El siglo XX fue un siglo pesimista. Tanto que todavía hoy no se concibe un pensamiento serio sin una fuerte dosis de amargura. La realidad da suficiente motivos, pero una perspectiva histórica tal vez no. Incluso la demagogia política —de izquierda y de derecha— ha pasado de la utopía de un mundo perfecto al discurso de la salvación desesperada del caos. Y este discurso, como siempre, es la principal arma de dominación que han inventado hasta ahora las sectas que se atrincheran en palacio. Sin embargo, aunque las sectas renuevan cada tanto sus estrategias, día a día, siglo tras siglo van perdiendo poder. Poco a poco los pueblos —y con ellos los individuos— van reclamando y arrebatando lo que les pertenece.
Mientras el hemisferio desarrollado abusa de una nueva estrategia reaccionaria, América Latina, después de siglos de pesimismo pasivo y autocondoliente, da ciertas señales de renovación. Pero no por sus tradicionales revueltas que, aunque justificadas, no ayudan en este proceso sino que lo aplazan en beneficio de la reacción. La desobediencia más efectiva es serena, creativa y sin ambigüedades.
Veamos la dinámica histórica de este fenómeno.
América Latina no se independizó de España por las nuevas ideas que se embanderaron después sino por los intereses políticos y económicos de las clases criollas dominantes. Por estos mismos intereses se fragmentó más tarde y se justificó con nuevos exacerbados nacionalismos. Cuando luego se extendió el derecho del voto a sectores antes marginados de la sociedad, tampoco fue por humanismo sino por conveniencia: era la nueva forma de perpetuar la dominación de clase. Al poner la decisión en manos de un pueblo semianalfabeto se pudo conservar la antigua estructura de poder, amenazada por las nuevas corrientes de pensamiento del siglo XIX. Así, los electores creyeron que su mejor decisión era dejar que los antiguos caudillos decidieran por ellos. Luego se universalizó la educación primaria como forma de disciplinar obreros y expandir la producción industrial y así confirmar el predominio de la naciente clase burguesa. Las ideas feministas que existían desde siglos atrás (bastaría con recordar a la mexicana Sor Juana), se universalizaron hasta hacerlas “políticamente correctas”. Fue la mejor forma de confirmar el capitalismo tardío que necesitaba nuevas fuerzas productivas de bajo costo —y nuevos consumidores—, especialmente en el primer mundo. Mientras fueron inconvenientes, también las prédicas humanistas contra la esclavitud fueron combatidas y burladas durante siglos. De pronto la bandera del pirata es reemplazada con la humana bandera del antiesclavismo. Una nueva forma de confirmar un poder en crecimiento: Inglaterra, la mayor traficante de africanos se convierte, al mismo tiempo que su revolución industrial necesita asalariados y no esclavos, en el imperio líder de los derechos humanos, contra la agrícola España y a favor de la abolición de la esclavitud.
La lista de ejemplos sobre las renovadas estrategias de cada statu quo es mucho más larga, interminable. Pero no nos detengamos aquí. Observemos que todas las concesiones estratégicas del poder del momento, de los intereses sectarios, terminaron un día por convertirse en reivindicaciones irreversibles: el derecho —también humanista— a la autonomía y la auto determinación de los pueblos; el derecho al voto universal; las conquistas feministas; las reivindicaciones raciales y sexuales de todo tipo se vieron confirmadas desde la periferia. La vocación de dominación de unos grupos sobre otros, de unos países sobre otros, permanece y cambia de estrategias. Pero de igual forma la conciencia y la acción de los grupos marginales u oprimidos entran en la escena de la historia con mayor fuerza. El factor común: la liberación —esa que producía escándalo a un aristócrata como Ortega y Gasset; esa “rebelión de las masas” que acabaría por “destruir a Occidente”.
Podemos observar que este proceso de desobediencia arranca a finales de la Edad Media. La imprenta se inventa después de la revalorización de la cultura humanística. La copia y producción de manuscritos se acelera antes de la invención de la imprenta e, incluso, antes de la caída de Constantinopla y de la emigración de los profesores griegos a Italia. Muchos críticos de la antigua autoridad política, eclesiástica e intelectual eran sacerdotes católicos —aún antes de la crítica protestante— que todavía copiaban y leían manuscritos; o europeos que habían retomado los viajes por la cultura islámica, donde aún sobrevivía el paradigma de razón contra autoridad.
¿Fue la imprenta la que impulsó la liberación del lector o esta corriente libertadora y universalista precipitó el invento? ¿Fue la imprenta el resultado de una genial inspiración de Gutenberg, o fue la consecuencia inevitable de una necesidad histórica? Lo mismo podríamos decir de Internet: ¿revolucionó este invento el mundo o la humanidad iba camino a su descubrimiento? Al igual que los libros de bolsillo, Internet nace provocado por intereses militares, pero se revela y se universaliza con resultados bastante diferentes. Nuestro presente humano depende más de nuestro futuro que de nuestro pasado. ¿Por qué negamos la misma dinámica a la historia y la asimilamos a las leyes físicas de causa y efecto, donde el presente es simple y pura consecuencia del pasado?
