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Acerca del "malestar sobrante"

 

Hace ya años el pensamiento de Marcuse definió como "represión sobrante"( o "sobre-represión) los modos con los cuales la cultura coartaba las posibilidades de libertad no sólo como condición del ingreso de un sujeto a la cultura sino como cuota extra, innecesaria y efecto de modos injustos de dominación.

Con el mismo espíritu podríamos definir hoy como "sobremalestar", o "malestar sobrante", la cuota que nos toca pagar, la cual no remite sólo a las renuncias pulsionales que posibilitan nuestra convivencia con otros seres humanos, sino que lleva a la resignación de aspectos sustanciales del ser mismo como efecto de circunstancias sobreagregadas.

Y desde la perspectiva que nos compete deberemos señalar que El "malestar sobrante" no está dado, en nuestra sociedad actual, sólo por la dificultad de algunos a acceder a bienes de consumo, ni tampoco por el dolor que pueden sentir otros, más afortunados materialmente, pero en tanto sujetos éticamente comprometidos y provistos de un superyo atravesado por ciertos valores que aluden a la categoría general de "semejante", ante el hecho de disfrutar beneficios que se convierten en privilegios ante la carencia entorno.

Las dificultades materiales, la imposibilidad de garantizar la seguridad futura, el incremento del anonimato y el cercenamiento de metas en general no alcanzan para definir, cada una en sí misma, este "malestar sobrante" -si bien cada una de ellas y con mayor razón todas juntas podrían ser motivo del mismo en numerosos seres humanos.

El malestar sobrante está dado, básicamente, por el hecho de que la profunda mutación histórica sufrida en los últimos años deja a cada sujeto despojado de un proyecto trascendente que posibilite, de algún modo, avizorar modos de disminución del malestar reinante. Porque lo que lleva a los hombres a soportar la prima de malestar que cada época impone, es la garantía futura de que algún día cesará ese malestar, y en razón de ello la felicidad será alcanzada. Es la esperanza de remediar los males presentes, la ilusión de una vida plena cuyo borde movible se corre constantemente, lo que posibilita que el camino a recorrer encuentra un modo de justificar su recorrido.

Y el malestar sobrante se nota particularmente, en nuestra sociedad, en el hecho de que los niños han dejado de ser los depositarios de los sueños fallidos de los adultos, aquellos que encontrarán en el futuro un modo de remediar los males que aquejan a la generación de sus padres. La propuesta realizada a los niños -a aquellos que tienen aún el privilegio de poder ser parte de una propuesta- se reduce, en lo fundamental, a que logren las herramientas futuras para sobrevivir en un mundo que se avizora de una crueldad mayor que el presente (De ahí la caída del carácter lúdico, de verdadera "moratoria" que corresponde a la infancia, que ha devenido ahora una etapa de trabajo, aún para aquellos niños que todavía se hacen acreedores al concepto de infancia, con jornadas de más de 10 horas de trabajo en escuelas que garantizan, supuestamente, que no serán arrojados a los bordes de la subsistencia).

La "vejez melancólica", dice Norberto Bobbio en ese maravilloso texto que nos ha legado a los 87 años, De senectute, es la conciencia de lo no alcanzado y de lo no alcanzable Se le ajusta bien la imagen de la vida como un camino, en el cual la meta se desplaza siempre hacia adelante, y cuando se cree haberla alcanzado no era la que se había figurado como definitiva. La vejez se convierte entonces en el momento en el cual se tiene plena conciencia de que no sólo no se ha recorrido el camino, sino que ya no queda tiempo para recorrerlo, y hay que renunciar a alcanzar la última etapa.

Salta a la vista que, en la Argentina de hoy, esta categoría no sólo se podría aplicar a los viejos -quienes por otra parte toman a cargo, como un símbolo, la denuncia del carácter profundamente cretino con el cual nuestro país condena no sólo a la miseria sino a la indignidad- Somos parte de un continente que ha sido arrastrado a la vejez prematura, cuando aún no había realizado las tareas de juventud, y es en razón de ello que nos vemos invadidos por la desesperanza -la cual toma la forma, en muchos casos, no de la depresión sino de la apatía, del desinterés. Esto como sujetos históricos.

