“…la notación gráfica no es un momento auxiliar
en la formalización científica”
J. Derrida
Indagar en qué género de la narrativa se deberían ubicar los escritos que los analistas generalmente redactan para ser leídos a sus colegas -en ateneos, seminarios, congresos, etc.-, podría sorprender un poco; sin embargo, lo considero un tema fundamental si es que se desea profundizar de un modo riguroso en la esencia de la práctica psicoanalítica de cada analista.
Suponer que la redacción de historiales clínicos tiene un mero valor de “viñeta ilustrativa”, o de referencia más o menos objetiva de sucesos vividos en un tratamiento, es desconocer que la dinámica misma de la experiencia que se pretende testimoniar es absolutamente incomunicable en sí misma y que solo puede hacerse notar por los efectos que produce su lectura. Nada más adecuado en este contexto que recordar una máxima de Mallarmé quien imploraba: “Pintar no la cosa sino el efecto que produce”.
Asi como J. B. Pontalis planteaba su recelo a interpretar un sueño si no estaba acompañado por cierta conmoción subjetiva en la narración del paciente, del mismo modo, es de un valor muy escaso o relativo la narración clínica que no produce un cierto “efecto de lectura” (“efecto de lectura” sobre el que ya volveremos, pero que no tiene mucho que ver con estimular en el lector reflexiones críticas o con la producción conmociones de tipo emocional)
La experiencia clínica no se replica en un escrito como evocación borrosa o exacta de determinados hechos, en el mejor de los casos lo que en verdad sucede es que la experiencia clínica se prolonga en el propio escrito involucrando de manera imprevista –y necesaria para saber a ciencia cierta lo que verdaderamente sucedió en la cura que se refiere- al propio lector. Se superponen dos órdenes de realidad, la de los encuentros del tratamiento al que se alude y la del encuentro del propio texto con su lector. No hay entre ellos distancia sino transicionalidad.
Dejemos a un lado las llamadas “historias clínicas” que se escriben por exigencias formales de alguna institución y que con frecuencia son confeccionadas con cierto desgano y/o fastidio, y al solo efecto de cubrir responsabilidades profesionales frente a eventuales juicios por mala praxis… La motivación implícita en estos escritos de auto preservación y resguardo frente a un eventual “lector judicial” marca su estilo neutro y despojado, y su cualidad esencial de tratar de no decir –esencialmente- nada incriminatorio.
Declaraciones de inocencia “por las dudas” que les quita todo valor de testimonio clínico pero que no los priva de expresar un estilo literario bien definido, el del “alegato” (pero el de un alegato que no responde a ninguna imputación concreta y ni tampoco pretende plantear algún tipo de principio o fundamento positivo. En este arte estricto de evitación narrativa, en tanto no hay un planteo concreto de defensa -porque en definitiva no hay imputación definida sino la amenaza de todas las imputaciones posibles-, no hay presunción de delito alguno, ni tampoco sospechosos, no hay pistas que seguir, en fin, un policial sin suspenso.
Tampoco se trata en ellos de la exposición de un criterio propio en la dirección de la cura –porque el criterio que se expone en estos escritos nunca es “personal” sino el “científicamente correcto”-, para este tipo de escritos se pretende un escritor-analista que se propone como un mero “testigo de los hechos” que no hace otra cosa que dar fe de que no se ha hecho nada impropio.
Este narrador-testigo da el estilo y el carácter literario a este tipo de escritos, y no sería demasiado relevante traerlo a colación si no fuera porque en algunos casos -en donde la escritura de las narraciones clínicas está destinada a ser compartido con colegas en diversos ámbitos de intercambio- suponen el mismo tipo de “lector judicial” y producen el mismo tipo de género literario de narraciones que no el derrotero de una historia compartida sino “hechos acontecidos”. Pero aún en el registro más escuetamente biográfico -en el recorte específico de lo que se prefiere referir-, se filtra siempre un inevitable perfil autobiográfico del propio analista-escritor.
