretación. Ésta brota de la confrontación de los mitos con la verdadera historia (que hay que sacar a la luz eliminando las capas que la cubren). El trabajo de los historiadores que fijan las acciones y los hechos es com­plementado con el de los sociólogos que tipifican los acontecimientos, procesos y estructuras y de esa manera obtienen conceptos condensados de determinadas expe­riencias históricas, que se enriquecen con experiencias ulteriores y posibilitan comparaciones históricas. Lo que hoy sabemos del “antisemitismo” se lo debemos, por un lado, sobre todo a historiadores de la religión y de la sociedad y, por otro, a virtuosos del desciframiento instruidos en el psicoanálisis.

 

IV

Pongamos ahora nuestra mirada en la forma actual del antisemitismo y en la de aquel que ha adoptado forma generalizada en la xenofobia en la Alemania actual. La “reunificación” de los dos Estados alemanes, que habían existido en coexis­ten­cia hostil uno frente al otro desde los años cuarenta como Estados en primera línea de confrontación de los diferentes bloques de poder, fue seguida en los años no­venta por una ola de incendios premeditados y ataques dirigidos contra refugiados e inmigrantes que costaron la vida a cien personas. Parecía como si el hecho de que las poblaciones de la RDA y la RFA volviesen a simpatizar entre sí hubiese aca­ba­do con sus reservas de tolerancia. Los camorristas y pirómanos, en su mayoría jóve­nes, creían también actuar en interés de la mayoría silenciosa cuando inten­ta­ban establecer a sangre y fuego nuevas fronteras (“étnicas”) en el interior de la pobla­ción étnicamente no homogénea. Sólo más tarde, en el año 2000, reaccionó el gobierno (entonces socialdemócrata) y llamó a una “rebelión de los honestos”. Sin embargo, las acciones contra “extranjeros”, hogares para refugiados, cemen­te­rios, sinagogas y memoriales, a las que ahora se les atribuía una “motivación de extrema derecha”, pasaron a formar parte de la vida cotidiana y en determinadas ciu­dades del Este de Alemania las “camaraderías libres” reclamaban no-go-areas, “zonas nacionales liberadas”, en las que no se atrevía a entrar ningún extranjero. La poli­cía, el servicio de inteligencia y las instancias de persecución penal contemplaban de manera más o menos pasiva esta actuación. Dado que habían visto desde siem­pre su auténtico enemigo en la izquierda política, esto es, en las organizaciones comu­nistas y socia­lis­tas, en los movimientos estudiantiles y de protesta, en los mi­nús­culos partidos maoístas y en la RAF terrorista, se mostraron incapaces y des­mo­tivados en la vigi­lan­cia y la persecución de los violentos. El poder ejecutivo y judi­cial alemán fue des­pertado violentamente de ese sestear cuando el pasado noviem­bre (2011) salió a la luz la denominada “célula de Zwickau” (del “Nationalsozia­listi­sche Untergrund” -Movimiento Clandestino Nacionalsocialista-, “NSU”), una ban­da racista de atra­cadores de bancos y asesinos que a lo largo de una década bajo el lema “hechos en vez de palabras” había asesinado a tiros en diferentes ciudades por lo menos a nue­ve extranjeros “elegidos” al azar, en concreto pequeños comer­cian­tes turcos y griegos, así como una mujer policía.[7] Entre otras personas, actuaba como colabo­ra­dor activo un tal “André E.”, un albañil de 32 años que adornaba sus postales navideñas con esvásticas y que como dueño de una empresa de producción de vídeos también era responsable de una documentación en videos con forma de comic de la serie de asesinatos del “NSU”.[8] Su banda confió durante años en que sus acciones asesinas (que algunos sectores de la prensa alemana deno­mi­naron signi­ficativamente “asesinatos del Kebab”) serían elocuentes por sí mis­mos. Sin embargo, las autoridades policiales se mostraron ciegas y sordas y conje­tu­raron arreglos de cuentas entre inmigrantes. Más tarde anunciaron que no había habido ninguna “declaración de autoría” y que no se había podido establecer a partir de los hechos ninguna conexión entre los asesinatos (que habían sido perpe­tra­dos con la misma arma). Pero finalmente les ayudó “André E.” con un vídeo-con­fesión. A lo que se añade el hecho de llevar “tatuada sobre [su] barriga […] dos pisto­las del ejército alemán, en medio una calavera reventada y las palabras ‘Die Jew die’ - muere, judío, muere.”[9]

“¡Muerte a los judíos!”, rugían antaño la gente de la SA, y su grito de lucha era una opción y una orden. A “E.” le gustan los tatuajes y se ha identificado de tal ma­nera con el “programa” exterminador antisemita, que se lo dejó grabar -traducido al inglés- en la piel. Se convirtió así en una especie de cartel viviente, si bien en un cartel tapado, que sólo se descubrió durante la detención. “E.” representa el odio asesino a los judíos, y por cierto el odio disimulado y ocultado durante el tiempo de la posguerra. Ciertamente lo habían iniciado al antisemitismo nacionalsocialista sus abuelos y posteriormente había encontrado confirmada la lección familiar en su pandilla y en viejos y nuevos opúsculos.[10] En cualquier caso, la consigna antiju­día había encontrado en él su personificación, ya antes del tatuaje “le venía que ni pintada”.[11]

