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De la interpretación a la vivencia.

 
Propuesta de un cambio epistemológico para un cambio psíquico

La cuestión del cambio psíquico y su abordaje

¿Cuál es la naturaleza del “cambio psíquico” (CP)? ¿Cuál es su sustrato? ¿Qué factores influyen en los mecanismos subyacentes al CP? ¿Qué cualidades hacen del CP una propuesta terapéutica? Responder a estas preguntas entraña una complejidad casi paradójica dada la aparente claridad con la que se conciben los elementos esenciales del cuidado en salud mental: el terapeuta y el paciente interaccionando en un determinado contexto (Peplau, 1952). Asimismo, también resulta casi una obviedad decir que el sentido del trabajo en salud mental lo da precisamente la posibilidad de desencadenar dicho CP, que se espera revierta en disminuir el sufrimiento. No obstante, bajo estas asunciones surgen las dudas y el espacio para la teorización sobre qué conforma el CP, dónde reside su importancia y cuál es su mecanismo subyacente.

La búsqueda de respuestas a estas cuestiones ha dado lugar a varios intentos explicativos, y así diferentes esquemas teóricos plantean respectivas hipótesis sobre los criterios de funcionamiento y objetivos terapéuticos relacionados con el CP (Maladesky, 2002). Sin ánimo de realizar una revisión exhaustiva de los diferentes planteamientos sobre el CP, tomaremos como referencia inicial la perspectiva psicoanalítica freudiana, lamentando presentar una sobresimplicación de la misma por motivos de economía argumentativa. Así, el abordaje freudiano concibe el CP como una ampliación del conocimiento de sí consecuencia de hacer consciente lo inconsciente mediante un proceso de elaboración que trata de buscar la verdad sobre uno mismo (Freud, 1976). Por lo tanto, para Freud el CP tiene una naturaleza intelectual cuyo sustrato es la propia psique; parte de un saber teórico que permite al terapeuta interpretar la narración del paciente sobre su experiencia interior, devolviéndole a su vez una información que desconoce, pero que le pertenece (Etchegoyen, 1986).

Al igual que ocurría con las diferentes perspectivas sobre el CP, el planteamiento de la interpretación como su método para abordarlo también adquiere matices diferentes según escuelas y autores. Manteniendo como referente el abordaje freudiano, los criterios de la interpretación han evolucionado desde un/a terapeuta “erudito” que “descifra” el contenido de las asociaciones libres, a un/a terapeuta “espejo” que “refleja” lo que aporta el paciente sobre los mecanismos de represión-transferencia desencadenados en la relación con el terapeuta (Langer, 1957). En ambos abordajes el papel del terapeuta consiste en pensar e interpretar para él mismo y para el paciente haciendo del análisis un proceso bidireccional, aunque no recíproco, que asume la individualidad de las mentes en relación, así como la intelectualidad del contenido intercambiado.

Concretando lo planteado hasta ahora podemos enunciar que la perspectiva freudiana atribuye al CP una ontología informativa o saber teórico sobre la propia realidad intrapsíquica de la cual se desconoce que se conoce, de forma que para reapropiarse de ella ha de pasar del inconsciente al consciente mediante el insight, ampliando de este modo el conocimiento de sí. Asimismo, el fundamento epistemológico del que parte el terapeuta para afrontar el CP es que puede conocer la mente del paciente al operar como receptor externo de la narración de su experiencia interior cuya significación desvela mediante un ejercicio hermenéutico basado en sus conocimientos teóricos incorporando su subjetividad (Perrés, 1998).

No obstante, a pesar del gran avance que supuso la propuesta psicoanalítica de Freud, diferentes autores posteriores han señalado las limitaciones de este abordaje, proponiendo planteamientos alternativos para poder superarlas. Una de las cuestiones que sigue abierta es si el insight es un proceso único y una condición sine qua non para que se dé un CP. Además, en el supuesto de esto fuera así, el insight seguiría estando limitado pues aún en caso de darse, no siempre genera cambios subjetivos (Spivacow, 2012). A esto hay que añadir la contrariedad que plantean los propios límites de la analizabilidad (Maladesky, 2002) al no poder acceder a aquel contenido psíquico no susceptible de ser elaborado mediante el proceso interpretativo. Del mismo modo, este enfoque tampoco permite abarcar el “the something more” (Stern et al., 1998) o los mecanismos intersubjetivos no interpretativos de cambio que ocurren en la relación terapéutica. Sin haber presentado una lista exhaustiva, estos ejemplos dan muestra de las limitaciones de la propuesta psicoanalítica freudiana para abarcar el CP en toda su complejidad y amplitud. No obstante, resulta paradójico que, a pesar de dichas limitaciones metodológicas, las dificultades del CP con frecuencia se ubiquen en el paciente mientras que su solución quede del lado del terapeuta. Esta comprensión del paciente como resistente al CP y del terapeuta como promotor del mismo genera un cisma entre ambos y nos sumerge en la contradicción de tratar de encontrar una solución que está fuera del problema. Esto se da incluso al incluir las sensaciones contratransferenciales como indicador para la interpretación (Langer, 1957), pues, aunque en este caso se reconozca que la experiencia del proceso terapéutico es bidireccional, el poder de interpretar sigue unilateralmente en manos del terapeuta.