Hay sin duda otros estilos literarios para la escritura de la clínica, ¿acaso los escritos de Freud (que no carecía de lectores críticos y muy propensos a la condena), no suponen por momentos la pluma de un arqueólogo aventurero que nos cuenta cómo se interna entre ruinas abandonadas para rescatar extraños objetos que se van encontrando en el devenir de una cura, y otras veces, como si fuera la narración de un investigador -más dispuesto a la sorpresa que a la sagacidad que anticipa- la que nos refiere el desciframiento de misterios de sucesos ya olvidados pero que han dejado sus marcas evidentes, desciframiento por la lectura atenta de diversos indicios secundarios e irrelevantes para la mayoría?
¿Acaso la clínica misma no se impregna decisivamente de un estilo narrativo? El escrito, en ese caso, más que expresar lo vivido “objetivamente” en el espacio clínico reflejaría cierto estilo literario ya operando en la dirección de la cura. El analista modelaría de ante mano su propia práctica para poder contarlo a otros de determinado modo y con determinado estilo. Podría ser que el único modo de trasmitir una experiencia clínica es haberla estructurado en la propia práctica con cierto carácter literario (que no tiene porque ser obligatoriamente de estilo “narrativo”).
A Juan José Saer le parecía bastante contradictorio considerar un género literario “de ficción” porque esto suponía diferenciarlo de una literatura despojada por completo de lo ficcional, verdaderamente no creía en un género de “no-ficción” (como apresuradamente se podría considerar a una narración clínica), para él todo relato que intentara dar cuenta de una verdad cualquiera suponía siempre una estructura basada en la ficción, de modo que si se escribe para dar testimonio de la clínica no hay otro modo de hacerlo que de manera literaria, único modo consistente de poner en contacto a otros con los efectos de una ficción compartida entre paciente y analista.
Ahora bien, ¿qué es y qué pretende ser realmente un “relato clínico”? A menudo se lo propone como la referencia a hechos ya consumados y de los que se pretende hacer un comentario o algún tipo de reflexión. Un episodio del que se “ha salido” (quizás no de manera indemne, pero que –de un modo u otro- ya se ha abandonado). Recuperación entonces de un pasado que ha dejado sus secuelas en el ánimo del analista y que todavía impregnan su presente, pero que se observan ya desde cierta distancia. Esta posibilidad de “mirada retrospectiva” no deja de insinuar, a veces, un doloroso trabajo de duelo del analista en la escritura que no debería pasar desapercibido porque se trataría de la economía afectiva que le daría su verdadera “clave” clínica al texto. Con frecuencia, de un modo muy disimulado y bajo fórmulas eruditas y rigurosas, los textos clínicos están sostenidos en una profunda tristeza y otras en una casi inocultable alegría, algunos son tributo a al compromiso tolerante de determinados pacientes y otros verdaderos desquites, hay textos agradecidos y vengativos, etc.
En todo caso, el relato clínico pareciera ser un testimonio, pero un testimonio de qué asunto exactamente? En su estructura formal generalmente se nos proponen dos modalidades eventualmente complementarias: o bien como el comentario razonado y conmovido de un tiempo que se ha compartido con el padecer de otro, -y en este caso- el escrito ofrecerá –en una serie de alternativas hilvanadas- el despliegue de una experiencia en la que se buscará destacar algún tipo de desenlace (y puede que lo encuentre, puede que no, pero hacia allí se encamina inevitablemente la propia necesidad narrativa del escrito que está sujeto –tarde o temprano- a establecer un “punto y aparte” final[1]).
Los episodios consignados en este tipo de narración se nos presentarán articulados en una secuencia que configurará para el lector la historia de un tratamiento. No importa si a esta secuencia se la considera más “lógica” que cronológica porque dicha secuencia, más allá de su pretendida formalización, no dejará de ofrecerse al lector como una argumentación que articula narrativamente en el escrito a acontecimientos ya vividos. Finalmente, la eventual articulación lógica de los eventos no es más que otro modo posible -entre tantos- de ficcionalizar la cronología de los eventos.