Pero también en el marco de la categoría más general, de seres pensantes, seres "teorizantes": bruscamente, en los últimos años, se produjo una mutación cuya aceleración precipitó a una generación entera al desconcierto. A partir de ello, todo lo pensado entró en crisis, fue sometido a caución, y quedó librado a una recomposición futura. De esto es difícil saber qué se puede, qué se debe conservar, y qué debe ser desechado; en meses se ha envejecido una generación entera. Porque lo viejo no es un problema de tiempo solamente, sino de mirada puesta en un punto de la flecha del tiempo: hacia el pasado o hacia el futuro, y eso define las coordenadas con las cuales se emplaza lo joven o lo viejo.

Cuanto más firmes mantiene los puntos de referencia a su universo cultural, más se aparta el viejo de su propia época, agrega Bobbio, haciendo luego suyas las palabras de Jean Améry: "Cuando el viejo se da cuenta de que el marxista, considerado ciertamente por él, y no sin razón, como campeón del ejército racionalista, se reconoce ahora en ciertos aspectos como heredero de Heidegger, el espíritu de la época debe aparecerle extraviado, más aún, auténticamente disociado: la matemática filosófica de su época se transforma en cuadrado mágico" .

¿A qué racionalidad puede, también hoy, apelar el psicoanálisis, a un siglo de existencia y de realizaciones en las cuales los errores cometidos y las impasses no resueltas no obstan, sin embargo, para seguir siendo ese campo de teorización que puede dar cuenta del malestar reinante, cercar las formas de incidencia de la realidad entorno en la subjetividad, apelar a una racionalidad que impida que la matemática filosófica de nuestra época se transforme en cuadrado mágico?

Cada generación debe partir de algunas ideas que la generación anterior ofrece, sobre las cuales no sólo sostiene sus certezas sino sus interrogantes, ideas que le sirven de base para ser sometidas a prueba y mediante su desconstrucción propiciar ideas nuevas. Cuando esto se altera, cuando se niega a las generaciones que suceden un marco de experiencia de partida sobre el cual la reflexión inaugure variantes, se las deja no sólo despojadas de historia sino de soporte desde el cual comenzar a desprenderse de los tiempos anteriores. Pero al mismo tiempo, los maestros no pueden darse el lujo de ser viejos: la enseñanza, la transmisión del psicoanálisis, sólo puede ejercerse en el marco de un recorrido que permita repensar los propios callejones sin salida. Este fue el modo con el cual se concibió de entrada -desde los escritos de Freud- como una enseñanza que iba marcando en su recorrido las reflexiones acerca de sus dificultades internas, como un proceso de "retorno sobre" los enunciados anteriores.

En este espíritu es que pienso que los psicoanalistas contribuimos poco a la resolución del malestar sobrante cuando, en lugar de encontrar los resortes que lo producen -no sólo en el mundo entorno, en nuestros pacientes y en los espacios en los cuales nos corresponde dilucidar las fuentes del sufrimiento, sino también, en nuestra propia teoría y en los paradigmas que suponemos nos sostienen- nos consideramos sus víctimas, sumando al desaliento la parálisis intelectual y la hoquedad de fórmulas que ya no sirven sino como rituales despojados de sentido.

. De modo aún más específico, podríamos afirmar que el malestar sobrante en psicoanálisis no está dado sólo por las dificultades de una pauperización creciente del ejercicio de la práctica, y de los modos con los cuales el incremento de concentración de dinero y poder obliga a los terapeutas a someterse a condiciones de trabajo indignas e inclusive lesionantes éticamente en el constreñimiento que imponen. No sólo está dado por el desmantelamiento de los servicios hospitalarios y por las condiciones de una postmodernidad que mina transferencias y destrona junto al sujeto supuesto saber, todo saber, y con él conduce a un relativismo que mercantiliza de modo insospechado hasta hace algunos años las relaciones entre paciente y terapeuta condicionando, en muchos casos, los modos de ejercicio mismo de la práctica. Todo ello es motivo de sufrimiento, pero no alcanza para explicar el malestar sobrante.

