Presentación de Juan Carlos Volnovich
Estamos ante la rebelión de los ángeles . Estamos en la biblioteca de los Esparvieu dispuestos a destronar al tirano del universo, al Dios de la mitología judeo cristiana. Alguien falta. Una ausencia. Hay un hada que no fue invitada. Un hada excluida y, por lo tanto, bruja. También estamos ante un pacto: el acuerdo montado sobre una alianza fraterna que no pudo ser, pero que si puede poner a jugar la rebeldía del bien contra el mal.
Con DEL DIVAN AL PIQUETE, el tercer volumen del Psicoanálisis Implicado, Alfredo Grande concibe una intervención definitiva en el espacio público cuando sostiene que la subjetividad es el decantado identificatorio de la lucha de clases y cuando denuncia los tres registros con los que opera el capitalismo. A saber:
• El nivel traumático de la guerra
• El nivel perverso de la tregua
• El nivel psicótico de la paz.
El libro que nos convoca aquí, tiene una apertura y un cierre que no pertenecen al autor. Como el jamón del sándwich, los capítulos del medio que si fueron escritos por él, dan cuenta del coraje intelectual y de la formidable madurez teórica, ideológica y política que a despecho de accidentes y tropiezos Alfredo alcanzó en estos últimos años.
La apertura está a cargo de dos firmas que se las traen -Silvia Bleichmar, tal vez la teórica más inteligente y rigurosa de nuestra generación; Armando Bauleo, tal vez el más libre e inaprensible de los psicoanalistas que conozco- funcionan como rampa de lanzamiento, como anticipo que nos alerta acerca de que todo lo que allí va a ser leído debe ser tomado en cuenta como lo que es: un Shuttel con una nave espacial (más próxima al Endeavour que al Columbia) dispuesta a transgredir todos los límites de lo que hasta ahora veníamos pensando; nave provista de infinitos recursos destinada a inaugurar espacios nuevos, decidida a conceptualizar de forma inédita tanto la constitución subjetiva como el capitalismo que la define y el psicoanálisis que la explica.
Si el libro se inicia con una consagrada apertura que no es propia, recibe en el entreacto el empujón de Oscar Mongiano, Miriam Rellan, Flora Herrera y Sandra López para dar el salto de la psicología social al psicoanálisis implicado, y poder cerrar, también, con dos textos ajenos. La “Capoeira” con la que un artesano, Claudio Castaño, rinde homenaje a los que como el autor se dedican a derribar portugueses internos (si por “portugueses” se entiende colonizadores internos) y el Análisis de la propia implicación de Ricardo Silva que también coordinó, el año pasado, el Seminario de psicoanálisis implicado de Mar del Plata.
En el medio, decía, ente apertura y cierre, el autor y su obra. Una obra inquietante que se detiene en la impronta que las instituciones, tal como fueron concebidas por Rene Lourau, van dejando en nosotros. Es un texto que sirve de pretexto para desplegar una estrategia claramente reparatoria de los estragos que la cultura le ocasionó al psicoanálisis, de las marcas que impuso en la subjetividad de la época y de las propias heridas del sujeto que escribe.
Alfredo se presenta con una “Introducción penetrante” que lleva como epígrafe dos citas que aluden a la muerte: una, de Fidel y otra, de Gaucho Marx. Allí aparece el fundamento teórico del psicoanálisis implicado que será retomado a lo largo de la obra.
Cuando uno atraviesa la “Introducción penetrante”, viene lo mejor: el capítulo dedicado al “paciente mediocre” que parodia al hombre mediocre de Ingenieros, luminoso por la gracia costumbrista que derrocha y donde, nuevamente, hace evidencia la tragedia en el hijo muerto que irrumpe e interrumpe la rutina obsesiva para encender la llama del espanto. Después de la “Introducción penetrante” viene, también, el “Intermezzo psicoanalítico”. Ese capítulo –y el “Encontré una lapicera” que antes escuchamos- es una de las páginas más bellas que leí en años. El diálogo familiar, íntimo y cercano (sólo posible con un amigo de infancia) mantenido en un contexto de máxima asimetría, la tensión del relato con el moribundo, las deudas, los reclamos, los mandatos que allí circulan, los juegos de poder que se establecen van conformando un clima de suspenso que no da respiro. Campea en el texto esa desgarrada profundidad y esa ironía despiadada propia de los grandes relatos que pueblan la literatura clásica. Algo que vuelve a repetirse en “Cenizas quedan” el capítulo dónde ya no es Titó, el amigo de infancia al borde de la muerte, sino el abuelo agónico quién protagoniza el cuadro.