Es una falsedad pensar que el pensamiento es algo que surge de la cabeza de un hombre o de una mujer. Cada hombre, cada mujer es un nodo histórico, es decir, es el punto de confluencia de un pasado, de un contexto insondable, que a su vez se convierte en un punto de divergencia que alcanzará a otros hombres, a otras mujeres. Pero también, ¿no será nuestro presente la síntesis de ese enorme pasado histórico —a veces oculto, casi siempre contradictorio— y de nuestras fantasías colectivas?
También los peores representantes de una de las más fructíferas corrientes del pensamiento moderno, el existencialismo, negaron la humanidad como una abstracción absurda. Uno de los más arbitrarios, Unamuno, quien solía confundir la exaltación con los argumentos, la verdad con sus convicciones propias, un golpe en la mesa con la virtud epistemológica, la celebridad con la razón, decía que en lugar de la sospechosa idea de “humanidad” era mejor hablar de “hombre de carne y hueso”, como si la idea de “hombre” no fuese menos sospechosa y la de “carne y hueso” no estuviese presente también en un cadáver, vivo o muerto. Sin embargo, asumir que existe un individuo independiente de un grupo insondable de vivos y muertos llamado Humanidad, no es menos abstracción. Con el defecto de ser una abstracción refutable: ¿quién puede decir que sus ideas son suyas, que sus prejuicios, valores, cosmogonías son absolutamente obras de su originalidad individual? ¿Qué es un individuo sino una particularidad de una realidad mayor —la humanidad, la comunidad, la familia—, sin la cual ni siquiera podría definirse como “individuo”?
Recientemente un buen amigo (a quien las normas de este país me impiden nombrar directamente), me decía que la idea marxista de una sociedad sin clases era una utopía inútil. Sí, una utopía. Pero no tan inútil. Si bien podemos advertir hoy las abismales diferencias entre un rico y un pobre, desde una perspectiva histórica, podemos decir que entre la sociedad feudal de Francia, la estamental de España o en la esclavista americana del siglo XVIII y la Francia, la España o el Uruguay de hoy existen diferencias notables. También las reivindicaciones feministas son harto más antiguas que el marxismo, pero fueron los teóricos marxistas, empezando por el mismo Marx, los partidarios más visibles de los derechos de la mujer en el siglo XIX. Muchas de las conquistas laborales de los obreros de hoy en día, que no se limitan sólo a los trabajadores industriales, fueron impulsados en gran medida por aquella corriente de pensamiento y no, precisamente, por los llamados “Papas infalibles” o por los empresarios que tenían bajo su mando hombres y mujeres trabajando catorce horas al día hasta que en pocos años reventaban de tuberculosis en nombre de la Revolución Industrial. Recordaba el boliviano Alcides Arguedas en Pueblo enfermo (1909), un informe del norteamericano M. Sisson: “Los trabajadores de las minas de Potosí sólo viven cerca de diez años, porque trabajan treinta y seis horas seguidas; esto lo hacen voluntariamente; sólo descansan a pequeños intervalos y beben demasiado, con mucha frecuencia”. Tal vez uno de los mayores méritos del pensamiento marxista no fue sólo una defensa de ese explotado, sino, sobre todo, la deconstrucción ideológica de las “explotaciones voluntarias”.
Todavía el miedo usurpa el lugar de la esperanza; el patetismo medieval del anciano domina aún sobre el espíritu joven de la renovación y de la aventura. Pero no es verdad: la civilización no está en manos de ningún gobierno ni de ninguna secta salvadora. A nuestros padres no le debemos obediencia sino respeto; no les debemos la vida porque la vida no tiene dueño. Mucho menos le debemos el mundo a quienes lo han hecho a su medida y se resisten a cambiarlo aún después de muertos.
The University of Georgia, 18 de noviembre de 2006
*Escritor uruguayo (1969). Graduado arquitecto de la Universidad de la República del Uruguay, fue profesor de diseño y matemáticas en distintas instituciones de su país y en el exterior. En el 2003 abandonó sus profesiones anteriores para dedicarse exclusivamente a la escritura y a la investigación. En la actualidad ensaña Literatura Latinoamericana en The University of Georgia, Estados Unidos. Ha publicado Hacia qué patrias del silencio (novela, 1996), Crítica de la pasión pura (ensayos 1998), La reina de América (novela. 2001), La narración de lo invisible (ensayos, 2006). Es colaborador de La República, El País, La Vanguardia, Monthly Review, Rebelion , Resource Center of The Americas, Revista Iberoamericana , Tiempos del Mundo, Jornada , Milenio, Página/12, etc. Es miembro del Comité Científico de la revista Araucaria de España. Ha colaborado en la redacción de diferentes enciclopedias. Sus ensayos y artículos han sido traducidas al inglés, francés, portugués y alemán. Ha sido expositor invitado en varios países. En 2001 fue finalista del Premio Casa de las Américas, Cuba, por la novela La reina de América . Ha obtenido recientemente el Premio Excellence in Research Award in humanities & letters , UGA, Estados Unidos, 2006.