En otras ocasiones, la narración nos refiere solo el recorte de ciertos momentos claves que se suponen cruciales y significativos en el devenir de un tratamiento, pero esta vez esta sucesión de eventos destacados no se consignan para eslabonar el entramado de una historia sino para poner en evidencia su necesaria inestabilidad. Esta modalidad del escrito querría poner en evidencia lo imaginario de una historia que el propio paciente “se” cuenta y que encuentra sus diversos puntos débiles cuando dicha historia es retomada en las alternativas transferenciales de un análisis. Sin embargo, no deja de ser también la narración de una historia, la historia perdurable -en el sentimiento del analista- de solo unos pocos instantes en el curso de un tratamiento, especialmente de aquellos instantes que pusieron en ruptura el fatalismo de una historia.
¿Es una narración clínica la historia reconstruida a partir de ciertos momentos que se hilvanan laboriosamente para darle continuidad y coherencia al devenir?, ¿momentos que se recuperan en recuerdos difusos y dispersos y que le llegan al paciente como “restos de un naufragio”[2]?, o momentos disruptivos que alteran la ilusión de poseer una historia que confirma de manera consistente una identidad y un destino necesario en el paciente?
Sea como sea, nos podemos preguntar ¿cómo “trasladar” a la fijeza de un escrito esta dinámica de des-ligazón y de nueva re-ligazón operada en una historia que “tropieza” con diversas resignificaciones en el desarrollo de un tratamiento?
Pareciera haber una contradicción insalvable en la pretensión de comunicar los avatares de esa historia que se recupera en buena medida por la alteración del orden temporal “pasado”-“presente”-“futuro” (iluminaciones significantes del aprés coup) en un escrito que debe redactarse en la secuencia lineal de un “comienzo”, un “desarrollo” y un “fin”. Salvo en la poesía que opera de otro modo, la narración es inevitablemente lineal y sucesiva y, en cierto modo, para hacer honor a los sucesos de un tratamiento habría que encontrar un modo estilístico que pudiera subvertir ese orden lineal (sin duda para esto no debiera descartarse a la poesía).
En este sentido, un buen estilo literario, un estilo que estuviera a la altura de las circunstancias para graficar lo ocurrido en un tratamiento debería tomar como modelo a “Rayuela”, allí –si bien Cortázar sugiere un recorrido posible para su lectura-, se deja abierto al lector la libertad absoluta de iniciar la lectura por cualquiera de sus capítulos. Podemos imaginar que ciertas narraciones clínicas cuya lectura pudiera iniciarse por cualquiera de sus parágrafos facilitaría no caer en el engaño involuntario de proponer una secuencia lineal de los acontecimientos vividos. No se trataría de dejar librado al capricho de cada lector la secuencia argumental de los sucesos, ni siquiera de combatir adrede dicha secuencia o de intentar dislocarla de manera extravagante, sino de intentar que el aparente azar de su lectura construya una lógica posible y consistente. Para romper, quizás, con la ilusión de un “fuera del texto” (supuestos sucesos que el analista rememora y lo que el lector recupera en la lectura), y poner en cuestión el aparente enfrentamiento de dos entes separados y distantes: el que escribe y el que lee, ambos reunidos como testigos de los sucesos narrados.
Es cierto, nos podemos preguntar si una narración clínica debe efectivamente contar una “historia” o si su tarea debe ocuparse de algo de naturaleza diferente, lo que parece seguro es que si redujera su objetivo al solo propósito de “comunicar” a terceros lo efectivamente ocurrido en un proceso terapéutico sería un producto sumamente pobre para el analista que lo escribe y absolutamente inútil como vehículo de un intercambio con los colegas que lo leen o lo escuchan.