El capítulo IV y el V “Identidades empetroladas” y “El cuerpo de sílice” aluden al sujeto contemporáneo sobre el que algo diré más adelante. Y en el capítulo VI, “Justicia por mano propia” Alfredo repara en la venganza, esa convicción tendenciosa con la que la clase dominante tiende a interpretar la justicia que asumen los desposeídos. Para Alfredo, el temor de los ricos a los tiempos de revancha no es otra cosa que “la expresión de la conciencia culpable del sistema por el carácter aniquilador y destructivo de sus actos. Conciencia de culpa que negada desde dentro, retorna desde fuera como pánico a la venganza.”
El capítulo IV y el V “Identidades empetroladas” y “El cuerpo de sílice” aluden al sujeto contemporáneo. Los capítulos que siguen, “Los jefes de la nada” “Mundo Matriz”, “Uníos los proletarios que quedan en el mundo” “Prodialogando…” “Cuando la necesidad no tiene cara de hereje”, aluden al capitalismo y a las nuevas prácticas políticas.
Todos estos son capítulos en los que Alfredo se refiere al capitalismo porque, justamente, “capitalismo” es la palabra. Capitalismo y no neoliberalismo. Imperialismo y no Imperio como así lo quieren Hardt y Negri. Así como Atilio Borón sostiene que el enemigo triunfa cuando logra reemplazar el Imperialismo desbocado por un Imperio invisible que desalienta la rebeldía y neutraliza el activismo político, Alfredo sostiene que el enemigo triunfa cuando coloca la palabra “neoliberalismo” en lugar de la palabra y la cosa “capitalismo”. Y triunfa porque de esa manera podemos hacer pedazos la palabra sin que la cosa sea cuestionada. De tal modo que la cosa capitalismo sigue inmutable mientras nosotros, como premio consuelo, nos ensañamos con la palabra neoliberalismo.
En este recorrido me detengo por un momento en el capítulo XII. “Prodialogando...”
Si para nosotros, los argentinos, el trauma social de los 70 y los 80 fueron los “desaparecidos” ahora, los excluidos del sistema y de la vida por razones económicas tienden a transitar por la huella que dejó abierta ese hecho traumático pero, también, esos “desaparecidos” de entonces reaparecen en los “piqueteros” y en el “Movimiento de trabajadores desocupados” insistiendo con su presencia en reclamar un lugar en el mundo. Cantan presente al mejor estilo de esos restos sociales, esa “escoria” que inútilmente se intentó descartar y que reivindica en lo social algo del eterno retorno de lo reprimido que Freud describió para el psiquismo individual. “Prodialogando...” es la asociación libre de Alfredo a partir del “Movimiento de Trabajadores desocupados de La Matanza” donde se hace claro que al final, lo lograron. Las Madres de Plaza de Mayo que pedían “reaparición con vida” de los “desaparecidos” al final lo consiguieron porque en el nacimiento de algo que hasta ahora no estaba presente en la escena política, los “trabajadores desocupados”, los “piqueteros”, aparecieron con vida, con identidad propia, los condenados a la desaparición.
Dije antes que me iba a referir al sujeto contemporáneo. Sujetos cuyos cuerpos circulan por un tiempo que se encuentra cada vez más reducido. Sujetos que, al decir de Virilio, viven en un tiempo que la velocidad contrae. Porque resulta que ahora, ya no se trata de producir a toda velocidad, ya no se trata de vivir a toda prisa, sino de destruir deprisa. Nuestra producción ya no se define por la rápida instalación de mercancías en el mercado sino por el consumo y la velocidad para destruir y descartar productos. (Dicho sea de paso: también productos teóricos. Y los psicoanalistas sabemos mucho de eso). Si hay un rasgo que define al sujeto contemporáneo, es el de consumidor-consumido. Así, en esta etapa neoliberal del capitalismo parecería ser que solo como mercancías se puede circular. Por eso es que ya casi no hablamos de alumnos de una escuela. Ahora son clientes de una empresa; consumidores de objetos, de bienes culturales y de servicios de salud. Sujetos sujetados a una cultura que nos consume al tiempo que nos incorpora. El “cogito ergo sum” cartesiano (pienso, luego existo) dejó lugar al “consumen, luego existen”. Si consumen, existen. Si no consumen, no existen. La inclusión o la exclusión que decide la vida o la muerte se juega justo ahí: en el nivel de consumo. Y es por eso que los niños y las niñas de una residual clase media todavía existen. Existen, porque consumen, pero ya no tienen padres como los de antes. Padres que los cuidaban, los alentaban, los amaban. Ahora, esas niñas y esos niños tienen sponsors que, con tal de salvarlos de la exclusión, invierten en ellos. Padres-sponsors al estilo de esos promotores que subsidian caballos de carrera o jugadores de fútbol exitosos. El consumo se ha convertido en una de las principales religiones laicas debido a la omnipresencia en la vida cotidiana de los humanos y a la capacidad de garantizar la socialización desde que neutraliza el peligro siempre presente de la exclusión, la marginación, el abandono y la muerte. Y esto es así porque la práctica del consumo, el dominio de la velocidad de consumo, es un arma tan poderosa para la producción de ilusiones como débil es para la producción de sentido.