A este respecto, Badaracco revisó las premisas del enfoque freudiano del CP planteando tres críticas fundamentales al mismo (García Badaracco, 1991a). En primer lugar, Badaracco no considera que el problema del CP sea un conflicto fijado intrapsíquicamente, si no que plantea una dificultad de “compartir” (emociones) (p. 12) por lo que el sustrato del CP no es intrapersonal si no interpersonal. De ahí que la dificultad del CP no esté ubicada sólo en el paciente, si no que debe “empezar por el analista” (p. 4) descentrando así el núcleo del proceso analítico del conflicto intrapsíquico al fenómeno transferencia-contratransferencia. En segundo lugar, Badaracco considera que la interpretación basada en conocimientos teóricos podría ser incluso contraproducente pues en lugar de abrir y agrandar el campo relacional puede incluso acortarlo y contraerlo. Para superar los obstáculos de la interpretación meramente teórica, Badaracco propone un terapeuta que más allá de desvelar significados se ofrezca a establecer un “vínculo” cuyo poder “transformador” (p. 7) yace en su potencial para “incluir emociones genuinas” (p. 12). Finalmente, el tercer aporte de Badaracco se refiere al fin último de este esfuerzo terapéutico que en lugar de buscar la verdad de sí mismo, trata de “rescatar el sí-mismo verdadero” que permita el “surgimiento de la espontaneidad” (p. 7). Por lo tanto, según Badaracco el CP surge cuando el paciente descubre no tanto un conocimiento de sí, si no que “puede emocionarse sin correr riesgos”, confianza que a su vez le permitirá superar la “dificultad de compartir emociones”. Cabe entonces suponer que el insight al que se refiere Badaracco no es intelectual si no afectivo, llegando a sugerir que “tal vez es el amor lo que cura” (p. 12).

Revisando lo propuesto hasta el momento, primeramente, se ha tomado como referente la perspectiva freudiana para establecer las premisas que sustentan la conceptualización y el abordaje del CP, identificando asimismo sus principales limitaciones todavía no resueltas. En un segundo punto, la propuesta de Badaracco ha permitido abordar estas cuestiones al sugerir un nuevo modo de conceptualizar y abordar el CP. Partiendo de este giro en la perspectiva sobre el CP, este trabajo tiene el fin de ahondar en la naturaleza del CP, así como en el modo de aproximarnos a su realidad. Para ello, propongo el doble objetivo de replantear a) la comprensión ontológica del CP así como b) su aproximación epistemológica sugiriendo lo siguiente: a) revisar la conceptualización del CP desde una teorización basada en la noción de persona como “mente relacional” (Bateson, 1976) constituida mediante la sucesión de “vivencias” (Ortega y Gasset, 1947) y b) proponer un cambio en la posición relativa de las mentes en relación, desde una asimetría entre “roles” hacia una simetría entre “personas”, apelando al enfoque fenomenológico de la razón poética de Zambrano (1939).

Freud comprende el CP como antagonista de la repetición atribuyéndole una naturaleza intelectual que yace en una estancia intrapsíquica.

 

Replanteamiento de la comprensión ontológica del cambio psíquico

Como se ha introducido previamente, Freud comprende el CP como antagonista de la repetición atribuyéndole una naturaleza intelectual que yace en una estancia intrapsíquica. Siendo el contenido del CP la toma de conciencia o un conocimiento de sí, éste no se desencadena desde el propio sí mismo del paciente, si no que surge de la aportación externa (por parte del terapeuta) de nueva significación, desvelada mediante el ejercicio interpretativo en base a un saber teórico y la propia subjetividad (Perrés, 1998). De este modo, en el CP participan paciente y terapeuta como entidades diferenciadas y separadas entre sí, cuyo nexo de unión es el intercambio de contenido lingüístico aportado por el paciente y devuelto una vez elaborado por el terapeuta. Por lo tanto, paciente y terapeuta son diferentes en tanto en cuanto adoptan funciones distintas durante el intercambio y están separados por el distanciamiento que la abstracción teórica establece al concebir e interpretar.

