“Cuándo y por qué sirve el psicoanálisis... cuando se está angustiado, mucho y a menudo, cuando se tiene miedo: miedo de salir solo a la calle, de quedarse solo en casa, miedo de tomar un avión. O cuando, estando sano y fuerte, se teme morir, despacito, de cáncer o de golpe, del corazón. Hay muchos “cuandos”. Por ejemplo cuando pasa en la vida, repetidamente, una historia de letra de tango: que el mejor amigo se quede con la mujer de uno. Pero también cuando en un examen preparado te quedas en blanco; o cuando en un examen mal preparado no entiendes por qué te bocharon de nuevo. Y muchos más cuandos... También cuando, de adulto, se tiene una úlcera de estómago o, de niño, asma, pesadillas y mucho miedo.
¿Y por qué el psicoanálisis? Porque sirve. Sirve para entenderse mejor a sí mismo y a otro. Sirve también para casi no mentirse más. Sirve para criar hijos más felices. Y sirve, según Freud, para amar mejor, trabajar mejor, gozar mejor. Pero, ojo, no sirve para cambiar el mundo. Eso hay que hacerlo de otra manera. ¿Y después? Si lo aplicamos bien, sin duda seguirá sirviendo.
...me gustaría hablarte de María Elena... Se trata de una mujer de 32 años, madre de una hija de 15 y un varón de 13. Consulta por depresión y nos es mandada por el Servicio de Ginecología. Su hija había consultado por las consecuencias de un aborto provocado. Al intentar ésta saber quién había embarazado a su hija adolescente le contestó: “No lo diré, no quiero destruir tu matrimonio”. Resultó que la muchacha había sido la amante de su padre durante meses. María Elena, enfrentada con la realización del incesto padre-hija, entró en una depresión profunda, adjudicándose toda la culpa de lo ocurrido, ya que ella, por trabajar fuera de casa, no había podido cuidar a su niña. En las primeras sesiones nos decía repetidamente: “Pobre, mi marido, él no es responsable. Se crió en un orfanato, no sabe lo que es una familia. ¡Qué destino!!”. Rompía en llanto y realimentaba su culpa. “No puedo separarme..., aunque para todos mi hija será una vergüenza”.
María Elena había cursado la primaria hasta tercer grado. Debido a las serias carencias sufridas en su infancia intentó en la estructuración de su familia reparar todas aquellas. Su esposo era un joven de treinta y cuatro años, obrero muy querido en la villa por su actitud colaboradora y reivindicatoria de las necesidades de sus habitantes.
Al principio fue necesario medicar a María Elena con un mínimo de antidepresivos, no para negar su depresión sino para posibilitarle la comunicación y la creación de nuevos vínculos en el grupo, ya que la culpa y la vergüenza la inundaban.
Su historia nos permitió comprender que con su complicidad inconsciente la hija había repetido su propio drama edípico. María Elena no había conocido a su padre, pero los distintos hombres, que convivieron con su madre a menudo se habían aprovechado sexualmente de ella en la única habitación de la cual disponía su familia. Además, desde pequeña había espiado la relaciones sexuales de su madre. En este contexto era importante que María Elena comprendiera que su historia no era el resultado de su “maldad pecaminosa”, sino de múltiples determinaciones, incluyendo sin duda las condiciones paupérrimas en que se había criado.
Probablemente por eso mismo había idealizado tanto la “familia estable”, lograda por ella. Vivió la “revelación inesperada” del incesto padre-hija, que debiera haber podido detectar mucho antes, como justo castigo de Dios por sus propios pecados.
Pudimos mostrarle en el análisis cómo ella había participado activamente en la situación por sentimientos de culpa inconscientes. Teniendo dos habitaciones, María Elena compartía a menudo una recámara con su hijo y el esposo la otra con su hija. Mientras que ella no era más que cariñosa con su niño, hizo actuar a su hija su deseo edípico realizado y frustrado, ya que un padrastro no es un padre de veras.
La labor del grupo con ella fue intensa. Lejos de provocar rechazo y horror, María Elena despertó sentimientos de compasión y simpatía. El vínculo edípico transferencial que estableció con uno de los coterapeutas del equipo permitió interpretar adecuadamente y hacer que ella recordara episodios de su infancia reprimidos y los ligara con el presente en una buena elaboración. María Elena permaneció hasta el final en el grupo y evolucionó muy favorablemente; superó la grave depresión, lo que le permitió, al año, prescindir de toda medicación. En la misma época se separó de su esposo y se fue a vivir a otro barrio, donde no conocían su penosa historia. Al final intentaba rehacer su vida, estableciendo un nuevo vínculo amoroso.”
Langer, Marie; del Palacio, Jaime; Guinsburg Enrique. Memoria, historia y diálogo psicoanalítico, Folios Ediciones, Buenos Aires, 1984