Las ideologías reaccionarias nos han acostumbrado a considerar la distancia como una "tiranía" y a alentar una esperanza: la hipercomunicabilidad, la proximidad, la cercanía como un signo de progreso. Pero resulta que, con el acostumbramiento a la hipnosis de las altas velocidades, con la omnipresencia instantánea de los diversos lugares del cuerpo territorial y humano, la simple proximidad de un contacto tiende a perder interés. Quiero decir: la separación entre los individuos, percibida hasta ahora como relación interrumpida, debería volver a pensarse y, si acaso, inscribirse como un indicio positivo. Porque entonces, a la significación amorosa de la atracción inmediata y de la seducción recíproca al instante, le sucederá tal vez, la significación positiva del rechazo o, al menos, de la lentitud extrema del tacto y del contacto entre los cuerpos.
“Esa duración sin duración, dice Derrida, ese lapso, ese rapto, ese instante de un instante que se anula, esa velocidad infinita que se contrae en una especie de detención o deprisa absolutas, ésa es una necesidad con la cual ya no se trapacea: explica que uno se sienta siempre retrasado, y que por lo tanto, a la vez, se ceda siempre a la precipitación” . Por eso, la exageración de los estímulos, el vértigo en el reemplazo de las novedades, la oferta de culturas exóticas, la necesidad de propuestas extravagantes. Por eso los vanos intentos con los que se pretende lidiar con la indiferencia que está en la base de una pasividad en la acción y una anestesia en la percepción.
La velocidad del encuentro puede llevarnos a confundir el contacto con el impacto. La ausencia de preliminares en el paso fronterizo, la brutalidad del desembarco del pasajero en un aeropuerto, encuentra su analogía con el rendez-vous de las parejas. Las reglas de cortesía, el simulacro de recibimiento, los rituales amorosos, la hospitalidad primitiva son reemplazadas por el contacto franco, el “up to the point”, el “vamos al grano”, la penetración sin vueltas. Entonces, nuestra vida se reduce a protagonizar un viaje pleno de encuentros sexuales casuales. Las relaciones amorosas tienden a ser superficiales y pasajeras con poca tendencia a transformarse en verdaderos vínculos. Al abolir la pérdida por la sustitución, se suprime la nostalgia y se evita el reencuentro. La memoria se evapora, desaparece el duelo. Nada extraordinario sucede en ese tiempo donde todo pasa. Los supuestos eventos pierden su cualidad de acontecimientos, se anula la capacidad de producir un desajuste en la estructura cíclica. La diacronía expuesta a las continuas variaciones de lo mismo, se convierte en una sincronía de lo sucesivo (Laclau, 1993) . Por eso pienso que nos meteríamos en un callejón sin salida si nos sumamos imprudentemente a la apología de las líneas de fuga deleuzianas confundiendo los flujos del deseo con el tránsito acelerado por la cultura de lo efímero. Al desplazarnos en el tiempo a toda velocidad, lejos estamos de protagonizar una trasgresión que libere el deseo constreñido por la ley. En tal caso si alguna trasgresión existe, si de alguna libertad se trata, es la de oponer el accidente a la banalidad del sin-sentido, entendiendo accidente en su acepción topológica: lo que altera la uniformidad. La del “contratiempo organizador”.
Es Ballard quién afirma que las cicatrices en el cuerpo producto de los accidentes, (¿recuerdan el Crash de Cornenberg?) los tatuajes indelebles son, si acaso, apelaciones espasmódicas con las que se pretende retener el recuerdo de experiencias vividas que no dejan marca alguna.