Con la primera cruzada comenzó una ola de pogromos y expulsiones que ya no se aplacaría, desencadenada por las grandes guerras cristianas de fe y conquista y por los intereses de comerciantes e instituciones monetarias autóctonas que competían con las judías tradicionales

En la narración de Kafka “En la colonia penitenciaria” del año 1914, a los delin­cuentes, que desconocen que han sido condenados (a muerte) por algún deli­to, se les “escribe en el cuerpo” con un “rastri­llo” los “preceptos” que han con­cul­ca­do. En el momento de morir intentan descifrar esa herida gráfica. El horrible ritual es una invención del “viejo comandante” de la colonia.[12] Como delega­do de la ante­penúltima generación, “E.” está condenado al antisemitismo y también lle­va gra­ba­do el mandato del “viejo comandante” en la piel. Si se le preguntara por qué deben ser asesinados los judíos, quizás miraría “para otro lado”, “como si habla­ra consigo mismo y no quisiera avergonzar al [extraño] con la narración de esas cosas que para él son evidentes” (Kafka); pero quizás, como es un fan del comic, también nos pre­sen­taría sin decir nada una fórmula-símbolo, en la que se reúnen el signo de un dólar y el de la hoz y el martillo, equiparándolos con la estrella de David.[13] En esta combinación encontramos una explicación antisemita del mundo político-eco­nó­mi­co. Si la descodificamos, la fórmula viene a decir que los judíos son los que mandan tanto en los estados anglosajones como en los “comunistas” y en la lucha de razas, tanto desde Wallstreet como desde el Kremlin, deciden sobre los mer­ca­dos alcistas y los bajistas, así como sobre la guerra y la paz. El signo del dólar repre­senta la moneda mundial (y la economía capitalista más fuerte), el martillo y la hoz se refieren a la alianza comunista de los trabajadores y los campesinos y formaban parte del escudo de la Unión Soviética. La estrella de seis puntas se convirtió en la mo­der­nidad en símbolo reconocido de los judíos y, finalmente, en el escudo del estado de Israel. Durante la II Guerra Mundial los nazis (siguiendo una práctica ante­rior de marcar y segregar) obligaron a los judíos a llevar una estrella amarilla en el territorio de su dominio. La fórmula-grafito es tanto una explicación del mun­­do como una declaración de guerra. Señala en este caso la guerra en varios frentes de la generación de los abuelos alemanes contra la Unión Soviética “judeo-bol­che­vique” (desde 1941), las “plutocracias” anglosajonas y el “judaísmo mun­dial”. El inventor y el reproductor de la fórmula -que no firmó el grafito con la esvástica, que hemos de añadir en nuestra imaginación- “sabe” que en el caso de estos tres adversarios se trata “en verdad” de uno solo enemigo. Pues “el dinero gobierna el mundo”, y durante mucho tiempo antes de la estrella de David y junto a ella (en la iconografía cristiana) la bolsa del dinero servía como símbolo de curso común para representar a los judíos. El grafito-fórmula proclama la identidad de supuestos contrarios, compensa a quien le parece evidente con una simplificación radical de la complejidad de nuestro mundo, haciendo referencia al dominio del dinero, el denominador común de los bandos enfrentados, la superpotencia oculta detrás de todos los poderes. El negocio del dinero (el crédito, el préstamo) es considerado en Europa (desde 1500) como la verdadera profesión del judaísmo, como un privi­legio judío.

 

