La transformación progresiva de la cooperación sexual en principal fuerza productiva no podría darse sin el control técnico de la reproducción. De modo que no hay porno sin píldora y sin Viagra. O, inversamente, no hay Viagra ni píldora sin porno. En realidad, el nuevo tipo de producción sexual implica un control detallado y estricto de las fuerzas de reproducción de la especie. No hay pornografía sin una vigilancia y un control farmacopolítico paralelo. A ello se añade la actual industrialización de la reproducción: in vitro, inseminación artificial, vigilancia del embarazo, motorización y previsión intencional del parto, etc. Se desmorona así progresivamente la división sexual del trabajo tradicional.
El capitalismo farmacopornográfico inaugura una nueva era en la que el mejor negocio es la producción de la especie misma, de su alma y de su cuerpo, de sus deseos y afectos. El biocapitalismo contemporáneo no produce “nada”, excepto la propia especie. A pesar de que estamos acostumbrados a hablar de sociedad de consumo, los objetos que consumimos son el confeti sólido de una producción virtual psicotóxica. Consumimos aire, sueños, identidad, relación, alma. Este nuevo capitalismo farmacopornográfico funciona en realidad, gracias a la gestión biomediática de la subjetividad, a través de su control molecular y de producción de conexiones virtuales audiovisuales.
La industria farmacéutica y la industria audiovisual del sexo son los dos pilares sobre los que se apoya el capitalismo contemporáneo, los dos tentáculos de un gigantesco y viscoso circuito integrado. Controlar la sexualidad de los cuerpos codificados como mujeres y hacer que se corran los cuerpos codificados como hombres; he aquí el que fue el farmacopornoprograma de la segunda mitad del siglo XX. La píldora, el Prozac y el Viagra son a la industria farmacéutica lo que la pornografía, con su gramática de mamada, penetración y cum-shot, es a la industria cultural: el jackpot del biocapitalismo postindustrial.
El cuerpo posmoderno se vuelve al mismo tiempo colectivamente deseable y real gracias a su gestión farmacológica y a su promoción audiovisual. Vivimos en una era tóxico-porno. Dos dominios en los que Estados Unidos detenta, por el momento y quizá no por mucho tiempo, la hegemonía mundial. Estas dos fuerzas de creación de capital no dependen de una economía de la producción, sino de una economía de la invención. Como señala Philippe Pignarre, “la industria farmacéutica es uno de los sectores económicos en los que el coste de la investigación y el desarrollo son muy elevados mientras que los costes de fabricación son extremadamente bajos. A diferencia de la industria del automóvil, no hay nada más fácil que reproducir un medicamento, que asegurar su síntesis química masiva, mientras que no hay nada más difícil y costoso que inventarlo.”1 Del mismo modo, nada menos costoso que filmar una mamada, una penetración vaginal o anal con una cámara de vídeo. Las drogas, como los orgasmos y los libros, son relativamente fáciles y baratas de fabricar. Lo difícil es su concepción, su distribución y su consumo.2 El biocapitalismo farmacopornográfico no produce cosas. Produce ideas móviles, órganos vivos, símbolos, deseos, reacciones químicas y estados del alma. En biotecnología y en pornocomunicación no hay objeto que producir, se trata de inventar un sujeto y producirlo a escala global.
En el biocapitalismo, una enfermedad adviene al dominio de la realidad como consecuencia de un modelo médico y farmacéutico, como resultado de un soporte técnico e institucional capaz de explicarla discursivamente, de materializarla y tratarla de forma más o menos operativa. Desde un punto de vista farmacopolítico, el tercio de la población africana afectada por el sida no está realmente enferma. Los miles de seropositivos que mueren cada día en el continente africano son biocuerpos precarios cuya supervivencia no ha sido todavía capitalizada por la industria farmacéutica occidental.
Para el sistema farmacopornografico estos cuerpos no están ni muertos ni vivos. Existen en un estado prefarmacopornográfico, o, lo que es lo mismo, sus vidas no son susceptibles de producir beneficio eyaculante. Son simples cuerpos excluidos del régimen tecnobiopolítico. Es posible imaginar el surgimiento de una industria farmacéutica oriental o africana que pudiera abastecer de triterapias o terapias retrovirales similares a bajo coste a todos los países de Asia y África. Igualmente, si no hay programas de investigación farmacológica para conseguir una vacuna de la malaria (cinco millones de muertos anuales en el continente africano) es porque los países que la necesitan no podrán pagarla. Mientras tanto las multinacionales occidentales se embarcan en costosos programas de producción de Viagra o de nuevos tratamientos contra el cáncer de próstata.
Fuera de cálculos de rentabilidad farmacopornográfica, ni las disfunciones eréctiles ni el cáncer de próstata resultan prioritarios en países donde la esperanza de vida del cuerpo humano, atacado por la tuberculosis, la malaria y el sida, no pasa de los cincuenta y cinco años.3
En el capitalismo farmacopornográfico, el deseo sexual y la enfermedad comparten una misma plataforma de producción y cultivo: no existen sin soportes técnicos, farmacéuticos y mediáticos capaces de materializarlos.
Notas
1. Pignarre, Philippe, Le grand secret de l’industrie pharmaceutique, La Découverte, París, 2004, p. 18.
2. Lazzarato, Maurizio, Puissance de l’invention, La psychologie économique de Gabriel Tarde contre l’économie politique, Les Empecheurs de penser en rond, París, 2002.
3. Kremer, Michael y Snyder, Christopher M., “Why Is There No AIDS Vaccine?”, The Center for Global Development National Bureau of Economic Research, Universidad de Harvard, junio 2006.
* Beatriz Preciado (Burgos, 1970) es una filósofa feminista. Se destaca por ser una de las principales referentes en España de la Teoría Queer y la filosofía del género. Estudia primero filosofía y teoría del género en la New School for Social Research de Nueva York, donde fue discípula de Jacques Derrida y Agnes Heller, y después en Princeton University, donde se doctora en filosofía y teoría de la arquitectura. Colabora en la emergencia de la teoría queer en Francia, y forma parte del grupo de escritores de «Le Rayon Gay», la primera colección lgbt francesa dirigida por Guillaume Dustan que imprime un giro político y literario en el contexto europeo. Publica entonces su primer libro, Manifiesto Contra-Sexual (Balland, 2000), aclamado por la crítica francesa como el “libro rojo” de la teoría queer y traducido dos años después al español y luego a cinco idiomas. Es también autora de Terror Anal (epílogo a El deseo homosexual de Guy Hocquenghem, Melusina, 2009), así como de numerosos ensayos en revistas como Multitudes, Eseté, Artecontexto o Parallax. Actualmente enseña historia política del cuerpo y teoría queer en el Programa de Estudios Independientes del MACBA (Museu d’Art Contemporani de Barcelona) y en la Universidad Paris VIII.