La subjetividad del idiota plantea la pregunta ¿Cómo inventamos lo que nos mantenía unidos? | Topía

Top Menu

Titulo

La subjetividad del idiota plantea la pregunta ¿Cómo inventamos lo que nos mantenía unidos?

 
Editorial

En la novela Cosmópolisis de Don DeLillo un joven y arrogante millonario norteamericano viaja a través de New York recorriendo desde una punta de la ciudad a la otra para cortarse el pelo.

El sueño se abstenía de visitarlo ahora más a menudo que antes, no ya una o dos veces por semana, sino cuatro, cinco incluso. ¿Cómo lo remediaba cuando le sucedía? No salía a dar largos paseos mientras se desplegaba el amanecer. No había amigo o amiga a los que tanto quisiera como para angustiarlos con una llamada a tales horas. ¿Qué le quedaba en firme? Era cuestión de silencios, no de palabras.

Durante su viaje, que dura todo el día, queda atrapado en varios atascos de tránsito producto de diferentes situaciones: la visita del presidente a la ciudad, el funeral de un ídolo de la música, el rodaje de una película y una violenta manifestación política mientras especula desde su limusina blindada las fluctuaciones del Yen en Japón.     

En el recorrido recibe en su auto toda una serie de asesores y varias veces a su mujer. De esta manera va haciendo una cínica reflexión sobre la actualidad de nuestra cultura sometida a las reglas del mercado.

-¿Cómo sabremos cuándo habrá llegado oficialmente el final de la era de la globalización?

Aguardó la respuesta.

-Cuando las limusinas extralargas comiencen a desaparecer de las calles de Manhattan. 

La comunidad entrópica

Para Freud el concepto de cultura es sinónimo de civilización. Esta remite al momento en que el ser humano se organiza en “comunidad”, poniendo la naturaleza al servicio de satisfacer sus necesidades y regulando los vínculos recíprocos entre los sujetos. Es así como este espacio de la comunidad se convierte en soporte de la pulsión de muerte.

Las características de la cultura dependen en cada etapa histórica de los sectores sociales hegemónicos que establecen una organización económica, política y social. Para ello reglamentan normas que se formalizan jurídicamente y que regulan las relaciones entre los miembros de la comunidad cuyo objetivo es reproducir las condiciones de dominación.

Históricamente la comunidad (Gemeinschaft) fue reemplazada por la moderna sociedad (Gesellschaft). Podemos decir que en los ’60 se inicio un proceso donde el espacio comunitario fue cediendo al desarrollo de la internacionalización capitalista.

Como dice F. Jamenson “el capitalismo tardío en general (y los sesenta en particular) constituyen un proceso en el cual las últimas zonas internas y externas del precapitalismo sobrevivientes -los últimos vestigios del espacio tradicional y no reificado dentro y fuera del mundo avanzado- son finalmente penetrados y colonizados a su turno. El capitalismo tardío por lo tanto, puede ser descrito como el momento durante el cual los últimos vestigios de la Naturaleza, sobrevivientes del capitalismo clásico, son al fin eliminados: es decir el Tercer Mundo y el inconsciente. Los sesenta entonces habrán sido el trascendental período de transformación durante el cual tiene lugar esta reestructuración sistémica en escala global”[1] De esta manera el sentimiento de comunidad comienza a ser reemplazado por el de individuos unidos en sociedades anónimas. Esta perspectiva se afianza en los ’90 con la llamada mundialización capitalista. Por ello la relación social se construye en una unidad paradójica, es decir una unidad en la desunión que lleva a la incertidumbre y la imprevisibilidad, en definitiva a una vorágine de permanente desintegración y renovación, de ambigüedad y angustia. Su resultado ha sido una cultura que dejó de constituirse en un espacio-soporte de la pulsión de muerte. En ella la fractura del soporte imaginario y simbólico del espacio comunitario refiere a un mundo perdido. A un mundo que no existe más. Hoy las comunidades son homogéneas. Son comunidades de iguales donde los diferentes están afuera. Ellos son los otros de los cuales hay que protegerse. Es decir, allí no hay comunidad sino mera cohabitación. Por ejemplo, encontramos comunidades privadas muy vigiladas por policías y medios electrónicos con viviendas muy caras donde se paga el precio de vivir una intimidad separada del otro. También hay comunidades de iguales que definen su pertenencia en relación a un otro del que es necesario diferenciarse. En este sentido la comunidad como espacio heterogéneo que permite los intercambios libidinales y simbólicos se ha transformado en un lugar homogéneo al servicio de un sujeto solo y aislado. Es decir, una comunidad entrópica que ha dejado de constituirse en un espacio-soporte cuya consecuencia es una subjetividad atravesada por los efectos de la pulsión de muerte: la sensación de “vacío”, de “no salida” , la violencia contra el otro y la violencia autodestructiva.            