V

Antes de volver sobre esto, quiero dedicar unas palabras a la relación entre anti­ju­daísmo y xenofobia en los neonazis del “NSU”. André E. lleva el odio a los judíos en el corazón y en la piel, pero el grupo, cuyas acciones apoyó y celebró en un co­mic medio documental, asesinó a pequeños comerciantes no judíos, turcos y grie­gos, “elegidos” al azar. Su odio a los judíos llevó al “NSU” a cometer crímenes xenó­­fo­bos. Las fobias no se dirigen contra individuos, sino contra un género, y sólo con­tra per­sonas concretas en cuanto pueden ser asignadas a ese género. Tam­bién el odio a los judíos se dirige contra una categoría que tiene su figura emble­má­tica en la ima­gen del judío “típico” transmitida legendariamente. Aquel que, a los ojos de los anti­judíos, responde a ese tipo, que parece ser subsumible bajo la cate­goría “judío” (aunque, tal como dicen, solo esté “judaizado”), ese se convierte en víc­tima de dis­cri­­minación o de asesinato. El objeto del odio de la gente del “mo­vimiento clan­des­tino nacionalsocialista” era intercambiable. Odiaban a los judíos, pero ase­sinar a un judío en Alemania era para esa banda demasiado arriesgado. Los ase­si­natos de individuos inmigrantes que ejercían el pequeño comercio no provocaron demasiada atención, la sospecha de que habrían sido asesinados por sus iguales tuvo un efecto tranquilizador, tanto que André E. finalmente tomó la decisión de mostrarse a la opinión pública. ¿Pero qué tienen en común judíos, griegos y turcos? ¿Por qué pudo trasladarse tan fácilmente el odio de los nazis a otro “nuevo” objeto? Los tres grupos de víctimas son, a los ojos de sus enemigos, inmigrantes que no forman parte del nosotros, personas que no están en “su casa” y cuya lealtad, por tanto, es dudosa. Se diferencian de los “compatriotas nacionales” (más o menos) por su aspecto, porte, vestimenta, lengua, costumbres y religión. Los xenófobos expe­rimentan esa peculiaridad como provocación. Pero de lo provocador quieren librarse a cualquier precio, ya sea por medio del internamiento, de la expulsión o del asesinato. Dado que lo provocante no es uniforme, sino una pluralidad de pecu­liaridades, es necesaria una abstracción simplificadora. Por eso André E. y sus amigos de ideología mezclaron aquello que querían hacer desaparecer del mundo, lo otro (“alius”), el extraño (“alienus”), la alternativa, con el vago recuerdo del cuar­to Califa musulmán Alí y llamaron a sus víctimas simplemente los “Alís”. El temor ante los extraños y el odio a los extranjeros se dirige hoy sobre todo contra los inmi­grantes musulmanes y sus descendientes, lo mismo que se dirigieron durante siglos predominantemente contra la minoría judía. En el círculo de las fobias socia­les, la xenofobia es la forma más antigua y universal; el antijudaísmo es su caso espe­­cial, que en Europa ha tenido una significación epocal. La relación destructiva con los “extraños” se ha ejercido entre nosotros durante siglos en el trato de la pobla­ción cristiana mayoritaria con las minorías judías. Por eso, la xenofobia actual y la islamofobia rampante tienen el aspecto de un antijudaísmo generalizada. El grupo de inmigrantes llamados “Alís” es colocado en el lugar en el que en otros tiem­pos estuvo la casta de los comerciantes ambulantes y los prestamistas judíos. Por eso se les amenaza con un destino igual. Ya lo había formulado un escritor de grafiti hace un cuarto de siglo haciendo burla con el horror en forma de una pre­gunta-enigma: “Los turcos y los judíos: los unos lo tienen ante sí, los otros tras de sí.”[14] Lo vergon­zoso es que en Alemania ese enigma no es tal, porque cualquiera sabe inmediata­mente de qué va. En esto se puede reconocer claramente otra afi­nidad entre ambos grupos de víctimas potenciales: los xenófobos los tienen presen­tes sólo en cuanto categoría, en cuanto tipo, como caricatura e infundio. Los indi­viduos que abarca la categoría no cuentan. Se les puede atacar y masacrar “sin tener en consideración su persona”.

 

VI

Debemos a Freud el haber comprendido que en el fondo de cualquier locura se esconde “algo de verdad histórica”[15]:

“Con suficiente frecuencia”, escribe, “cuando un estado de angustia hace que [el neurótico] espere que algo horroroso acontezca, tan solo se encuentra bajo el influjo de un recuerdo reprimido que desea alcanzar la conciencia y no puede hacerse consciente que [precisamente] algo horrible aconteció realmente enton­ces.” “Si se toma la humanidad como un todo y se la coloca en lugar del indivi­duo humano singular, entonces se descubre que también ella ha desarrollado ilu­sio­nes que no son accesibles a la crítica lógica y que contradicen la realidad. Cuando a pesar de todo manifiestan un poder extraordinario sobre los seres huma­nos, la investigación conduce a la misma conclusión que con los indivi­duos singulares. Su poder se debe al contenido de verdad histórica que han extraí­do de la represión de tiempos remotos olvidados.”[16]

Los antisemitas y xenófobos deben ser políticamente combatidos hoy y mañana atacando públicamente sus eslóganes y programas y poniendo de manifiesto su carácter absurdo y su potencial de violencia

¿Pero en qué consiste el “núcleo” histórico de la locura antisemítica? ¿Cómo se formó el viejo “infundio sobre los judíos” continuamente renovado, cómo se com­puso aquella imagen fatal de los judíos, en la que los antijudíos siguen viendo el arquetipo “del” judío?