Y, para agravar un poco más las cosas, sabemos que un tratamiento psicoanalítico no revela en su curso estrictamente “una sola” historia, nos confronta más bien con lo que Borges define con exquisita precisión que una historia “es la diversa entonación de unas pocas metáforas”. Hay narraciones clínicas que intentan reducir esa “diversa entonación” a la declaración única y lacónica de ciertas premisas elementales[3]. Se corre así el riesgo de impregnar al escrito de un pobre platonismo[4] en el sentido de destacar -en la aparición variada de lo fenoménico de una historia- la estructura invariante de un destino, sus determinaciones primordiales. Perspectiva que termina desprestigiando la incidencia de los detalles en una historia en beneficio de “lo esencial”.
De modo que a veces se tiende a construir un universo jerárquicamente ordenado en el devenir transferencial, con su mundo terrenal -que por supuesto está en lo más profundo, reprimido y oculto-, y su mundo celestial que florece en un repentino insigth, en palabras plenas, y en las diversas rupturas de lo que se toma como un discurso vacío y frívolo. Es mucho más difícil sostener en un escrito las tensas articulaciones del movimiento subjetivo que sus eventuales detenciones.
Otras narraciones, por su parte, tratan de leer en la diversidad de los acontecimientos clínicos la articulación lógica de ciertas “inversiones dialécticas”, pero como lo anticipamos más arriba, dicha lectura es otro modo de ficcionalizar los eventos tranferenciales, es decir otro modo de construir una historia y no precisamente de evitarla –como se preferiría.
Sin embargo, sorteando el riesgo de proponer en una narración clínica cierta historia que pueda ser tomada como una referencia engañosa y eventualmente romántica -porque llevaría más a la “comprensión” de la dramática existencial de un paciente que al análisis pertinente de la posición subjetiva que la condiciona-, se cae en otro tipo de relato un poco más épico, el de una historia, por ejemplo, que comenta cómo un tratamiento logra –o no- la progresiva implicación subjetiva del paciente en su miseria neurótica.
En todo caso, lo que queremos destacar –sin invalidar ninguna elección en este sentido: drama, comedia, ironía, etc.- es que toda aproximación escrita a un tratamiento del que se quiere dar cuenta es siempre y ante todo una aproximación literaria, y su estilo condiciona –a no dudar- el carácter de su contenido y a lo que pretende comunicar. La formalización exagerada del escrito, por ejemplo, impone una intención de “neutralidad” que configura ya un estilo en sí mismo.
En este sentido -en su libro “Volviendo a pensar”-, cuando Bion retoma para su comentario antiguos tratamientos, revisa en su apartado final justamente los recursos de estilo que empleó en la redacción de sus notas clínicas, y toma a este detalle formal como un aspecto importante para el análisis de los sucesos analíticos que intenta comunicar en sus escritos. Consigna, por ejemplo, en uno de los casos por él comentados en el libro, que cuando comienza su escrito refiriendo la gravedad de la enfermedad que aquejaba al paciente a quien incluso se le ha aconsejado una seria operación de cerebro, agregando en su descripción el pesimismo y la desesperanza que lo embargaba a este paciente por haber pasado con anterioridad por muchos tratamientos ineficaces, Bion se pregunta –releyéndolo después de varios años para la inclusión en su libro- si con toda esta introducción del caso -que narra, por otra parte, acontecimientos absolutamente ciertos- no está preparando el terreno para que sus lectores asistan con su artículo a la lectura del “triunfo” del tratamiento analítico que va a comentar. Como si los antecedentes penosos que él registra como “datos objetivos” de la historia del paciente operaran literariamente para generar un clima determinado en sus lectores…
Sin duda la objetividad y la fidelidad absolutas a "los hechos" son imposibles de plasmar en un escrito, y no es que “el diablo meta la cola” a partir de ciertas distorsiones subjetivas “contaminantes” que produce el analista-escritor en la recuperación de los acontecimientos vividos, sino que toda historia es en gran medida una construcción mítica, o como lo dice el historiador Hyden White[5]: “…una historia verdadera es una contradicción en sus términos. Todas las historias son ficciones.” Es decir un producto estético que configura con los datos “objetivos” una determinada trama narrativa. Construcción mítica de un tratamiento porque se supone que el escrito que se da a leer tiene su origen definido y recortado en un “antes” de su escritura, incluso de su lectura.