El cuestionamiento de Badaracco de este enfoque propone un giro en la aproximación al CP rotando de lo individual a lo relacional, de lo unilateral a lo compartido, de lo intelectual a lo afectivo. La radicalidad de esta rotación de perspectiva exige a su vez una revisión de la teorización que intenta explicar qué hay detrás del CP, de donde surge y qué entidades lo conforman. Tomando este punto de partida, el replanteamiento propuesto en esta sección pretende cambiar la ontología del CP basada en el conocimiento de sí, por una ontología basada en la vivencia de la reciprocidad. Para fundamentar esta propuesta es preciso aportar cimientos teóricos que sustenten las nociones de reciprocidad y vivencia.  

En relación a la noción de reciprocidad, cabe primeramente definir este término como “correspondencia mutua de una persona o cosa con otra” (RAE, 2014). Partir de esta definición complejiza la concepción de persona pues sugiere un ser no separado y diferenciado, si no un ser conectado sensiblemente con otro estando ambos inmersos en una misma dinámica cooperativa. De ahí que paciente y terapeuta ya no se conciban como entidades separadas, sino implicadas en una relación que requiere proximidad; una proximidad que es física, narrativa y moral (Malone, 2003). Asimismo, es importante matizar que esta proximidad no implica la fusión entre terapeuta y paciente, pues sus singularidades adyacentes se mantienen al delimitar sus fronteras, evitando levantar barreras de control (Thomas, 1997) que les impidan verse e interaccionar. No obstante, comprender a paciente y terapeuta como seres próximos es una premisa necesaria pero no suficiente para fundamentar la noción de reciprocidad. En este sentido, es preciso añadir un soporte teórico que aluda a lo que Badaracco describió como la oportunidad de establecer un “vínculo transformador” (p. 7). Para ello es particularmente útil acudir a la idea de mente relacional de Bateson (1976) que concibe el desarrollo del ser humano como un proceso de intercambio entre sujeto y entorno, estableciéndose un circuito de retroalimentación entre ambos de tal modo que puedan co-evolucionar y modificarse mutuamente. Cabe en este punto señalar que la cualidad de la mente de intercambiar tiene como causa primera su condición de “pseudomutualidad”, esto es, la necesidad de relacionarse con otros para formar una identidad propia (Wynne, 1958). Aunque no explicitado por estos autores, es relevante señalar que la mente relacional no es un ente abstracto, sino que está contenida y conformada por estructuras físicas sensitivas a través de las cuales se relaciona con su entorno; es decir, la mente relacional es una mente incorporada (Rosch, Thompson & Varela, 2017). Recapitulando, la noción de reciprocidad ha aportado premisas teóricas que cambian las características ontológicas de las entidades que conforman el CP (paciente y terapeuta), pasando de ser seres separados y diferentes, a ser seres próximos y mutuamente conformados; la reciprocidad por tanto permite reconceptualizar el CP como un fenómeno que no sólo ocurre en la mente del paciente gracias a la intervención del terapeuta, si no como un fenómeno cuyo epicentro es el intercambio muto entre paciente y terapeuta de tal modo que el CP se produce en la estructura psicocorporal de ambos.

