El autor fue el presidente del grupo de trabajo del DSM IV y parte del equipo directivo del DSM III. En la actualidad es catedrático emérito del departamento de Psiquiatría y Ciencias del comportamiento de la Universidad de Durham, Carolina del Norte. Es también un conferencista habitual y asiduo colaborador de las publicaciones más prestigiosas de EEUU. A continuación, publicamos un fragmento correspondiente al capítulo 7 del libro ¿Somos todos enfermos mentales? Manifiesto contra los abusos de la psiquiatría, editorial Paidós, Buenos Aires, 2014. Agradecemos a la editorial Planeta la autorización de su publicación.
Para cada problema complejo
hay una respuesta clara, sencilla y equivocada.
H. L. Mencken
La inflación diagnóstica tiene muchas causas complejas interrelacionadas, y para solucionarla se necesitan muchos remedios complejos e interrelacionados; y el resultado es más que dudoso. Lo que se tiene que hacer es completamente evidente, pero ser lo bastante inteligentes para saber qué hay que hacer no sirve de nada si no se tiene la fuerza para hacerlo. La mayor parte de la fuerza política y financiera promueve la anormalidad, mientras que las fuerzas en sentido contrario que promueven la normalidad no pueden contrarrestarla, ni siquiera remotamente, y no son lo suficientemente poderosas. Sin embargo, la esperanza a veces se cumple. De vez en cuando, los mansos heredan la tierra, especialmente si la razón está de su parte. Pueden ocurrir milagros inesperados cuando nadie podía siquiera imaginar que fueran posibles. Contra todo pronóstico, hemos elegido a un presidente negro, hemos aprobado leyes que legalizan el matrimonio homosexual y hemos hecho que fumar pase de ser una muestra de sofisticación seductora a ser un hábito asqueroso. Así que, ¿quién dice que no podemos también domar la bestia de la inflación diagnóstica y salvar al mundo de la devastadora epidemia de enfermedades psiquiátricas? Así es como hay que hacerlo…
La inflación diagnóstica y la polimedicación van de la mano y pueden ser una combinación letal. Es sorprendente que se haya hecho tan poco por acabar con esta causa de muerte e invalidez evitable prácticamente por completo, especialmente cuando existe una solución técnica sencilla para acabar con la peligrosa superabundancia de recetas.
Siempre que se carga en tu tarjeta de crédito una compra peligrosa, el pago queda inmediatamente en suspenso hasta que apruebas la transacción. Este sistema, que puede resultar en ocasiones irritantemente eficaz, entra en funcionamiento, por ejemplo, cuando tratas de utilizar la tarjeta en un país extranjero sin haber informado previamente a MasterCard que piensas viajar. ¿Por qué no existe un sistema de alerta igual de eficaz, dinámico y en tiempo real que ayude a controlar el creciente abuso de recetas y distribución de medicamentos psicotrópicos y analgésicos? Si disponemos de la tecnología para evitar una estafa de cien dólares, resulta tonto no aplicarla para evitar las muertes por sobredosis de fármacos.
Si disponemos de la tecnología para evitar una estafa de cien dólares, resulta tonto no aplicarla para evitar las muertes por sobredosis de fármacos
La distribución de drogas ilegales ha demostrado ser imposible de controlar a pesar de los decididos y caros esfuerzos por hacer cumplir la ley en las fronteras y en las calles. La distribución de fármacos legales es facilísima de controlar, porque se lleva a cabo en farmacias que podrían estar conectadas por ordenadores que todo lo ven. Se podrían establecer directrices para controlar electrónicamente todas las transacciones sospechosas (por ejemplo, demasiados fármacos recetados a la vez, dosis demasiado elevadas, o demasiadas recetas extendidas con demasiada frecuencia y/o por médicos diferentes), y para identificar a los médicos que recetan en exceso. Si hubiese una buena razón para hacer una excepción, se permitiría continuar con el proceso (equivalente a lo que sucede al explicar a MasterCard la razón de la compra que hizo disparar sus alarmas antifraude).
Pero así se identificarían y frenarían en seco los cócteles de fármacos y a los facultativos potencialmente mortales.
Sólo se me ocurren tres objeciones posibles y ninguna de ellas resulta convincente. La primera es el coste. ¿Quién lo pagaría?