Concedamos por un momento que un relato clínico intenta comentar algo vivido junto a otro y dejemos de lado por ahora esas experiencias clínicas que nos hacen sentir que en eso “vivido junto a otro” no se ha podido constituir justamente una historia (la narración clínica tendrá en este caso que contar las graves y penosas alternativas de una “no-historia” compartida). Detengámonos en aquellos casos en que la experiencia compartida ha tenido el peso y el carácter de una historia (aunque sea la historia -en los años transcurridos de un tratamiento- de un breve instante). ¿Se la debe escribir como quien (con tristeza o alegría, satisfacción o malestar, o con la emoción que sea, pero nunca con indiferencia) ya ha tomado cierta distancia de esa experiencia compartida y se acomete a evocarla en un escrito?
Si así fuera se trataría de la escritura de una historia que de algún modo ya ha sido escrita en el propio devenir de lo vivido en su momento, y de ese modo, la narración clínica no sería otra cosa que la “re escritura” de lo que ya fue escrito en los hechos. ¿Dónde han quedado escritos? Algunos dirán –seguramente los menos- “en su memoria”, otros dirán “en su cuerpo”, algunos “en su sensibilidad”.
El sentido común impone como lo más natural que la historia es algo que ya ha sucedido, que es patrimonio de cierto pasado, y que la tarea de comentar una historia consiste en recuperarla y comunicarla lo mejor posible haciendo honor a la verdad de lo sucedido…
Volviendo a W. R. Bion -en el comentario final de “Volviendo a pensar”- reflexiona que a la hora de escribir sobre un tratamiento analítico “…Se acostumbra a pensar que un informe escrito alrededor de una hora después de los hechos que se propone describir tiene una validez intrínseca especial, y es superior al relato redactado muchos meses, y hasta años, después. Yo supondré simplemente que se trata de dos exposiciones distintas del mismo hecho, sin sugerir que una sea superior a la otra”. Evidentemente no es la memoria para Bion lo que está en juego en esta re escritura de lo sucedido[6].
Si una narración clínica es una re escritura habrá que admitir que toda re escritura inscribe siempre una diferencia (en Bion una diferencia de “puntos de vista” sobre el mismo hecho). Ahora bien, hay que decir que a veces los relatos clínicos dan mucho más testimonio del peso de esa diferencia de “re escritura” en el ánimo del analista que lo que esa supuesta diferencia -como simple ilusión subjetiva del analista que escribe- pretende negar: que no hay re escritura posible de un análisis. La aparente diferencia del relato clínico con lo efectivamente sucedido se basa en la ilusión de una supuesta escritura “primera y original” basada en lo efectivamente vivido. De lo que se trata, por el contrario, es de poder escribir sobre un tratamiento “por primera vez” (aunque se lo retome una y otra vez en diversos escritos).
“Por primera vez” puede significar que en el escrito no se vuelve al tratamiento de referencia para “revisarlo” o para intentar “reproducir” fielmente lo acontecido[7]. En la narración clínica el analista vuelve a “ponerse en relación” con cierto paciente e inaugura un nuevo episodio clínico con un viejo conocido. La narración que decide retomar aquel caso no debería esmerarse en hacer un balance de los sucesos vividos y menos aún en sacar conclusiones de la presunta correlación (exitosa o fallida) entre lo “actuado y sus efectos”. La escritura que acomete impone un nuevo encuentro con el paciente en el sentido de dar lugar a un nuevo comienzo. Hacer posible esa “primera vez” es el esfuerzo de no disciplinar a la memoria a los rigores de cierto historicismo que pone las circunstancias de referencia en un categórico “pasado”.