En cuanto a la noción de vivencia, para aclarar este concepto quizás sea prioritario diferenciarlo del término experiencia, aprovechando que el castellano tiene ambas palabras que permiten nombrar esta diferencia conceptual. El matiz distintivo estriba en la naturaleza del sustrato perceptivo, según la cual surge un tipo u otro de conocimiento: mientras que la experiencia consiste en el hecho de conocer a través de los sentidos, la vivencia se enraíza más allá de lo sensitivo para anclarse en la propia vida desde el yo (Ortega y Gasset, 1947). De manera relevante, este anclaje radical en la vida protege a la vivencia del intelectualismo, mientras que la experiencia puede abstraerse hacia lo conceptual perdiendo así vitalidad. En otras palabras, la experiencia puede ser arrancada del sí mismo a través de la razón que separa el sujeto de la circunstancia; la vivencia, sin embargo, por su naturaleza radical constituye el propio yo dotándolo de un modo de ser que integra sujeto y acontecimiento de tal modo que "yo soy yo y mi circunstancia" (Ortega y Gasset, 1946, I. p. 322). Por lo tanto, las dos cualidades fundamentales de la vivencia son su capacidad constituyente o conformante del yo, y su condición vital en lugar de racional. Respecto a su capacidad de conformar el yo, la particularidad que hace de la vivencia una “experiencia fundadora” (Salomón Martínez & Simond, 2013, p. 32) es precisamente la condición que permite que se genere: la vivencia, enraizada en un yo “pseudomutuo” (Wynne, 1958), precisa de la interrelación con otros seres significativos para darse. Este punto es relevante en tanto que da a la vivencia capacidad estructurante por ser el medio que permite “incluir emociones genuinas” (Badaracco, 1999a, p.12) consustanciales y constitutivas del yo - “todo aquello que llega con tal inmediatez a mi yo que entra a formar parte de él es una vivencia” (Ortega y Gasset, 1947, I, p.256)-. En cuanto a su condición de realidad vital, para Ortega la vivencia es una clase de experiencia que transciende el mero conocimiento racional, que abre el ser a un descubrir esencial, una revelación, no sólo del mundo sino también de sí mismo. Dada la profunda idiosincrasia de este descubrimiento, el lenguaje referido a la vivencia se convierte en un mero descriptor que deja en un terreno neutro un significado genuino inabarcable por un significante. De ahí que la cualidad de realidad vital proporcione a la vivencia la propiedad de ser una realidad inefable, por lo que no puede ser representada mediante la palabra ni abstraída conceptualmente.

Comprender al paciente y el terapeuta como seres próximos es una premisa necesaria pero no suficiente para fundamentar la noción de reciprocidad.

Podemos decir, por tanto, que incluir la noción de vivencia de la reciprocidad como sustrato teórico del CP lo reorienta hacia una ontología no distante sino próxima, no individual sino mutua, no racional sino vital, no intelectual sino afectiva, no lingüística sino inefable, no conocida sino revelada. Dado que la perspectiva freudiana fundamenta la ontología del CP en un conocimiento de sí individualizado, unilateral y conceptual de contenido lingüístico, la propuesta reorientación ontológica del CP plantea el problema de cómo comprenderlo y transmitirlo. Abordar esta cuestión requiere integrar las nociones de reciprocidad y vivencia, pues a la luz de las propiedades de la vivencia parece plausible sugerir que ésta no puede ser contada, sólo compartida. Es precisamente aquí donde gravita el potencial de la vivencia de la reciprocidad de generar un CP, pues esta “experiencia fundadora” (Salomón Martínez & Simone, 2013, p. 32) cambiará el modo en que se nos aparece el mundo, al descubrir que no es solitario y hostil, si no constituido por vínculos afectivos que evolucionan hacia una vida humana (Álvarez González, 2010) en plenitud; en palabras de Badaracco, “que el paciente descubra que puede emocionarse sin correr los peligros que él suponía” (García Badaracco, 1991ª, p. 12).

De este modo, Badaracco reformuló el fenómeno de interés del trabajo en salud mental (el CP) como un descubrimiento emocional fruto de la confianza, que no puede ser percibido por los sentidos, nombrado por el lenguaje ni conocido desde la razón. De ahí que aproximarnos a esta nueva ontología del CP genere la pregunta, ¿es posible conocer el CP como vivencia de la reciprocidad manteniendo la misma aproximación epistemológica que la empleada para abordar el CP como conocimiento de sí? La siguiente sección abordará esta cuestión sugiriendo un cambio epistemológico que permita abarcar las características ontológicas propuestas sobre el CP.

Este texto lleva finalmente a sugerir sustituir la interpretación por la razón poética de Zambrano como método para abordar el CP.

 

Replanteamiento de la aproximación epistemológica al cambio psíquico

El curso argumentativo planteado ha sugerido una reorientación ontológica del CP que obliga a revisar la aproximación al conocimiento de este fenómeno. Recapitulando, el abordaje freudiano del CP considera que el conocimiento de sí se desencadena intrapsíquicamente (en el paciente) mediante la aportación externa de significación elaborada ectopsíquicamente (en el terapeuta). En lo anterior veíamos como este abordaje es válido si se considera que la naturaleza del CP es individual, conceptual y lingüística, pero no si sus características ontológicas son la mutualidad, la vitalidad y la inefabilidad. Fundamentar por tanto el CP en la vivencia de la reciprocidad hace que éste solo pueda ser abordado y comprendido en tanto que compartido, lo cual exige una aproximación al mismo no desde una posición externa, si no desde “adentro” (Unamuno, 1900); en palabras de Ortega "Una vida es lo que es para quien la vive y no para quien, desde fuera de ella, la contempla" (Ortega y Gasset, 1947: VII, p. 551).