En este sentido el sueño de una sociedad “perfecta”, es decir transparente, predecible y carente de contingencias, tiene ahora como objetivo la “seguridad de la comunidad del vecindario”. Por lo tanto lo que se vislumbra en el horizonte hacia “la comunidad segura” es la extraña mutación de un “gueto voluntario”. Estos “guetos voluntarios” se diferencian de los guetos reales en que de estos últimos no se podía salir. Por el contrario en los “guetos voluntarios” no se puede entrar. Se hacen vallas y muros para que no entren los otros. Por ello el “gueto voluntario” supone la imposibilidad de comunidad ya que su objetivo es lograr el aislamiento del mundo exterior donde viven esos nuevos bárbaros que están más allá de sus murallas.[2]

De esta manera en el actual proceso de mundialización capitalista el espacio deja de tener sentido para ganar un significado que trasciende las fronteras del estado-nación. La fragmentación mundial se afirma en territorios donde cada uno se atrinchera en sus diferencias. Cada zona, cada ciudad, cada barrio, cada región es un territorio que debe ser defendido de esos bárbaros, que siempre son los otros.  

Esta situación nos lleva a la fragmentación de las relaciones sociales que se intenta solucionar invocando la palabra “solidaridad”. Pero esta tiene las características de una generalización y ambigüedad que la ha transformado en una palabra vacía. Es decir, refiere a un pragmatismo que oculta diferentes formas de asistencialismo. O, lo que es peor se la invoca en beneficio propio, en tanto deber de los otros hacia sí mismo y el propio grupo de pertenencia. También se la puede concebir como un vínculo corporativo entre unos pocos que se unen en su propio interés frente a los otros. En este sentido, considerar la solidaridad fuera de los límites del pragmatismo implica dar cuenta de su fundamento trascendental donde mi socius esencial, es decir yo mismo es otro. Ya que “yo no soy un simple yo, un yo indivisible, un yo individual. En mí hay una sociedad de individuos que se necesitan el uno al otro, que se dividen entre sí, que hacen la guerra y la paz entre sí. No puedo ignorar al otro porque yo <soy> el otro, porque yo me soy extranjero. Puedo reconocer al extranjero en cuanto tal porque yo lo conozco en mí; no podría predicarlo fuera de mí, reconocerlo fuera de mí”. [3]     

De esta manera debemos admitir que nuestra condición de ser nosotros es tener al otro en nosotros. Por supuesto no es un otro cómodo a nuestra disposición, sino un otro extranjero con el cual podemos estar en paz o en conflicto.