En la antigüedad el odio a los judíos conectaba con su religión y su moralidad específica, así como con los intentos de mantener la autonomía de su pequeño Esta­do teocrático en medio de las grandes potencias (Egipto, Asiria, Babilonia, Persia, el Reino Seléucida y el Imperio Romano) o de recuperarla por medio de la rebelión. La antigua Palestina era un país de emigración superpoblado. Más de tres cuartos de los judíos ya vivían en la diáspora antes de la pérdida de su centro polí­tico-religioso en el siglo I y gran parte de esos judíos emigrados vivían del comercio. El monoteísmo estricto, enemigo de toda magia, tal como lo habían concebido Akhe­natón y Moisés, la fe en un Dios único e invisible, pero todopoderoso, que no tolera otros dioses junto a él, condujo a los judíos de la antigüedad a conflictos con sus naciones anfitrionas, que rendían culto a muchos dioses y demonios, y final­mente a conflictos con el dios-emperador romano. A la fe en Yahvé le surgió un rival mucho más peligroso en la figura del cristianismo, una secta judía que apos­tó exitosamente por la misión de los paganos, una secta cuyos ideólogos y segui­­dores estaban convencidos de que el antiguo Dios judío había establecido -por medio de su hijo- una nueva alianza con ellos y que ellos eran en adelante el “pue­blo” auténticamente elegido por él. Mientras los judíos seguían viviendo en la per­manente espera del “Mesías”, los judeocristianos y los cristianos paganos creían que éste había aparecido ya en la figura de Jesús (y la salvación del valle de lágrimas terrenal habría sido ya realizada en principio). Si los judíos consideraban a los cristianos unos apóstatas de la verdadera fe, los cristianos pronto vieron en los judíos negadores de Dios, asesinos de Cristo y servidores del diablo. El camino des­de los cultos mágicos a los astros y los animales hasta el monoteísmo puro y sin imá­genes fue un camino de abstracción, un “progreso en espiritualidad” (Freud[17]). (La sustitución cristiana del Dios único por uno trinitario y la reintroducción de una divinidad materna aparece frente a esto como un retroceso). Los profetas israe­litas y los intelectuales han hecho todo lo posible por mantener esos logros. Los libros sagrados y los rituales del “Pueblo de la Escritura” le permitieron una forma específica de construcción de la comunidad también en la diáspora. Pero esa comu­nidad religiosa no habría tenido ninguna duración, si al pueblo de comerciantes judío no le hubiese correspondido alguna función económica entre la caída del Imperio Romano y la aparición de las economías urbanas medievales: garantizar las finanzas y el comercio. En su mayoría, los judíos de aquel tiempo formaban una cla­se o casta separada y constituida a través del aislamiento y la segregación, una cas­ta, que, estando fuera de las relaciones feudales de dominación y servidumbre, sin embargo era imprescindible para la subsistencia de ese orden. Los judíos comer­ciantes fueron pioneros de las finanzas, precursores de una nueva forma de socialización indirecta a través del mercado que se fue desarrollando lentamente. En cuanto suministradores de crédito (para el consumo) de los reyes, príncipes y otros propietarios de tierras, así como para los artesanos y campesinos, favore­cie­ron el proceso de separación de la fuerza de trabajo y los medios de producción, que presupone y continúa impulsando la economía capitalista. Después de una dis­minución de las persecuciones que duró varios siglos, con la primera cruzada comen­zó una ola de pogromos y expulsiones que ya no se aplacaría, desencadenada por las grandes guerras cristianas de fe y conquista y por los intereses de comer­cian­tes e instituciones monetarias autóctonas que competían con las judías tradicio­na­les. La transición a una economía de mercado y monetaria desarrollada privó de so­por­te a todos los estamentos feudales y a la casta de comerciantes judía. Su des­pla­za­miento por los comerciantes y banqueros cristianos y el repetido saqueo e incen­dio de comunidades judías condujo a un “éxodo desde los países más desa­rrollados hacia los países más retrasados de Europa del Este”.

La historia de persecución, tolerancia y aniquilamiento de los judíos europeos se ha condensado en un “dispositivo antisemita” que se transmite de una generación a la siguiente y que ha sobrevivido al “Holocausto” fascista

“El judío”, escribe Abraham Léon, “se convirtió en un pequeño usurero, un pequeño comerciante y vendedor de baratijas. […] Es ahora cuando comienza la época de los guetos, de las peores persecuciones y humillaciones. La imagen de esos infelices con ricitos y vestidos ridículamente, […] burlados y humillados, esa imagen se grabó en el recuerdo de los pueblos de Europa Central y del Este por mucho tiempo.”[18]

 