Esto es una tontería. Gastamos una fortuna tratando inútilmente de interceptar la droga ilegal en las fronteras porque éstas son permeables e imposibles de sellar. Sin embargo, nuestras farmacias, que equivaldrían a las fronteras como puntos de distribución de drogas legales, son fáciles y baratas de controlar por ordenadores que nunca duermen. También sería absurdo plantearse quién debería pagar este sistema de vigilancia, ya que el dinero necesario debería proceder de un pequeño impuesto sobre los gigantescos ingresos de la industria farmacéutica.
Segunda objeción: ¿cómo lograr que todas las empresas farmacéuticas y todas las farmacias participen en ese sistema?
¿La prescripción y distribución de medicamentos no están demasiado fragmentadas para poder ser sometidas a un control centralizado? En absoluto. Se podría obligar fácilmente a las cadenas de farmacias y a los grandes sistemas de compra por Internet a que se sometiesen a un sistema de control obligatorio contra el abuso de recetas de fármacos.
La tercera objeción es la única que tiene cierto sentido. ¿No podría un sistema de aviso convertirse en una invasión potencial de la intimidad por parte del Gran Hermano que, en malas manos, podría provocar abusos? Este argumento sería más convincente si la necesidad de protección contra la sobredosis de fármacos legales no fuese tan imperiosa y si la privacidad de las recetas no fuese ya bastante vulnerable al existir un registro y sistemas de control. Incorporar un sistema universal de alarma verdaderamente eficaz reportaría enormes beneficios y muy pocos riesgos adicionales.
¿Tendría esto mucho impacto en la inflación diagnóstica?
Sí, porque esta cola mueve al perro. Si un diagnóstico es una forma fácil de conseguir la droga deseada, se realiza con mayor frecuencia. Los médicos muy poco estrictos a la hora de diagnosticar se reprimirían en ambos casos al saber que el ojo del ordenador que todo lo ve les está observando incesantemente.
Ésta es la batalla que podríamos y deberíamos ganar en la guerra contra la droga (…)
Los criterios vagos del DSM que favorecen la inflación diagnóstica tienen que ser más estrictos. No será fácil; el problema ha tardado treinta años en crearse y se ha visto agravado por el DSM 5. Sin embargo, los errores pueden corregirse con el tiempo, y ahora es el momento de empezar. Los umbrales de muchos de los diagnósticos existentes deberían modificarse exigiendo más síntomas y/o mayor duración y/o más incapacitación.
Asimismo, tenemos que dejar de añadir diagnósticos nuevos a menos que existan razones muy convincentes para ello.
La diagnosis psiquiátrica no debería ser monopolio de otra asociación de salud mental; los psicólogos lo harían igual de mal (aunque de manera diferente)
Por otra parte, el DSM debería ser liberado gradualmente de responsabilidad, desvinculándolo de decisiones relacionadas exclusivamente con la presencia o la ausencia de un diagnóstico psiquiátrico. Los servicios escolares deberían basarse en una concienzuda evaluación de las necesidades educativas, no simplemente en la presencia o ausencia de un diagnóstico. El autismo y el trastorno de déficit de atención fueron definidos por razones clínicas, no educativas, y no sirven para determinar decisiones escolares. Los niveles de incapacidad educativa pueden ser enormemente diversos en personas con el mismo diagnóstico.
De forma parecida, los requisitos para tener derecho a la invalidez y otras prestaciones debería depender más del auténtico nivel de incapacidad funcional de la persona y menos de si ha recibido o no un diagnóstico psiquiátrico. Por otro lado, el DSM no debería tener tanto peso en los procedimientos legales.
El diagnóstico psiquiátrico era simplemente una modesta herramienta clínica con muy pocas influencias externas. Ahora que el alcance del DSM ha aumentado de manera desproporcionada es el árbitro único de muchos casos que no siempre se enmarcan dentro de sus competencias. Esto añade más peso del que el sistema diagnóstico es capaz de soportar y hace aumentar la inflación diagnóstica a medida que los clínicos exageran los diagnósticos para que sus pacientes reciban prestaciones y beneficios adicionales. Un DSM menos importante sería utilizado mejor y daría como resultado diagnósticos más exactos.
La American Psychiatric Association ha ejercido el monopolio de la diagnosis psiquiátrica desde el siglo pasado. Esto se debe a un accidente histórico, no a un hecho voluntario. Hasta 1980 y la aparición del DSM III, a nadie le importaba demasiado el DSM; su gestión era una carga que la APA asumió únicamente porque era demasiado poco importante para justificar más apoyo oficial. Desde entonces las cosas han cambiado drásticamente; la diagnosis psiquiátrica ha cobrado mucha más importancia y la APA ha visto reducidas sus competencias.
