Un aborigen australiano sería incapaz de reconocer el tema de la Última Cena; para él no expresaría más que la idea de una comida más o menos animada.
Erwin Panofsky
El laberinto es uno de los más antiguos símbolos de lo que se ha dado en llamar nuestro inconsciente, ha sido esculpido, pintado, grabado en los muros, en los vasos, en la tierra alrededor de las aldeas, en casi todas partes, desde Grecia hasta Finlandia, desde Irlanda a Tierra del Fuego, figura también en los más antiguos mitos, leyendas, en los cuentos modernos y en los actuales films de todos los pueblos. Y muchos son los laberintos en la historia de la humanidad: desde el clásico de la isla de Creta, hasta el egipcio que describió Herodoto, desde la casa del laberinto de Pompeya o el de Nauplia, hasta los cristianos y medievales de las catedrales de Chartres y Reims. Los de tantos palacios renacentistas, las cárceles venecianas de Piranesi, los de la ingeniería botánica de Versalles hasta los kafkianos de los films de Welles, Hitchcock o Kubrick. Podríamos afirmar como Asterión en el cuento de Borges, que “la casa (el laberinto) es del tamaño del mundo, mejor dicho es el mundo”.
En todas estas construcciones, como así también en los textos que componen el presente libro, es necesario orientarse de alguna manera: buscando simetrías, homologías, recordando trayectos, descubriendo huellas, leyendo marcas, o relacionando indicios.
En este sentido, el laberinto sería la metáfora espacial de un determinado cosmos, la interpretación que nos permite orientarnos, como esa capacidad de encontrar un cierto orden de lectura, de establecer cruces entre el cine -como en este caso- y otras disciplinas. Y donde, tal vez, ese famoso “hilo de la fábula”(marca, lectura y memoria del camino recorrido), no sea más que una fuerza orientadora para activar el mecanismo de la asociación de ideas, que toda crítica y reflexión implica.
Einstein entendía por caos una estructura con un orden del que desconocemos su ley. El laberinto de lecturas propuesto en este libro es la materialización concreta de este concepto.
Sin embargo, hoy en día, aquellos laberintos con centro único y un solo camino, ya no son los más pertinentes para interpretar las obras de arte actuales: “jardines con senderos que se bifurcan”, redes virtuales e interactivas, transformaciones rizomáticas, parecen ser los modos más actuales para concebir el laberinto de lo real.
Para Umberto Eco hay tres tipos: el clásico, donde se entra, se llega al centro y luego se vuelve desde el centro a la salida. Luego está el laberinto manierista o arborescente: una estructura con raíces y muchos callejones sin salida. Hay una sola salida, pero podemos equivocarnos. Por último está el laberinto red, cada calle puede conectarse con cualquier otra. No tiene centro, ni periferia, ni salida porque es potencialmente infinito. Y está regido por los principios de conexión, heterogeneidad y multiplicidad.
Nudo, ovillo, trenza, meandro, enredo, son otras configuraciones relacionadas con el laberinto, típicas representaciones de una complejidad inteligente y ambigua: por una parte la pérdida de orientación inicial; pero por otra, el desafío para reencontrar un orden. Este desafío parte de un placer (el perderse) y termina en un placer (reencontrarse). Y sólo se recorre el laberinto o se desata el nudo deduciendo ciertos movimientos a cada cruce o enredo. En otros términos, nos encontramos frente a una situación de inestabilidad, lo que se confirma por otro carácter del laberinto: el de ser una metáfora del movimiento. Lineales y unidireccionales en los clásicos, multidireccionales en los actuales. Dicha concepción “neobarroca” sustituye la concepción de movimiento rítmico en lugar de un movimiento recto. También estamos ante una oposición entre estabilidad y transformación.
Ahora bien, si ya no hay un único camino, entonces quizás la forma tradicional de análisis y crítica, que muchas veces siguió trayectos unilaterales en la búsqueda del fundamento, ya no sea adecuada para orientarnos en estos nuevos laberintos de lectura. Otras formas de racionalidad se tornan, pues, necesarias.
Estas encrucijadas del laberinto, estos “pre-textos desde el cine”, como conexiones de distintos dominios y disciplinas (psicoanálisis, literatura, filosofía, política, historia, arte) que proponemos, nos obliga, creo, a extraviarnos, presentando una tonalidad subsidiaria que parece el punto de resolución cuando en realidad no lo es.
Los cruces propuestos en este texto tienen la voluntad de ofrecernos la posibilidad de experimentar de otra manera la carencia del hilo de Ariadna. Tal vez otra forma de análisis del arte cinematográfico, que nos obliga a abandonar la seguridad y la pereza del laberinto lineal con centro y fundamento, para recorrer otros caminos que ya no se presentan como unilaterales, sino que nos obliga a buscar en los márgenes, en los trayectos intermedios e interdisciplinarios. Esta manera de “mirar al sesgo” al cine permite discernir rasgos que por lo general se sustraen a una mirada cristalizada de “frente”. En este sentido, la elección de un tipo de laberinto (red) es una estrategia narrativa y de análisis. También una forma de apropiación y transformación del mundo del cine. Ya que heredar, “no es sólo administrar el patrimonio del pasado, sino transformarlo, reformularlo y recrearlo”.
Adentrarse a la aventura laberíntica que propone la lectura de De cine somos (lecturas críticas y cruce de miradas desde el arte) representa un intento conjetural sobre la ampliación de la racionalidad crítica,concepto que aparece, a su vez, en la obra de Merleau Ponty bajo la figura del “gradiente” (¿otro tipo de laberinto red?), donde “ampliar” la racionalidad crítica no significa agregarle elementos o darle mayor dominio, sino, sobre todo, intentar la búsqueda de formas alternativas de análisis frente a nuevas dificultades, carencias o problemas. De ahí la perplejidad y la recuperación de la capacidad de asombro como elementos propuestos para iniciar el viaje y la aventura que implica atravesar estas encrucijadas de miradas y lecturas.
Según Italo Calvino, “quien crea poder superar los laberintos huyendo de su dificultad se queda siempre al margen”. A propósito, es de recordar que no hay discurso artístico más laberíntico y heterogéneo que el del cine: este cruza y suma con cierta impertinencia insólita, pintura, fotografía, literatura, música, etc., etc. Aunque para algunos, el cine sigue siendo un arte “demasiado obvio”.
Lo interesante para el lector -ese “espectador viajero”- sigue siendo el desafío propuesto por el laberinto, la aventura de internarse en él para utilizarlo como pre-texto, y para salir enriquecidos, aun sabiendo que tal vez no se salga más que para entrar en otro. Porque como escribió Borges en el relato, El hilo de la fábula: “…Ahora el hilo se ha perdido, el laberinto se ha perdido también. Ahora, nosotros ni siquiera sabemos si nos rodea un laberinto, un secreto cosmos, o un caos azaroso. Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo. Nunca daremos con el hilo; acaso lo encontramos y lo perdemos en un acto de fe, en una cadencia, en el sueño, en las palabras que se llaman filosofía o en la mera y sencilla felicidad”.