El primer compromiso que impone al analista redactar una historia clínica no es -en un esfuerzo de exactitud y rigor- atenuar la diferencia que puede abrir el escrito con lo efectivamente ocurrido sino en desandar justamente la ilusión de que se escribirá para recuperar con cierta fidelidad esos sucesos vividos “en el pasado”. Suponer esa diferencia como algo a corregir o evitar es una idealización narcisista del propio pensamiento que supone que atesora en su memoria -de manera perfecta y magnífica- el sentido pleno de lo acontecido pero que se malogra en el proceso de escritura.
Es curioso –y significativo- que cuando algunos analistas escuchan el relato clínico de algún colega tienden a detenerse (a veces de manera insidiosa) mucho más en lo “no consignado” en el escrito -pero que “presumen curiosamente pasado por alto”- que en lo efectivamente escrito. Se tiende a señalar con agudeza crítica lo que no ocurrió y se presta menos atención a lo que efectivamente sucedió y está consignado en el escrito.
Son adoradores de la “diferencia” (en tanto falta de exactitud) y la presumen como aquello que el analista ha dejado escapar (y que ellos pueden reducir dando una versión más completa), o que se puede anular con la información adicional que buscan obtener con innumerable cantidad de preguntas con las que atosigan al analista-expositor después de la lectura de su trabajo. No arregla mucho que la defensa del analista-expositor a tal temeridad de sus colegas sea declarar que la diferencia entre la experiencia concreta y el relato establecido corresponda a lo “inefable” de todo análisis, finalmente a lo imposible de ser escrito… (lo que lo transformaría de acusado en inimputable).
La narración clínica no narraría estrictamente un pasado, más bien lo elegiría. Y elegirlo es, en cierto modo, inventar una historia. Los “hechos” que se prefieren destacar en el escrito son también elecciones del analista para dar fundamento al desarrollo argumental de su narración, elecciones que necesariamente tienen que ver con sus expectativas teóricas, éticas, prejuicios morales, etc.
No hay nada más ingenuamente moral que hacer jugar en un relato clínico la ambición de ilustrar las alternativas de un recorrido y la justificación de los cambios producidos. Lo que un relato clínico aspiraría a poner en evidencia en todo caso son ciertos efectos subjetivos desatados en el tratamiento, pero cuando esos efectos son pensados como secuencia de hechos más o menos comandados por la cura no se escapa fácilmente a una visión algo evolutiva y demasiado normativa del proceso analítico, y esto por el solo hecho de atar los sucesos a un discurso que aspira a decir la Verdad de lo ocurrido. Y la Verdad no se dice, se la hace notar en las tensiones de un escrito.
Quizás un modo interesante de plantear la redacción de las llamadas narraciones clínicas, es decir, la posibilidad de hacer surgir en el escrito (y no de “contar”) algo de la experiencia aun viva de determinado tratamiento, solo sea posible en ruptura con toda intencionalidad de consignar una “historia”, en el sentido de tener que figurar en el escrito –a partir de lo sucedido- algo que ilustre algún aspecto de la teoría o que intente justificar lo hecho en tal o cual momento de la cura.
Si se quiere todo esto podría formar parte del escrito, pero únicamente al servicio de hacer evidente algo que no está en su naturaleza ser representable ni narrable más que de un modo incidental, algo que solo en la tensión de lo efectivamente figurado puede hacerse notar. En resumen, la narración clínica como expresión narrativa de determinados hechos no debería buscar las palabras que mejor comunican o argumenten lo sucedido en una cura tanto como aquellas que -dispuestas en el escrito de cierto modo- provocan la tensión necesaria para hacer visible una presencia no representada pero que soporta casi enteramente toda la dinámica y la economía de la experiencia vivida (y a menudo, la presencia de quien más ha querido permanecer ausente, la del propio analista).
Y mejor aún, pensemos en una narración en la que el analista y el paciente no sean representados ni individualizados claramente en el relato y que solo encontraran una definición en los efectos producidos y en las tensiones que propone el propio texto (determinado sus lugares en diversas e inesperadas permutaciones).