VII

La figura insólita y extraña del vendedor y prestamista judío, tan temida como des­pre­ciada en la Edad Media y la Modernidad temprana, que quita a la gente sus pertenencias y propiedades, ha quedado impresa en el recuerdo colectivo y pervive en las caricaturas antisemitas como imagen “del” judío. Todavía los nazis creyeron capaces a esos judíos en caftán de dominar del mundo, e incluso André E. no cono­ce, como vimos, ninguna meta más alta que asesinar “al” judío. Los judíos repre­sentan para él -como para todos los antisemitas- la abstracción odiada, no sólo la religiosa que lleva a un Dios único que es todopoderoso e invisible y no tole­ra nin­guna imagen suya, sino además la económica, que se ha producido en la transición de la economía natural a la economía monetaria. Marx escribe que en la transición a la sociedad capitalista se hizo reconocible el “fundamento general” de las “rela­cio­nes personales de dependencia” que predominaban hasta entonces, esto es, “rela­cio­nes objetivas de dependencia”. Estas “aparecen también de manera que los indi­viduos son dominados por abstracciones, mientras que antes dependían unos de otros.”[19] Max Weber, interesado sobre todo por cuestiones económicas, desarrolla esa teoría: las relaciones de dominación directa y personal, los tabúes y los deberes de piedad garantizan la cohesión social en las comunidades de solida­ridad tradicionales. La usura entre los miembros del mismo grupo está prohibida. El mercado, por el contrario, “en contraposición con todas las demás formas de construcción comunitaria, es radicalmente extraño a cualquier fraternización.” La socialización a través del mercado “es la relación vital práctica más despersonali­zada en la que los seres humanos pueden relacionarse […]. Allí donde el mercado es entregado a su autonomía, sólo sabe de la autoridad de la cosa, no de deberes de fraternidad y piedad.”[20] La “modernización” significa una transformación progresi­va de las formas concretas de vida comunitaria en formas sociales de vida abs­trac­tas.[21] El desarrollo capitalista expulsa a los seres humanos de supuestas patrias a temidas tierras extrañas, los echa del arraigo finalmente alcanzado a un nuevo no­ma­­dismo. En los países acreedores superdesarrollados, que han sido capaces de ab­sor­ber muchos sacrificios de la modernización, ese desarrollo atraviesa las regio­nes retrasadas, los sectores profesiones tradicionales y las instituciones. En los paí­ses deudores mantenidos en el subdesarrollo destruye las formas de vida tradi­cio­nal y entrega al empobrecimiento a la mayoría de la población “liberada”. El pro­gre­so ruinoso al que se ven sometidos pide demasiado y sobrepasa a los seres huma­nos y los convierte en enemigos de la cultura (Freud[22]). Siguiendo la dispo­sición antiju­día o xenófoba que han interiorizado dirigen la energía de su impulso destructivo con­tra los “extraños”: los judíos y otros inmigrantes.

 

VIII

Así como las viejas formas económicas (también el capitalismo de los usureros y aventureros) no desaparecen, sino que siguen existiendo en las más desarrolladas (es decir, en el capitalismo industrial y financiero), aunque de manera modificada, así también sobreviven en la memoria colectiva las viejas leyendas e imágenes, con cuya ayuda las personas de hoy siguen intentado hacerse compresible su mundo social. Allí donde la inversión o la no inversión únicamente dependen de la espe­ra­ble rentabilidad del capital disponible, ellos buscan responsables y culpables, pa­dres, dioses y demonios buenos o malos. La personalización es el intento de opo­ner algo concreto a la “ley del valor”, según la cual el valor de las personas y las cosas se mide por lo que “reportan” en el mercado. Ese intento es inútil porque las personas a las que se recurre sólo son “caracterizaciones” (Charaktermasken), perso­ni­­fi­ca­ciones de las relaciones sociales. El filántropo dice: las relaciones sociales no son “culpables” de nuestra calamidad, sino las personas que están sometidas a esas relaciones -porque las soportan. Por qué las soportan, eso no puede decirlo. El anti­judío cree saberlo mejor. El antisemitismo pone a su disposición un dispo­si­tivo, un “código cultural”  (o subcultural) (Shulamit Volkov[23]), que ha cristalizado en la sucesión de generaciones que se oponen a una religión del Padre riguroso y exi­gen­te y contra el paso de una economía natural a una economía del dinero y del ré­di­to. El dispositivo le ofrece una “cosmovisión”, esto es, una “explicación” sen­cilla de su grave situación. Al mismo tiempo pone a su disposición una matriz para la estructuración y orientación de sus afectos. Al señalar a los “verdaderos cul­pables” y darle autoridad para su “castigo”, lo exculpa y ennoblece, tanto a él como a sus iguales. La culpa la tienen los “extraños”, que creen en “algo diferente” y prac­tican otra cosa; los artistas de la abstracción que ha monopolizado el dinero y la inteli­gencia. Adoptando ese dispositivo, por medio de la conversión obtiene además cone­xión con la comunidad de superstición informal y sigilosa que forman los anti­se­mi­tas, una ma­sa dispersa que le gusta unirse para el pogromo, siempre que sepa que cuenta con el apoyo del ejecutivo estatal y la mayoría silenciosa.