El malestar sobrante está dado por algo más, que somete al desaliento y a la indignidad, y nos melancoliza como viejos a sólo un siglo de existencia. Este malestar está dado por el aferramiento a paradigmas insostenibles -cuya repetición ritualizada deviene un modo de pertenencia y no una forma de apropiación de conocimientos- por el aburrimiento con el cual se exponen los mismos enunciados -empobrecidos en su reiteración- ante quienes han dejado de ser interlocutores para ser sólo proveedores de trabajo o de reconocimiento. El malestar sobrante está dado por la propuesta de autodespojo que lleva a subordinar las posibilidades de producción teórica y clínica a las condiciones imperantes. Y está dado también por la cantidad de inteligencia desperdiciada, de talento y entusiasmo sofocado, con el cual cada uno paga el precio de su propia inserción. El malestar sobrante está dado, aún, por el intento de amalgamar, sin un trabajo previo de depuración de racionalidad intrateórica, los viejos enunciados indefendibles -efecto de una acumulación histórica de aporías-, con afirmaciones actuales de dudosa racionalidad cuya base científica aparece más afirmada que demostrada (Tal el caso patético de intentar hacer confluir las hipótesis más biologistas del psicoanálisis con las hipótesis de un reduccionismo mecanicista desde el cual cierta neurociencia pretende dominar el mercado, en una maniobra que pretendiendo parecer de avanzada no es sino un intento de restauración de los enunciados menos defendibles del siglo pasado sobre la determinación biológica del carácter, del espíritu, y aún del pensamiento de las razas).

El malestar sobrante está dado, por último, por la cesión de un campo autónomo de pensamiento en aras de una supuesta interdisciplina en la cual el psicoanálisis queda subordinado en sus posibilidades de hacer práctico y de pensar teorético, en lugar de hacerlo desde un lugar en el cual pueda confluir en intersección para pensar algunas cuestiones comunes con otros campos del conocimiento, bajo un modo de atravesamiento transversal de problemáticas compartidas, sin ceder su poder explicativo en aquellas cuestiones que le competen de modo particular.

Y es en virtud de todo esto que cabe abrir la posibilidad de que nuestra acción pueda ayudar a disminuir la cuota de malestar sobrante que nos embarga, ya que los resortes que lo permiten sí están, afortunadamente, en nuestras manos. Para ello sólo tenemos que girar nuestra cabeza para poder mirar hacia el otro extremo de la flecha del tiempo, y descapturarnos del determinismo a ultranza con el cual, así como en otros tiempos afirmamos el carácter irreversible de un futuro promisorio, hoy nos trampeamos del mismo modo, con la misma metodología, para sólo ver un futuro deplorable. Bobbio vuelve en ayuda nuestra cuando afirma: "He llegado al final no sólo horrorizado sino sin ser capaz de dar una respuesta sensata a todas las preguntas que las vicisitudes de las que fui testigo me plantearon de continuo. Lo único que creo haber entendido, aunque no era preciso ser un lince, es que la historia, por muchas razones que los historiadores conocen perfectamente pero que no siempre tienen en cuenta, es imprevisible…" Y, agreguemos, si lo imprevisible es lo posible, al menos que no nos tome despojados de nuestra capacidad pensante, que es aquello que puede disminuir el malestar sobrante, ya que nos permite recuperar la posibilidad de interrogarnos, de teorizar acerca de los enigmas, y mediante ello, de recuperar el placer de invertir lo pasivo en activo.

 
Articulo publicado en
Noviembre / 1997