Para concluir, asocio el escrito de una narración clínica a lo que Winnicott teorizó como “campo de fenómenos transicionales”, es decir como una zona de experiencia subjetiva que “no está ni adentro ni afuera ni adentro, y que está adentro y afuera al mismo tiempo”, en todo caso una zona que designa ese borde inestable de experiencia en el que confluyen -respecto de lo real- las ilusiones más íntimas y subjetivas y lo que constituye ese real como algo compartido y consensuado. Lo que Winnicott también nombra como zona “no objeto de desafío”, es decir –en términos de una narración clínica-, un texto en donde el escribiente se da la libertad de contar una experiencia que no necesita dar una respuesta a nada ni a nadie, pero que expone un serio compromiso con la experiencia vivida.
Pero que también de la entera libertad de poder leerlo sin exigencias, es decir, sin exigir que el lector tenga que rendir cuentas de la “objetividad” y “neutralidad” de su lectura, en definitiva, que no obligue a una lectura que prescinda de su lector en tanto único y singular. (Y que prefiera un hipotético lector unánime -para un texto que se quiere unívoco-).
Por otra parte, decir que lo que se intenta narrar es en rigor un tipo de experiencia que tiene el carácter de lo radicalmente “inaccesible” no implica suponer que la verdad de esa experiencia esté encerrada en algún tipo de “interioridad” propia de la experiencia clínica –una interioridad a la que, por otra parte, habría que acceder de algún modo a partir del escrito-, no se trata de que la narración deba “revelar” algo oculto y secreto de la intimidad de la experiencia referida sino de que pueda realizarla en el propio escrito pero a partir de su lectura y nunca “antes” de ser leído.
Solo así, fuera de la pretensión de suponer al escrito como un objeto consumado y ajeno a toda lectura posible, el texto-objeto transicional se constituye en el soporte de un intercambio. Ahora bien, ¿qué significa que el texto-objeto transicional es el soporte de un intercambio? y ¿qué circula realmente entre el analista escritor y el analista lector? Winnicott plantea en relación a la posibilidad de un intercambio intersubjetivo un juicio absolutamente categórico: los seres humanos –dice- son seres radicalmente aislados e incomunicados, de modo que la idea de intercambio entre ellos es una suerte de engaño. Lo que habría que transformar para intentar un diálogo entre ellos es ese posible engaño en una ilusión consistente, me explico:
Sin duda lo que Winnicott está sugiriendo es que el engaño es suponer que un intercambio materializa el esquema simple y esquemático de la circulación de un objeto que estaría definido en exterioridad a la propia experiencia de intercambio –es decir que es anterior a ella-, entre dos sujetos diferenciados y enfrentados, haciendo circular al objeto desde uno de ellos (el que tiene bajo su dominio y control al objeto de intercambio) a otro que no lo tiene y entonces lo recibe. Un esquema semejante da lugar en las relaciones intersubjetivas a una relación de dominio en el que se impone una relación de poder cuya dinámica empobrece y prostituye la eventual riqueza del intercambio.
Para empezar hay que destacar que nadie recibe nada de cualquier modo y bajo cualquier circunstancia, solo se recibe lo que de algún modo uno es capaz –hasta cierto- punto de “arrancarle” al otro, y en este sentido quien da no tampoco lo hace exactamente a partir de un acto de donación voluntaria sino de un verdadero acto de desposesión. En este sentido, dar a leer un texto es un gesto de desprendimiento (que tiene su recompensa porque la lectura abre un campo de significación inesperado en el escrito).
Freud comenta en algún lugar de su obra que solo un malentendido supone que él fue quien descubrió la sexualidad infantil, porque –agrega- en realidad se lo enseñaron Groddeck, Breuer y Crovak, solo que ellos “se lo dijeron sin advertir que lo que estaban diciendo y él lo escuchaba sin darse cuenta de lo que recibía”. La producción significante está “entre” ellos y no circulando desde alguno de sus extremos.