Para ir finalizando. Psicoanálisis implicado 3 de Alfredo Grande instala la duda acerca de si este es un libro para psicoanalistas preocupados por lo social o si es un libro para el público en general. Por de pronto, Alfredo escribió un texto desopilante de dolorosa hermosura que nos obliga a rendirnos ante la evidencia de que cada uno de nosotros inscribe de manera singular la contingencia por la que atraviesa. La captura simbólica de la experiencia en el cuerpo, las infinitas maneras de apropiarse de las marcas encarnadas, debería obligarnos, definitivamente, a reconocer, también, que no existe un psicoanálisis implicado porque de existir nos exigiría tener que aceptar un psicoanálisis no implicado que negara así, el ineludible registro psíquico de todo acontecer.
Así es que solo una mirada ingenua podría suponer que estamos ante un libro que se limita al psicoanálisis y a la implicación. Este texto acerca del psicoanálisis implicado es solo el pretexto que encontró Alfredo para revelarse como el escritor que es. Sería ingenuo, decía, pensar que aquí solo se trata de transitar por el límite de la confidencia pública que el pudor vanamente intenta mantener a raya. Alfredo revela su intimidad en exceso, sí, pero solo para desnudar lo que ya intuíamos: junto al psicoanalista cabalga el escritor. Aquí el psicoanálisis es pura excusa para la narración. Aquí el psicoanálisis es contingente. La escritura, definitiva.
Los sentimientos y las ideas que comparto ahora con ustedes, surgieron de una lectura que no ha sido una lectura solitaria. Quiero decir: frente a este libro, no estuve solo. El libro tuvo la virtud de incitarme al análisis de mi propia implicación con el psicoanálisis y fue así como empezaron a desfilar por mi memoria aquellos seres queridos a quienes acompañé, las mujeres que amé, las causas que abracé, los ideales que me incendiaron.
Por todo esto, y por mucho más, decía que frente a este libro, no estuve solo; que a medida que me internaba en el universo íntimo del texto, fueron apareciendo aquellas experiencias que dejaron su huella más profunda en mí. En efecto: a lo largo de sus páginas también mantuve diálogos imaginarios con Alfredo y fue así como llegué a la conclusión que este era -aun sin saberlo, aun sin que Alfredo se lo hubiera propuesto- un libro que Alfredo escribió para mí; para que yo pudiera hilvanar los fragmentos desperdigados de mi historia; para que pudiera ir de a poquito comenzando con la tarea inmensa, interminable del análisis de mi propia implicación.
No obstante, debo reconocer que un abismo, una distancia insalvable me separa de Alfredo. El padeció tragedias y soportó desgarros algunos de ellos seguramente inmerecidos. Yo, no. Yo me incluyo en la serie de los afortunados. El padeció afrentas pero, además, escribió este libro. Yo solo soy su lector.
Alfredo escribió. La escritura, ya se sabe, está del lado de lo fijo, de lo inmutable; es, si se quiere, conservadora. Por el contrario, la lectura está del lado de lo efímero, es siempre innovadora. La lectura es ese acto singular que resiste indoblegable a cualquier imposición de sentido. En principio porque la lectura no está inscripta en el libro y, a despecho de la intención que como autor pueda asignarle, la interpretación que del texto hagamos nosotros queda libre de volar por donde Alfredo no lo ha previsto. Entonces, ya que este libro no existe a no ser por la significación que nosotros como lectoras y lectores podamos otorgarle, aceptemos el desafío de llenarlo de sentido.
Michel de Certeau decía que “el valor de un texto está determinado por la exterioridad del lector. El valor de un texto se encuentra en el juego de implicaciones y de astucias entre dos tipos de expectativas combinadas: la que organiza un espacio legible (una literalidad), y la que da los pasos necesarios para la ejecución de la obra (la lectura).”
Alfredo escribió. Nosotros somos sus lectores: viajeros que circulamos por su tierra, nómades furtivos que atravesando sus campos vamos arrebatando frutos.
Alfredo escribió. Ahora, léanlo. Transiten el libro, circulen por su texto, háganlo volar, pasen y repasen por su sufrimiento, por su chispa, por sus reflexiones, por ese desborde de bella inteligencia. Llévenlo allí donde el no pudo imaginarlo. Y, por sobre todo, disfrútenlo como lo he disfrutado yo.
Juan Carlos Volnovich