…El dinero genera el tiempo. Antes era al revés. El tiempo cronológico aceleró el ascenso del capitalismo. Todo el mundo ha dejado de pensar en la eternidad. Se concentran en las horas, en cantidades de tiempo mensurable, en horas humanas, para emplear con más eficacia la mano de obra…

…Porque el tiempo es ahora un activo empresarial. Pertenece al sistema de libre mercado. El presente es cada vez más difícil de encontrar. Es algo que resulta succionado del mundo para dejar lugar al futuro de los mercados incontrolados y de un desmesurado potencial inversor. El futuro resulta insistente. Esa es la razón de que algo vaya suceder pronto, hoy mismo tal vez -dijo, mirándose las manos a hurtadillas-. Se trata de corregir la aceleración del tiempo. Más o menos, de volver la naturaleza a su estado natural…  

Yo, Sociedad Anónima

Uno de los conceptos de Pierre Bordieu es el “dominación simbólica”[4]. Desde el mismo podemos entender la reproducción de un orden social en el reconocimiento y desconocimiento de la arbitrariedad que lo funda. En este sentido la lucha política por la definición del mundo social es uno de los aspectos de la dominación simbólica. Junto a políticos encontramos a periodistas, expertos en “opinión pública” e intelectuales que pretenden representar la perspectiva desde lo que hay que reflexionar. Para ello se generan problemáticas con sus preguntas, sus respuestas y los limites de lo que está permitido pensar fabricando a la “opinión pública” como cualquier otra mercancía. Las cuestiones que plantean los políticos, las que expresan los periodistas en nombre de la “opinión pública” son las mismas preguntas que hacen las empresas encuestadoras para medir esa “opinión pública”. De esta forma se establece un círculo vicioso donde las preguntas legitiman un modo de interrogación que se imponen sin que nadie pueda cuestionar su origen. Las encuestas y los debates en los medios de comunicación confirman el estado de la relaciones de fuerza simbólica al servicio de mantener la cultura dominante. Esta se basa en que no se puede cuestionar el sistema de distribución de los bienes materiales y no materiales ya que no hay salvación por la sociedad, cada uno se debe salvar por su cuenta.

Esto fue expresado claramente a principios de este año en la última reunión del Foro Económico Mundial de Davos. Allí se realizó una sesión titulada “Yo, S. A.” en la que participaron gente como Jacques Attali y el premio Nóbel de la Paz Elie Wiessel. La propuesta fue que el “Yo, S. A.” refleja que cada uno lleva ahora su vida como una empresa, lo que implica darle una dimensión económica a todos nuestros actos y gestionar la vida propia como si fuera una cartera de valores. Por supuesto aquellos que han sido dejados fuera del sistema  -el 60% de la población en nuestro país vive debajo del nivel de pobreza- se quedaron sin un Yo para cotizar en la bolsa de valores. Por lo tanto no existen. Deben ser invisibles sociales.

Sin embargo, como plantea Jefrey Weeks: “el sentimiento más fuerte de comunidad provendrá de grupos que consideran amenazadas las premisas de su existencia colectiva y que a partir de esto construyen una comunidad de identidad que proporciona un fuerte sentimiento de resistencia y poder. Al sentirse incapaz de controlar las relaciones sociales en las que se encuentra, la gente reduce el mundo al tamaño de sus comunidades y actúa políticamente sobre esa base”.[5] De esta manera estos grupos que generan comunidad proponen espacios políticos, sociales, económicos y culturales que les permite enfrentar la vulnerabilidad de las identidades individuales y colectivas.  

…El contacto ocular era un asunto delicado. Un cuarto de segundo de una mirada compartida equivalía a una violación de los acuerdos en virtud de los cuales la ciudad era operativa. ¿Quién ha de apartarse para dejar paso a quién? ¿Quién mira o no mira a quién? ¿Qué grado de ofensa constituye un roce, un contacto? Nadie deseaba que nadie lo tocara. Imperaba un pacto de intocabilidad. Ni siquiera en el barrio, en el meollo de las culturas antiguas, táctiles y estrechamente entretejidas con algunos transeúntes ajenos sólo de paso, y compradores pegados a los escaparates, y algún imbécil que ni siquiera sabía adonde encaminar sus pasos, ni siquiera allí se tocaban entre sí las personas… 

La producción de subjetividad es corporal

La noción de subjetividad se ha tornado compleja porque no es un dato dado, no se hereda. Tampoco se limita al campo de la conciencia como pretende la filosofía tradicional. Es el psicoanálisis quién establece que un sujeto debe dar cuenta de un aparato psíquico sobredeterminado por el deseo inconsciente. Pero este aparato psíquico se construye en la relación con un otro humano en el interior de una cultura. Es decir, hablar de subjetividad implica describir una estructura subjetiva como una organización del cuerpo pulsional que se encuentra con una determinada cultura. 