 

IX

Para los caracteres autoritarios marcados por la debilidad del yo, que no están intelectualmente a la altura de la complejidad de la sociedad moderna y por ello están ávidos de una reducción de la complejidad, que se sienten (ellos y sus iguales) pro­fundamente irritados o incluso provocados por todo lo que les parece extraño, lo que es diferente y afirma su ser diferente, el dispositivo antisemita es una oferta tentadora. La asunción de ese dispositivo sella su experiencia de indignación y los convierte en “closed minds”. De esta manera es como se capacitan para la “counter­pho­bic action”, para la lucha vitalicia contra “los judíos” y “los” extraños, contra todo lo “judío” y “diferente”, contra los cuerpos extraños y perturbadores de la paz en una sociedad de compatriotas antisemitas que se desea homogénea. Dado que la loca ilusión de que tras todos los poderes hay un poder oculto que ha recaído en un grupo étnico-religioso concreto se da de bruces continuamente con la realidad, necesita ser permanentemente afianzada. Con el esfuerzo de negación de la reali­dad que tiene que realizar el antisemita decrece su capacidad de experiencia y crece su ceguera social. La loca ilusión pide confirmación, tiene que ser socializada. Por eso todos los antisemitas practican la misión, se dedican compulsivamente a hacer pro­sé­li­tos. Barruntan también en otros lo afín, los sentimientos y convicciones anti­­se­­mi­tas. Intentan encontrar en ellos aprobación. Tienen que practicar conti­nua­men­te la propaganda antisemita. Depende de las circunstancias, del clima polí­tico y mo­ral, que eso se produzca de manera abierta o más bien codificada. Si la ma­ni­­fes­ta­ción abiertamente antisemita, por ejemplo, un chiste contra los judíos, está prohi­bida (como era el caso en la zona de ocupación aliada en la Alemania de postgue­rra), en­ton­ces el chiste se convierte en un chiste susurrado al oído, por medio del cual los afines refuer­zan de su convicción.

 

X

Mientras la dominación de las relaciones sociales fosilizadas sobre los seres huma­nos vivos no sea vencida; mientras el desnivel, tanto nacional como internacional, entre pobres y ricos sea tan enorme como en la sociedad clasista existente; mientras un quinto de la humanidad viva en paraísos terrenales y otro quinto en un infier­no en la tierra; mientras ruja la lucha por la supervivencia y por una chispa de buena vida, existirá la necesidad de crear privilegios de modo real o imaginario y de su complemento, la necesidad de exclusión social. Mientras todo eso exista el dispositivo judeo-xenófobo segui­rá siendo tan atractivo como una droga. Se puede eliminar críticamente reconstruyendo su genealogía. Esto es una tarea, en primer lugar, de la ciencia social, después una tarea de la pedagogía política que popula­rice el conocimiento obtenido. Sin embargo, se trata de una tarea para un siglo. Los antisemitas y xenófobos deben ser políticamente combatidos hoy y ma­ñana ata­cando públicamente sus eslóganes y programas y poniendo de manifiesto su carác­ter absurdo y su potencial de violencia. Ellos mismos son en gran medida resistentes a la argumentación y a la experiencia, por eso se trata sobre todo de que la argumen­tación anti-antisemita llegue a los oyentes y espectadores, a terceros, al público que los xenófobos consideran sus aliados silenciosos. Ante ese público hay que desa­cre­ditar a los partidos y grupúsculos xenófobos, pero las bandas xenófobas deben ser desarmadas y disueltas. Si el ejecutivo estatal fracasa (como en el caso del “NSU”), entonces hay que movilizar la parte de la opinión pública que comprende lo que está en juego y, por su medio, obligar a intervenir al poder legislativo, eje­cutivo y judi­cial.

 

XI

(Agregado en el 2019)

En el transcurso de las décadas pasadas, millones de desplazados por la miseria y las guerras o trabajadores migrantes provenientes de estados musulmanes de Africa y Asiase establecieron en Europa en la búsqueda de una vida mejor.

El comportamiento hacia el “extranjero” fue ensayado (o practicado) en la Europa cristiana durante siglos en la relación de la mayoría cristiana con las minorías judías

El comportamiento hacia el “extranjero” fue ensayado (o practicado) en la Europa cristiana durante siglos en la relación de la mayoría cristiana con las minorías judías. Esto no hace esperar nada bueno en la relación con las nuevas minorías musulmanas. Pues la historia de persecución, tolerancia y aniquilamiento de los judíos europeos se ha condensado en un “dispositivo antisemita” que se transmite de una generación a la siguiente y que ha sobrevivido al  “Holocausto“ fascista. En el presente continúa viviendo en diversas formas. Después de la segunda guerra mundial y la creación del estado de Israel, el antisemitismo europeo de los siglos XIX y XX fue adoptado por los ideólogos árabes-musulmanes y adaptado al conflicto permanente entre judíos y árabes por Palestina. Los inmigrantes musulmanes trajeron consigo esa versión de antisemitismo a Europa que se superpone y tapa (desde 1945) ese antisemitismo nacional latente. El “antisemitismo sin judíos” europeo fue convertido, generalizado en xenofobia y virado hacia los migrantes de países musulmanes. El dispositivo de judío-fobia fue así convertido en una islamo-fobia.