La diagnosis psiquiátrica no debería ser monopolio de otra asociación de salud mental; los psicólogos lo harían igual de mal (aunque de manera diferente)
El DSM 5 es el último recurso y una voz de alerta. La estructura directiva de la APA ha demostrado ser incapaz de dirigir. Los constantes cambios propuestos por investigadores para dar cabida a sus teorías favoritas no habían sido objeto de la investigación suficiente para tener impacto en el mundo real. Expertos en cuidados clínicos, epidemiología, economía de la salud, medicina forense y políticas públicas quedaron al margen.
Las decisiones fueron adoptadas principalmente por y para los psiquiatras, ignorando el hecho de que constituyen únicamente el 7 % de los profesionales clínicos de la salud mental, y ahora extienden tan sólo una pequeña parte de las recetas de fármacos psicotrópicos. La APA no ha actuado como si el DSM 5 fuese un bien público, sino que lo ha tratado como un producto editorial generador de beneficios.
Los caprichos del DSM 5 demuestran que la diagnosis psiquiátrica ha ido más allá de la APA, convirtiéndose en algo demasiado importante en demasiados aspectos de la vida como para dejarlo en manos de una pequeña organización profesional con una reducida serie de técnicas y sin responsabilidad pública.
Los psiquiatras siempre serán una parte importante de la mezcla, pero la APA ya no debería tener la última palabra. Su monopolio exclusivo de la diagnosis psiquiátrica debería acabar ya.
La siguiente pregunta obvia es que, si la APA ha quedado desautorizada definitivamente como guardiana de la llama, ¿quién debería ocupar su lugar? Por desgracia, ninguna de las estructuras existentes está preparada para asumir esa responsabilidad.
La diagnosis psiquiátrica no debería ser monopolio de otra asociación de salud mental; los psicólogos lo harían igual de mal (aunque de manera diferente). El National Institute of Mental Health (Instituto Nacional de Salud Mental) dispone de los recursos, la artillería intelectual y la autoridad moral, pero su interés y su experiencia se centran cada vez más de manera prácticamente exclusiva en investigación de ciencia elemental.
El NIMH tiene muy poco interés o capacidad para ocuparse de asuntos clínicos prácticos. El DSM sería un sueño para los investigadores, pero una pesadilla para los clínicos, los pacientes y la política pública. La Organización Mundial de la Salud podría ser una aspirante al puesto, pero sus irregulares actuaciones pasadas al crear su propio manual de trastornos mentales no inspira demasiada confianza. No hay otras organizaciones disponibles para ocupar el hueco.
En mi opinión, la diagnosis psiquiátrica requiere y merece una nueva estructura reguladora propia. La Food and Drug Administration es el modelo existente más cercano. Esto no es tan rocambolesco como parece. En psiquiatría, los diagnósticos nuevos son potencialmente mucho más peligrosos que los nuevos fármacos porque pueden conducir al abuso de tratamientos (con todos sus posibles efectos secundarios), mientras que los fármacos nuevos por lo general no son más que imitaciones de los ya existentes. La FDA somete los nuevos fármacos a investigación con razonable diligencia, pero actualmente permitimos la creación de nuevos diagnósticos potencialmente peligrosos sin someterlos previamente a un análisis cuidadoso e independiente. Cada pequeña modificación del sistema de diagnóstico debería estar sometida a un proceso de investigación igual de concienzudo y cuidadoso que el de los fármacos nuevos.
Pero ¿quién debería encargarse de esto? Probablemente una nueva estructura dentro del Departamento de Salud y Servicios Sociales, el cual es ampliamente interdisciplinar, en la que se combinasen todas las profesiones clínicas con expertos en salud pública mental, prestación de servicios, economía de la salud, medicina forense y educación. Podría contar con un personal encargado de analizar empíricamente la bibliografía científica o, mejor aún, encargar dichos análisis a grupos independientes sin ningún interés en los resultados. Las decisiones deberían basarse en análisis explícitos de riesgos y beneficios que prevean posibles consecuencias no deseadas e incluyan el impacto económico y la asignación de recursos. Los consumidores deberían formar parte del equipo de investigación. Todo debería publicarse en tiempo real y con total transparencia.
Los nuevos diagnósticos deberían someterse a vigilancia permanente para asegurarse de que no se utilizan incorrectamente y que no tienen consecuencias nocivas imprevistas.