Es plausible sugerir la “razón poética” como método de trabajo en salud mental para abordar el CP en su plenitud.

En base a las premisas filosóficas presentadas, ya no es posible afirmar que la interpretación del terapeuta pueda abarcar el fenómeno de la vivencia del paciente desde una posición externa, pues ésta ha de ser por definición recíproca. Asimismo, tampoco es plausible afirmar que la división entre el paciente que aporta contendido psíquico y el terapeuta que lo elabora permita la intersección necesaria para que una vivencia pueda darse, es decir, compartirse. Además, la vivencia también exige poder anclarse en la realidad radical del ser, la vida humana que abarca a toda la esfera del espíritu (Álvarez González, 2010); de ahí que la asignación de roles constriña el sí mismo vital reduciéndolo al desempeño de funciones diferenciadas que lo despojan de su humanidad común. Por lo tanto, para que el vínculo sea transformador es preciso revisar las premisas de la relación terapeuta-paciente, pues según lo argumentado sus características estructurales imposibilitan que se den vivencias de reciprocidad generadoras de un CP mutuo.

Para poder re-estructurar los andamios que sustentan la relación paciente-terapeuta de tal modo que la vivencia de la reciprocidad pueda darse, es preciso sustituir la imparcialidad y distancia desde la que el terapeuta interpreta la narración del paciente por la implicación vital de ambas personas en un compartir experiencial. Dar este giro exige abandonar una fundamentación cuasi positivista (“cuasi” pues incorpora la subjetividad) que concibe al terapeuta como instrumento que observa e interpreta y al paciente como sujeto a ser observado e interpretado, para encontrar una epistemología que permita abordar el fenómeno de la experiencia compartida entre personas mutuamente significativas.

Esta alternativa filosófica la encontramos en la fenomenología y en el existencialismo. La utilidad de la fenomenología para abordar la vivencia de la reciprocidad yace en su objetivo de estudio según lo planteado por Husserl y Dilthey: el significado del ser en la experiencia de estar en el mundo (Palacio, 2005). Asimismo, la fenomenología considera que el significado se origina desde la experiencia sin buscar relaciones causales desdeñando que la existencia humana pueda ser objetivable; al contrario, lo que los seres humanos compartimos es la experiencia intersubjetiva de la cosa en sí (Cohen, Kahn & Steeves, 2000). En cuanto a la perspectiva existencialista, su contribución es la comprensión de la persona como ser en relación con y en el mundo, que no solo piensa, si no que también actúa, siente y vive (Sartre, 1966). Es por ello que la persona, para serlo plenamente, ha de ser libre para decidir su manera de vivir, siendo a su vez responsable de llevar una vida plena mediante la toma de decisiones. Significativamente, estas decisiones no responden a principios racionales si no que se basan en la apertura que ofrece la misma posibilidad de elegir. Las implicaciones prácticas de esta aproximación filosófica al abordaje del CP se refiere a la necesidad de la vivencia de anclarse en la vida humana desde el sí mismo verdadero. Desde el existencialismo cabe cuestionarse si las personas son libres para ser ellas mismas en tanto encarnan los roles de paciente y terapeuta, pues éstos asignan una determinada manera de decidir o actuar que coarta su libertad interior; en otras palabras, actuar como terapeuta o paciente constriñe su sí mismo verdadero reduciéndolo al papel de un “personaje” en lugar de ampliar la plenitud de su ser “persona”.