Para intensificar la Wirmis (“confusión” en inglés en el original) de los ideologemas mutuamente superpuestos y atravesados, surgen -sobre todo en Alemania- defensores anti-antisemitas del estado de Israel y del gobierno israelí, quienes junto con la mentalidad antisemita ampliamente extendida en Alemania, Austria y Francia, buscan a su manera superarlo mientras sospechan del antisemitismo sobre todo de críticos del proyecto sionista y que por eso se relacionan con defensores furiosos del Estado-tomador de tierras israelí. Estos últimos, por el contrario, buscan actualmente la colaboración con representantes de las derechas europeas que  tienen motivo  para  enmascarar  su tradicional y contenido antisemitismo, mientras se proclaman amigos de Israel y abogan a voz en grito e incondicionalmente por el estado de Israel y el actual gobierno de Israel.

 

 

Traducción del alemán José A. Zamora

Traducción del alemán correspondiente al agregado Marta Maier

 

* Escritor, residen en Viena. Hasta 2002 Profesor de Sociología en la Technische Universität Darm­stadt.

[1] Max Horkheimer y Th. W. Adorno, “Diskussionen zu den «Elementen des Antise­mi­tis­mus» der Dialektik der Aufklärung” [1943], en M. Horkheimer, Gesammelte Schriften, Bd. 12, Frank­furt: Fi­scher, 1985, pág. 588 ss.

[2] Leon Pinsker, "Autoemanzipation!" Mahnruf an seine Stammesgenossen von einem russischen Ju­den (1882). Berlin: Jüdischer Verlag, 1932.

[3] Buscando las raíces de la hostilidad contra los judíos Freud se remonta hasta tres milenios y me­dio, Max Weber (Wirtschaftsgeschichte (1923), Berlin: Duncker und Humblot, 1991) y Abraham Léon (Judenfrage und Kapitalismus [La Conception matérialiste de la question juive.] ([1942] 1946), Mün­chen: Trikont-Verl., 1971) a 900 años.

[4] Ernst Simmel (ed.): Antisemitismus [Anti-Semitism. A social disease (1946)], Frankfurt: Fischer, 1993.

[5] Cf. Leo Pinsker, op. cit. y Pierre-André Taguieff, “La nouvelle judéophobie: antisionisme, anti­racisme, anti-impérialisme” Les Temps Modernes, 45. Jg., Nr. 520 (1989), Paris, págs. 1-80.

[6] Karl Marx, nº 8 de las "Thesen über Feuerbach" [1845], en Marx-Engels-Werke, T. 3, Berlin: Dietz 1959, pág. 7.

[7] En el caso de la banda del “NSU” se trataba de los colegas alemanes del noruego Anders Behring Brei­vik, que en julio de 2011 hizo explotar un coche-bomba en el centro de Oslo y a continuación mató a tiros en una isla cercana a 69 jóvenes, a los que identificaba con defensores del “multicul­tu­ra­lismo” que él odiaba.

[8] Por lo demás, de André E(minger) era bien conocido que había pertenecido anteriormente a la oscura “Hermandad Blanca de Erzgebirge” (una filial de la organización terrorista internacional “Blood & Honor”) y que tenía cierta relevancia en “círculos de derechas” (motivo por el cual los ser­vi­cios de inteligencia habían intentado tres veces reclutarlo como confidente, sin éxito).

[9] Thomas Heise et al., “Terroristen: In der Parallelwelt“, en Der Spiegel, Hamburg, 18. 2. 2012, págs. 60-66; cita en pág. 65.

[10] Adorno señaló que ese antisemitismo “secundario” y “propiamente ya en ningún caso espon­táneo” sería “por ello doblemente irreconciliable” (Theodor W. Adorno, “Recensión del libro de Ru­dol­phe Lœwenstein. Psychanalyse de l‘Antisemitisme. Paris (Presses Universitaires de France) 1952“ [1952], en: Th. W. Adorno, Gesammelte Schriften, Bd. 20.I, Frankfurt: Suhrkamp 1986 pág. 384 s.

[11] Los tatuajes eran habituales en muchas culturas, pero estaban prohibidos en la Europa cristiana. Una vez redescubiertos en el siglo XVIII por marinos en Tahití como si se tratara de una cosa rara, pronto se extendieron por Europa y América. “En Europa el tatuarse se volvió habitual entre gente de mar, hasta el siglo XVI llevaban símbolos cristianos, para identificar como cristianos a los aho­ga­dos; más tarde predominaron las representaciones de barcos, banderas y motivos eróticos”, según Der große Brockhaus (Wiesbaden 1980, T. 11, pág. 279). “En el siglo XIX, los convictos liberados de Estados Unidos y los desertores del ejército británico fueron identificados por los tatuajes, y más tar­de los internos de las prisiones de Siberia y los campos de concentración nazis fueron marcados de manera similar. Los miembros de las pandillas de la calle y los moteros en el siglo XX se iden­ti­fican asimismo con frecuencia con un emblema tatuado”, añade la Encyclopædia Britannica (The New Ency­clopædia Britannica, Chicago 1995, vol. 11 [Micropædia], pág. 578).