La revolución de la neurociencia es mucho más seductora e intelectualmente estimulante, pero, a excepción del caso del Alzheimer, está muy lejos de aportar pruebas de laboratorio que respalden las decisiones diagnósticas
Los cambios deben ser graduales y progresivos. No tiene sentido continuar con la práctica de cambiar todo el sistema diagnóstico a intervalos elegidos de manera arbitraria. Cada diagnóstico debería plantearse individualmente en fases según la aparición de nuevas pruebas resultado de la investigación. Los cambios no deberían hacerse a la ligera, deberían contar con el respaldo de pruebas contundentes y ser aprobados de manera consensuada. En el futuro inmediato, los cambios en el sistema diagnóstico probablemente estarán mucho más determinados por los servicios sanitarios que por las investigaciones sobre el cerebro. La revolución de la neurociencia es mucho más seductora e intelectualmente estimulante, pero, a excepción del caso del Alzheimer, está muy lejos de aportar pruebas de laboratorio que respalden las decisiones diagnósticas (…)
Toda acción conlleva una reacción; la inflación diagnóstica y el abuso de fármacos se nos han ido de las manos y ya es hora de que el péndulo oscile y se equilibre. Existen tres fuerzas que, trabajando conjuntamente, podrían luchar eficazmente contra la inflación diagnóstica e incluso darle la vuelta. Se trata de las organizaciones profesionales, los grupos de defensa de los consumidores y la prensa. Hasta ahora, ninguna se ha dedicado demasiado a la deflación diagnóstica, en parte debido a que cada una de ellas ha sido invitada inteligente y sistemáticamente a participar en las compañías farmacéuticas. En un mundo justo y razonable, se situarían en primera línea, combatiendo, en lugar de apoyar, las campañas publicitarias de la industria. Hasta ahora, se han situado en el bando contrario, pero siguen siendo la esperanza del futuro.
Todas las asociaciones profesionales de salud mental se han mantenido extraordinariamente pasivas ante el abuso masivo de fármacos
Los gremios medievales se formaron con dos objetivos diferentes aunque compatibles en mente: proteger a sus miembros de la competencia de precios externa y proteger a los compradores de productos de mala calidad. A los gremios se les concedía un monopolio, pero sólo a condición de que no abusaran de él y respetaran escrupulosamente la confianza pública. Las asociaciones profesionales de salud mental modernas derivan de los gremios, pero han incumplido su palabra. Parecen inclinadas a proteger únicamente a sus miembros y la burocracia de su personal, sin preocuparles demasiado el mantenimiento de la calidad o defender los intereses del público al que se supone que deben servir. Todas las asociaciones profesionales de salud mental se han mantenido extraordinariamente pasivas ante el abuso masivo de fármacos. Ninguna de ellas se ha opuesto demasiado a las falsas epidemias recientes de déficit de atención, autismo y trastorno bipolar. La neutralidad en estas situaciones no es realmente neutral; equivale a colaborar pasivamente con los diagnósticos equivocados y los tratamientos inadecuados.
Fomentar un debate abierto y bien fundado sobre los problemas de política de salud mental debería formar parte de la responsabilidad ética de las asociaciones profesionales. La idea cínica es que no lo hacen por propio interés; es decir, dejarse llevar por la corriente de la creciente inflación diagnóstica hace que se traten más pacientes y puedan recibirse más subsidios de la industria farmacéutica. En parte puede que sea así, pero creo que los problemas son más profundos y difíciles de resolver que un simple conflicto de intereses económicos. Las asociaciones profesionales son demasiado egoístas, cierto, pero, lo que es peor, no son demasiado listas, como queda patente viendo la debacle del DSM 5. La cerrada burocracia del personal domina sus agendas y les impide ver más allá de sus limitados intereses.
A menudo, las asociaciones están sorprendentemente mal informadas sobre los asuntos de la atención al paciente y la política pública relativa a la inflación diagnóstica.
¿Puede cambiar esta situación? Creo que sí. La evidencia de sus fuertes vínculos con las compañías farmacéuticas ha obligado a las asociaciones a iniciar un proceso de desvinculación para recobrar su independencia. Si algo bueno puede salir del DSM 5, será el aumento de la concienciación de que el gremio ha de ser leal principalmente con el público, no con sus propios miembros.
Si no hay calidad se pierde el monopolio. La American Psychiatric Association, al haber soltado la bola de la inflación diagnóstica en el DSM 5, probablemente será más cautelosa a la hora de llevarla en el futuro. Es posible incluso que vea la luz y llegue finalmente a admitir que los diagnósticos se han vuelto demasiado poco estrictos y las recetas demasiado numerosas.