En este sentido, definimos el cuerpo como el espacio que constituye la subjetividad del sujeto. Por ello, el cuerpo se dejará aprehender al transformar el espacio real en una extensión del espacio psíquico. El carácter extenso del aparato psíquico es fundamental para Freud, ya que éste es el origen de la forma a priori del espacio.

Como planteamos en anteriores artículos[6] el cuerpo lo constituye un entramado de tres aparatos: el aparato psíquico, con las leyes del proceso primario y secundario; el aparato orgánico, con las leyes de la físico química y la anátomo-fisiología; el aparato cultural, con las leyes económicas, políticas y sociales.

Entre el aparato psíquico y el aparato orgánico hay una relación de contigüidad; en cambio, entre estos y el aparato cultural va a existir una relación de inclusión. En este sentido el organismo no sostiene a lo psíquico ni la cultura esta sólo por fuera: el cuerpo se forma a partir del entramado de estos tres aparatos donde la subjetividad se constituye en la intersubjetividad. Por ello la cultura está en el sujeto y éste, a su vez, está en la cultura.

Este cuerpo delimita un espacio subjetivo donde van a encontrarse los efectos del interjuego pulsional. Allí la pulsión va a aparecer en la psique como deseo, en el organismo como erogeneidad y en la cultura como socialidad.

Desde esta perspectiva entiendo que la práctica del psicoanálisis no se realiza exclusivamente sobre la realidad del mundo interno, tampoco sobre los comportamientos del mundo externo. Se realiza en el lugar de encuentro en que la realidad externa constituye al sujeto y este ha dicha realidad. Este lugar lo denomino un “entre”. En este “entre” la subjetividad no es ni pura interioridad, ni pura exterioridad. Es decir, no es como la entiende un subjetivismo cognitivo que promete curar un síntoma en diez sesiones. Pero tampoco es la de una psiquiatría biológica que interpreta la subjetividad desde la exterioridad del aparato orgánico donde el padecimiento psíquico se reduce a neurotransmisores.   

De esta manera entendemos que toda producción de subjetividad es corporal en el interior de una determinada organización histórico-social. Es decir, toda subjetividad da cuenta de la historia de un sujeto en el interior de un sistema de relaciones de producción. Pero lo social como marca en nuestros cuerpos no lo debemos entender como una imposición, sino como el resultado de un conflicto que comienza desde la niñez. Este conflicto tiene los avatares de la castración edípica, que desempeña un papel fundamental en la estructuración de la personalidad y en la orientación del deseo humano.[7]

Por ello todo síntoma debe ser entendido desde la singularidad de aquel que lo padece. Pero también en todo síntoma vamos a encontrar una manifestación de la cultura. Si el paradigma de la sociedad victoriana era la sintomatología histérica, en la actualidad el paradigma es el paciente límite. Este es producto de lo que denominamos un exceso de realidad[8] basado en la fragmentación de las relaciones sociales. El cual lleva a un vaciamiento subjetivo cuyas consecuencias son la sensación de  fracaso, la despersonalización, la locura y la muerte.

En este sentido dar cuenta de la complejidad de problemas que plantea la subjetividad de nuestra época requiere preguntarse: ¿Cómo inventamos lo que nos mantenía unidos?

Para intentar contestar esta pregunta requiere entender el individualismo contemporáneo. Recordemos que en griego “individualismo” se llama idiocia, lo cual nos lleva a que uno de los problemas es la importancia que ha tenido la subjetividad del idiota que sólo le interesa la dimensión de lo propio y el mezquino interés privado. Sin embargo, como dice Massimo Cacciari: “El idiota lo es porque en último término no conoce realmente su propio interés. El idiota, hoy en día, desde su total falta de reconocimiento del otro y de los valores de solidaridad, amenaza con destruirse a sí mismo y con llevar la catástrofe a todo su mundo. Que naturalmente también es nuestro mundo”.