La fenomenología y el existencialismo han aportado los cimientos epistemológicos que sustentan el CP entendido como vivencia de la reciprocidad, concepto que después de la argumentación presentada podríamos definir como “experiencia vital intersubjetiva compartida entre personas mutuamente significativas”. Una vez fundamentado y definido, el siguiente paso será encontrar un método que permita abordar la vivencia de la reciprocidad, que dadas sus características definitorias precisa integrar fenomenología y existencialismo. Éste es el caso de la “razón poética” de María Zambrano, método de conocimiento del que según la propia autora es “muy difícil, casi imposible hablar” (Zambrano, 1989, p. 130) pues se aleja de la razón discursiva, para en su lugar buscar un saber creativo que incluya los aspectos racionales e irracionales de existir. Cabe asimismo señalar que la “razón poética” permite abarcar la vivencia de la reciprocidad pues incluye aspectos de sus dos dimensiones fundantes: a) desde la fenomenología aporta una aproximación análoga a la contribución de Heidegger para liberar la razón de su limitación teórica, discursiva y lógica, dándole así dinamismo y b) desde el existencialismo toma la vivencia como guía y sustento para desarrollar el raciovitalismo de Ortega hasta restablecer la relación entre filosofía y poesía mediante la razón poética (Rocha, 1998). De manera relevante, Zambrano considera que los medios que el racionalismo emplea para alcanzar el conocimiento contradicen la esencia de la vivencia en dos aspectos: En primer lugar, el racionalismo no surge desde “adentro” (Unamuno, 1900) si no que, observando la vida desde fuera, busca en ella una verdad intelectual que arranca violentamente de su realidad vital a fuerza de la razón (Zambrano, 1939). De ahí que aplicar conocimientos teóricos sobre la realidad vital de un paciente pueda conducir no sólo al “fracaso” (Badaracco, 1991a, p. 4), sino que pueda dañar al paciente al arrancar su verdad de su propia vida. En segundo lugar, Zambrano considera que el racionalismo despersonifica el ser al abstraerlo de su vida humana “absolutizándolo e idealizándolo” (Zambrano, 1939, p. 57). Es por ello que interpretar teóricamente la realidad de un paciente impide la “inclusión de emociones genuinas” (Badaracco, 1991a, p. 12) teniendo el efecto contrario de desplegar una idealización en lugar de un sí mismo verdadero.

Como alternativa para superar el “fracaso” del racionalismo incapaz de aproximarse relacionalmente a lo inefable, la razón poética propone una indagación del ser cuyo sentido y significado debe descubrirse dentro del vivir según la revelación (Ricciotti, 2011). Así, la razón poética se adentra entre los vacíos del ser y acompaña los movimientos del vivir haciéndose “relación viva” (Zambrano, 1966) de tal modo que puede comprender la totalidad del ser al llegar a sus dimensiones escondidas y acoger sus múltiples estados. De este modo, la persona llega al reconocimiento de su ser tras un proceso de búsqueda al que está destinada por su propia “falta de ser”; de ahí que la revelación de la unidad de la persona nunca sea definitiva, si no que se realiza por instantes de tal modo que la persona renace cotidianamente. Esta verdad revelada del estado re-naciente del sí mismo no puede quedar absolutizada ni fijada a un concepto pre-establecido, teniendo así la “razón poética” la labor de acompañar y guiar la vida en su revelarse a sí misma (Ricciotti, 2011).

En base a lo expuesto, es plausible sugerir la “razón poética” como método de trabajo en salud mental para abordar el CP en su plenitud, pues transita sin quedarse en lo íntimamente descubierto, dinamismo que le permite “guiar” a la persona en sus sucesivos renacimientos y revelaciones sin fijarla a absolutos donde no se reconoce. Por tanto, la razón poética se propone como el método alternativo a la interpretación para que paciente y terapeuta, en tanto que personas, puedan andar juntos un camino cuyo descubrimiento no es distinto de la acción misma que lleva a su destino, pues el ser humano es camino en sí mismo (Zambrano, 1955). Así, la vivencia de la reciprocidad se presenta como una búsqueda de penetrar el alma para así descubrir la esencia sagrada de lo que el ser humano es; esencia sólo conocida en tanto que “poéticamente revelada” (Zambrano, 1939) generando un CP al permitir la re-creación de la persona.

 

Conclusiones

Este trabajo primeramente plantea las bases del abordaje freudiano del CP e identifica sus principales limitaciones. Seguidamente, se introduce la crítica de Badaraco sobre el abordaje freudiano del CP, desde la que se postula una revisión de los fundamentos ontológicos y epistemológicos del mismo. En base a esto, se propone un giro en la ontología del CP desde el conocimiento de sí hacia la vivencia de la reciprocidad. Este cambio ontológico a su vez exige una nueva aproximación epistemológica lo que lleva finalmente a sugerir sustituir la interpretación por la razón poética de Zambrano como método para abordar el CP.

 

 

 

 

 

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Trabajo presentado en el VIII Congreso de Psicoanálisis Multifamiliar en Buenos Aires en Noviembre de 2018

 

Elvira Pértega Andia
elvira.pertega [at] gmail.com

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Articulo publicado en
Octubre / 2019