El DSM 5 habría sido mucho peor si los nuevos directivos de la APA no hubiesen marcado un gol de penalti en el último minuto.
Las organizaciones pueden cambiar si sus incentivos están alineados con el interés público.
Los grupos de defensa de los consumidores han hecho mucho bien al promover la paridad de la asistencia sanitaria mental, aumentar los fondos para la investigación psiquiátrica, mejorar las prestaciones, proporcionar apoyo y reducir la estigmatización.
Sin embargo, desgraciadamente, también se han convertido en activistas leales aunque involuntarios (y más creíbles) que buscan enchufe en la industria farmacéutica. Esto es doblemente problemático, ya que no superan la prueba de la mujer del césar. Gran parte de su presupuesto está financiado por las compañías farmacéuticas. En Europa, los grupos de defensa de los consumidores se oponen al uso excesivo de medicación en lugar de permitirlo.
Existe otro conflicto de intereses más sutil. Las organizaciones siempre tratan de incorporar más miembros. Cuanto mayor sea el grupo de defensa, más fuerte será su peso político y su influencia económica. Y cuanta más gente padezca un trastorno, menor será la lacra social que comporte. La defensa del autismo ha hecho milagros, pero uno de sus efectos secundarios puede ser que tal vez la mitad de las personas identificadas como autistas en realidad no lo sean. A medida que vaya madurando, la defensa del consumidor será más consciente de los riesgos del sobrediagnóstico y sopesará mejor los beneficios de contar con más miembros inscritos y el riesgo de que algunos de los incluidos de manera inapropiada resulten a la larga más perjudicados que beneficiados.
El periodismo de investigación tal vez sea la mejor defensa contra el despliegue publicitario de la industria farmacéutica, pero se ha convertido en una especie de lujo en las salas de prensa.
Con demasiada frecuencia, los periodistas se limitan a repetir como loros las notas de prensa de las empresas farmacéuticas, sin profundizar en la siempre más compleja realidad. Interminables historias promueven la falsa conclusión de que los avances en investigación justifican la idea de que todos los problemas son trastornos mentales. Menos atención se presta al hecho de que las compañías farmacéuticas se dedican mucho más y mejor a ejercer como grupos de presión sobre la publicidad y la política que a la investigación científica. Los proyectos de introducción de nuevos fármacos llevan bastante tiempo parados, pero el flujo de poder en Washington y en las capitales estatales nunca cesa. Cuando a las empresas se les imponen multas enormes por realizar actividades delictivas, la noticia suele aparecer en la última página o sepultada bajo muchas otras.
Hay algunos motivos para la esperanza. Los medios de comunicación se han dado cuenta de los peligros de la diagnosis psiquiátrica, tal vez porque el DSM 5 ha sido terriblemente imprudente e insensible a la prensa. La cobertura del DSM 5 fue muy documentada, extensa, mundial, persistente y, a menudo, vilipendiadora. Increíblemente indiferente a las críticas externas de grupos profesionales, el DSM 5 renunció a muchas de sus peores propuestas cuando éstas fueron destrozadas por la prensa.
La industria farmacéutica ha empezado también a recibir más golpes a medida que el impacto de sus excesos se ha hecho sentir cada vez más sobre los más vulnerables: los niños1, los ancianos2, los pobres y los veteranos de guerra. Los escándalos de la polimedicación sin control y las sobredosis iatrogénicas están suscitando por fin la atención que merecen.
Me gustaría que hubiera una prensa que contrarrestase las fuerzas del mercado, en lugar de estar de acuerdo con ellas, y que se erigiese en defensora pública contra la inflación diagnóstica y el exceso de tratamiento.3
Notas
1. J. S. Comer, M. Olfson, y R. Mojtabai, “National Trends in Child and Adolescent Psychotropic Polypharmacy in Office-Based Practice, 1996-2007”, J Am Acad Child Adolesc Psychiatry 49, n.º 10 (2010): 1001-1010.
2. E. R. Hajjar, A. C. Cafiero, y J. T. Hanlon, “Polypharmacy in Elderly Patients”, Am J Geriatr Pharmacother 5, n.º 4 (2007): 345-351.
3. V. Barbour y otros, “False Hopes, Unwarranted Fears: The Trouble with Medical News Stories”, PLoS Med 5, n.º 5 (2008); http://www.plosmedicine.org/article/info%3Adoi%2F10.1371%2Fjournal.pmed....