Esto recuerda al artículo de M. Foucault “¿Qué es un autor?” en donde justamente este filósofo relativiza la idea de poder establecer a ciencia cierta la propiedad intelectual en cualquier producción cultural, que depende -es cierto- del propio sujeto que propone ciertas ideas en apariencia totalmente originales pero que están absolutamente impregnadas y condicionadas por el espíritu de una época, los Maestros, ciertos enemigos intelectuales, la tradición y los prejuicios dominantes de su medio cultural, etc., etc.
Y esto se asocia a lo que Winnicott indica como condición absolutamente necesaria tomando en cuenta un mítico primer intercambio (entre la madre y el bebé en relación al pecho en la experiencia de amamantamiento): “Acerca del objeto transicional –dice- puede decirse que se trata de un convenio entre nosotros y el bebé, en el sentido de que nunca le formularemos la pregunta: “concebiste esto o te fue presentado desde afuera?”. Es decir, no se debe preguntar ¿quién es el “dueño” de este objeto que circula? Sabemos que un diálogo se arruina inevitablemente cuando uno de los interlocutores –o ambos- se creen “dueños de la palabra”. Cuando el bebé grita por el incremento de su malestar y la madre le ofrece la teta, ¿de quién esa teta, de la madre o de un grito que la inventa casi de la nada?, ¿da la madre una teta cuando se le ocurre –porque es de ella y está bajo su dominio- o cuando un grito se la arranca –incluso a horas muy inoportunas-?
No formular la pregunta (¿te dieron tal objeto o es tuyo?) es dejar en suspenso la dimensión de la deuda, no en el sentido de no tenerla presente sino no de no tener que contestarla más que creando, volviendo al intercambio entre Freud y Groddeck, Crovak y Breuer. Todos ellos poseían un saber sobre la sexualidad infantil, pero un saber que no controlaban ni dominaban en absoluto, un saber que era necesario descubrir en un diálogo con otro.
La idea fuerte es que no hay objeto que circule a partir de una valoración previa a la propia experiencia del encuentro con otros, el objeto de intercambio produce inesperadamente su verdadera significación en la propia experiencia de intercambio, en fin, no existe ninguna palabra o idea con verdadera significación antes de la puesta en marcha de un diálogo. Y no hay posibilidad de trasmitir lo ocurrido en una cura más que en la trama de una narración que va revelando el secreto íntimo e indecible de pretéritos encuentros, construyendo por el estilo y ritmo de cierta escritura, un lector posible. Y, para terminar como empezamos, es decir con el pensamiento de Derrida, digamos todo escrito implica la aceptación tanto del escritor como del lector de cierta ilegibilidad…
[1] Es cierto, podría concluirse el relato con “puntos suspensivos”, pero esto no hace más que incrementar la sugestión narrativa del escrito planteando un “final abierto”. Lo que estamos tratando de pensar en estas líneas (y en el desarrollo de este artículo) es si es realmente posible que un relato clínico pueda escapar a una intención literaria que determine el carácter de su contenido aún más –quizás- que su propio contenido.
[2] Según la expresión de Bion.
[3] Hasta no hace mucho todos los neuróticos obsesivos estaban determinados por una sola pregunta, la pregunta "por el Ser", y las histéricas por la pregunta "¿Qué es una mujer?" y toda dramática existencial debía conducirse en una cura al atravesamiento de cierto fantasma básico al que debía reducirse la amplia y florida fenomenología sintomática, manifestaciones meramente imaginarias de ese condicionamiento esencial.
[4] Que establece para la experiencia subjetiva un “mundo de apariencias” (mundo engañoso y confuso que registran los sentidos) y un “mundo de las esencias” (sustrato ideal e inteligible del que el mundo de las apariencias es solo un simulacro).
[5] En ¡La ficción narrativa”, Ed. Eterna cadencia, 2011, Bs. As. Hayden White es un conocido y notable estudioso de la tarea del historiador y el carácter de su escritura y la narrativa histórica.
[6] Y menos aún en Bion quien recomienda al analista analizar “sin memori ni deseo”.
[7] Es seguro que el paciente no se sentiría demasiado reflejado en el escrito que lo evoca si pudiera leerlo.