[12] El oficial de servicio que juzga a los delincuentes y mantiene y hace funcionar la máquina de tor­tura es un seguidor fiel del “viejo comandante” del campo de prisioneros (y finalmente se sacri­fi­ca a sí mismo a la máquina, que en ese momento se descompone en pedazos). Al final le es mos­trada la tumba del “viejo comandante” al viajero y narrador que visita la colonia. Bajo una mesa ocul­ta se encuentra una pequeña lápida con la inscripción: “Aquí descansa el viejo comandante. Sus segui­do­res, que ahora no pueden llevar nombre alguno, le han cavado la fosa y colocado la piedra. Existe una profecía que dice que el comandante, tras un número preciso de años, resucitará y con­du­cirá a sus seguidores a la reconquista de la colonia.” (Franz Kafka, Erzählungen. Gesammelte Wer­ke, ed. Max Brod. Frankfurt: Fischer, 1946, pág. 197-237.

[13] Un grafito de los años ochenta sobre un muro enlucido en blanco que rodea una parcela en la calle Mylius en Frankfurt (en el oeste, cerca de Instituto Sigmund Freud).

[14] Leyenda sobre el respaldo de un banco en el andén de la Estación del Oeste en Frankfurt (años ochenta).

[15] Sigmund Freud, „Der Wahn und die Träume in W. Jensens ›Gradiva‹“ (1907), en Gesammelte Werke (GW), T. VII, Frankfurt: Fischer, 1966, pág. 108; Id., Vorlesungen zur Einführung in die Psycho­analyse (1916/17), en GW, T. XI, Frankfurt: Fischer, 1969, pág. 406.

[16] Sigmund Freud, “Konstruktionen in der Analyse” (1937), en GW, T. XVI, pág. 54 ss.

[17] Sigmund Freud, Der Mann Moses und die monotheistische Religion (1937-39), en GW, T. XVI, pág. 219 ss.

[18] Abraham Léon, Judenfrage und Kapitalismus, op. cit., pág. 49.

[19] Karl Marx, Ökonomische Manuskripte 1857/185, en Marx-Engels-Werke, T. 42, Berlin: Dietz, 1983, pág. 97. - Según Marx las mercancías son “jeroglíficos sociales”. En el intercambio se pasa por alto su especificidad, su cualidad; solo pueden ser equiparadas unas con otras en cuanto cantidades de valor diferentes. El valor, esto es, el tiempo de trabajo social abstracto empleado en su producción e invertido en ellas, sólo aparece en su “pureza” en el dinero (en cuanto forma universal de equi­valencia), por lo demás se encuentra oculto en el valor de uso (Karl Marx, Das Kapital. Kritik der politischen Ökonomie (1867), en MEW, T. 23, Berlin: Dietz 1962, págs. 85-98. - Moishe Postone ve una analogía estructural entre esa concreción del valor propia del valor de uso y la personificación con cuya ayuda los antisemitas atribuyen a los judíos la “culpa” de la dominación de la ley del valor: "por eso la ‘revuelta anticapitalista’ termina convirtiéndose en la revuelta contra los judíos.” Cfr. Moishe Postone, "Antisemitismus und Nationalsozialismus" (1979, 1982), en: Moishe Postone, Deutschland, die Linke und der Holocaust. Politische Interventionen. Freiburg: ça ira-Verlag, 2005, págs. 165-194; cita en pág. 190.

[20] Max Weber, Wirtschaft und Gesellschaft. Grundriss der verstehenden Soziologie (1921/22), 2ª Parte, Cap. VI ("Die Marktvergesellschaftung"), Tübingen: Mohr, 1956, 1er. Tomo, pág. 382ss.

[21] La distinción entre comunidad y sociedad constituye un elemento nuclear de la teoría social. El antisemitismo es su caricatura. Opera con la misma distinción, pero no interpreta la transición de la sociedad pre-moderna a la moderna (o, dicho de otra manera, de la dominación directa a la indi­recta) como modificación o metamorfosis, sino que sacraliza las formas pretéritas de “comunidad” y demoniza la sociedad de intercambio. “Los” judíos son para él sus protagonistas y beneficiarios.

[22] Cfr. Sigmund Freud, Die Zukunft einer Religion (1927), en GW, Vol. XVI, Cap. I y II.

[23] Cf. Suhlamit Kolkov, Antisemitismus als kultureller Code. Zehn Essays, München: H. C. Beck, 2000.

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Articulo publicado en
Abril / 2019