Comienza enero en Buenos Aires. Como en todo el mundo, la cristiandad, la civilidad han celebrado el renacimiento número 2016 del Señor y, parejamente, del Nuevo Año. Y como en todo el país, la mitad más uno del electorado ha festejado la llegada a la presidencia de un empresario que basó la campaña en el empeño -en el propósito- de producir diálogos no confrontativos, es decir, el fin de las ideologías.
El desarrollo de esta novela no podría ser ajeno a ese contexto, aunque sí lo sea para uno de sus protagonistas, el psicoanalista Andrés Kowes, quien acuciado por un raro malestar decide escribir acerca de sí mismo en vez de hacerlo, según su hábito, sobre sus pacientes. Separado de su mujer, los hijos en el exterior, vive sin compañía en un ph, donde tiene el consultorio. Cuando los síntomas van limitando sus movimientos, descubre un insípido polvo blanco mezclado al azúcar del recipiente que usa para endulzar el mate de cada mañana. Ha sido envenenado, sólo un paciente puede ser el responsable.
Esteban Riquelme, investigador al que le es asignado el caso, debe orientarse con la lectura de sus anotadores. Un sino de la novela y de la vida es que la palabra del muerto expande oblicuamente su latido en el espacio del deceso. Especial inclinación de Riquelme, el jazz está presente en la evolución de sus inquietudes al tratar de distinguir, entre las impulsiones y fantasías de los pacientes, al capaz de concretar el absurdo acto de matar.