Bibliografía

Bauman, Zygmunt, Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil.

                               Editorial siglo XXI, Buenos Aires, 2003.

Berman, Marshall, Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la

                              Modernidad. Editorial Siglo XXI, Buenos Aires, 1989.

Bordieu, Pierre, Contrafuegos. Reflexiones para servir a la resistencia neoliberal.

                           Ediciones Anagrama, Barcelona, 1999.

                          Campo de poder, campo intelectual. Ediciones Montressor,

                          Buenos Aires, 2002.

Bordieu, Pierre; Passeron, Jean Claude, Los herederos. Los estudiantes y la cultura.

                          Ediciones Siglo XXI, Buenos Aires, 2003. 

 Cacciari, Massimo; Martini, Carlo Maria, Diálogo sobre la solidaridad.

                           Ediciones Herder, Barcelona, 1997.

Carpintero, Enrique, La alegría de lo necesario. Las pasiones y el poder en Spinoza y

                                Freud. Editorial Topía, Buenos Aires 2003.

                                Registros de lo negativo. El cuerpo como lugar del inconsciente,

                                el paciente límite  y  los  nuevos dispositivos psicoanalíticos,

                               Topía editorial, Buenos Aires, abril de 1999.   

                               “El giro del psicoanálisis”,

                               Topía en la Clínica N° 5, marzo de 2001.

Don DeLillo Cosmópolis. Editorial Seix Barral, Buenos Aires, 2003.  

Freud, Sigmund, Más allá del principio de placer, tomo XVIII,

                           Amorrotu ediciones, Buenos Aires, 1976.

                            El malestar en la cultura, tomo XXI.

                           Conclusiones, ideas y problemas, tomo XXIII.

Jamenson, Fredric, Periodizar los ’60. Alción editorial, Buenos Aires, 1997.

Pinto, Louis, Pierre Bordieu y la teoría del mundo social. Editorial Siglo XXI

                            Buenos Aires, 2003.

Rozitchner, León, Freud y el problema del poder. Editorial Plaza y Valdés, México, 1987.   

[1] Jamenson, Frederic Periodizar los ’60, Alción editora, Buenos Aires, 1997.  

[2] Bauman, Zygmunt, Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil. Editorial Siglo XXI, Buenos Aires, 2003.  

[3] Cacciari, Massimo Diálogo sobre la solidaridad. Editorial Herder, Barcelona, 1997.    

[4] Bourdieu, Pierre, Contrafuegos. Reflexiones para servir a la resistencia contra la invasión neoliberal. Editorial Anagrama, Barcelona, 1999.

[5] Idem cita 2.

[6] Carpintero, Enrique, Registros de lo negativo. El cuerpo como lugar del inconsciente, el paciente límite y los nuevos dispositivos psicoanalíticos, Topía editorial, Buenos Aires, abril de 1999.  

[7] Rozitchner, León, Freud y el problema del poder, Plaza Valdes ediciones, México, 1987.

[8] “El exceso de realidad produce monstruos. Los monstruos con que debemos trabajar en nuestros consultorios nos son solamente producto de la fantasía o el delirio, sino también de un exceso de realidad. Este refiere a una subjetividad construida en la fragmentación y vulnerabilidad de las relaciones sociales…En este sentido, Freud estableció la especificidad del psicoanálisis al comprender los efectos de la realidad de la fantasía. Hoy debemos incluir lo traumático que produce el exceso e realidad, en la perspectiva que desarrolló cuando introdujo el concepto de pulsión de muerte”. Carpintero, Enrique “El giro del psicoanálisis”, Topía en la Clínica N° 5, marzo de 2001.

 
Articulo publicado en
Abril / 2004