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Enfermedad, dolor y sufrimiento en el arte

 

¡Hay golpes en la vida tan fuertes,... yo no sé!
César Vallejo

 

Ante la veracidad del dolor

Recordemos que el nacimiento de la imagen artística está unido desde el principio de la humanidad a la superación del dolor, el duelo y la incertidumbre ante la muerte. Pero si esas primeras imágenes surgen de las tumbas, es como rechazo a la nada, y para prolongar en cierta forma la vida. De ahí la necesidad de cubrir esas representaciones con colores, para hacer más soportable la idea insoportable de la muerte.

Es como si esos primeros “artistas”, experimentaran por primera vez en la historia, ante el dolor, la enfermedad y el sufrimiento, la paradoja crucial que le da sentido al arte: para expresar el silencio de la muerte, el silencio nunca es suficiente.

La paradoja crucial que le da sentido al arte: para expresar el silencio de la muerte, el silencio nunca es suficiente

Bataille, uno de los especialistas en el tema, en su libro La lágrima de Eros, es muy ilustrativo cuando dice: lo que sabemos de ellos nos permite afirmar que sabían -cosa que los animales ignoran- que morirían. Desde la antigüedad, los seres humanos tuvieron un conocimiento doloroso y estremecedor ante el sufrimiento y la muerte.

Las imágenes de hombres con el sexo erecto datan del paleolítico superior, cuentan entre las más antiguas figuraciones (precediéndose en veinte o treinta mil años). Pero los más primitivos ritos funerarios y sepulturas que atestiguan ese conocimiento angustiado de la muerte, son considerablemente anteriores; para el hombre del paleolítico inferior la muerte tuvo ya un sentido doloroso que le indujo, al igual que a nosotros, a dar sepultura a los cadáveres de los suyos. Hemos visto que el velludo hombre de Neanderthal tenía ya plena conciencia de la muerte. Y es a partir de ese conocimiento, que opone la vida sexual del hombre a la mera reproducción de los animales, cuando aparece el erotismo. Al decir de Debray: el arte sería un terror domesticado.

Quizás por eso, y ante el incremento exponencial de la violencia, la muerte y el sufrimiento en la vida social actual, la necesidad de más y más imágenes, es más vital y vertiginosa. En este sentido, la materia prima de la actual velocidad que han adquirido las imágenes, y su posterior indiferencia “ante el dolor de los demás”, no es la construcción de una mirada, sino la fascinación y la industrialización capitalista de una visión.

Ante las imágenes de destrucción, dolor, sufrimiento y muerte repetidas sin cesar, vemos lo que no miraríamos. Dichas imágenes “muestran” e invocan lo que no muestran: la relación inmediata entre lo que está presente y lo que está ausente. De ahí que, en la estrategia repetitiva y vertiginosa de las imágenes, no existe la profundidad, “el buceo”, sino la superficialidad, “el surfeo”. Culturas y políticas dominantes que nos exilian de “nos-otros” mismos y del dolor de los demás, una pérdida de sentido que no es tan solo paréntesis de la reflexión crítica, sino una devaluación de la existencia misma. Sin embargo, mientras se observan las imágenes del desconsuelo y la orfandad, casi “destellos luminosos” de la crueldad y el horror, nos sentimos cada vez más lejos del dolor de las víctimas. Paradoja interesante que nos lleva a la reflexión sobre la esencia misma de dichas representaciones: ¿éstas nos acercan o nos alejan del dolor de los demás?

Es lícito pensar que la primera experiencia trascendente del “animal humano”, ese “animal loco” al decir de Castoriadis, fue el desconcertante espectáculo del individuo ante el dolor de la muerte.

Tal vez la imagen de la muerte sea el verdadero estadio del espejo humano: mirarse en un doble, y en lo visible inmediato (la imagen), ver también lo no visible (la muerte). Y la nada en sí. Traumatismo suficiente para reclamar al momento una contrapartida: construir una imagen de lo innombrable, un doble de la muerte para mantenerse con vida y, a la vez, no ver, no verse a sí mismo como muerto.

Esta inscripción significativa, hace de la fascinación ante las imágenes sufrientes (las innumerables pinturas de la crucifixión de Cristo, por ejemplo) una ritualización -global en la actualidad- del abismo por desdoblamiento especular. Dicha consideración, como lo ha demostrado Frazer, existe desde tiempos primitivos. Muchos pueblos consideraban su reflejo, ya sea en la sombra, en el agua o en un espejo, fuentes de peligros. Incluso los griegos creían en el presagio de muerte, el que una persona soñara que se veía reflejada en un espejo de agua. Para algunos mitólogos éste pudo haber sido el origen del Mito de Narciso.

Según Delumeau, el espejo es un objeto indispensable dentro de una “sociedad de imágenes” donde “para existir”, el yo necesita duplicarse en ecos visuales. El espejo era un objeto peligroso: “En la duplicación, siempre se desliza una diferencia”. Recordemos también “la función del espejo como formador del Yo” que Lacan describió en “Le Stade du miroir comme formateur de la fonction du je” (1949).

Y en el libro Historia del Espejo su autor Sabine Melchior-Bonnet, nos comenta: Las cuestiones de sociabilidad alimentaron una necesidad narcisista de reconocimiento y una sobrevaloración de la imagen del espejo. El manejo del reflejo no fue más que la primera etapa de una revolución cultural que afectó las relaciones del hombre con la imagen. El triunfo de la fotografía y más tarde la aparición del cine, terminarán de “democratizar” el narcisismo colectivo.

En muchas religiones las imágenes dolorosas y sufrientes, desempeñaban y todavía desempeñan con eficacia, un papel primordial a la hora de producir la experiencia de lo sagrado. Y son utilizadas como medio de adoctrinamiento, como objeto de culto y como arma política, para popularizar y afianzar las doctrinas ortodoxas y dogmáticas de la iglesia.

La actual velocidad que han adquirido las imágenes, y su posterior indiferencia “ante el dolor de los demás”, no es la construcción de una mirada, sino la fascinación y la industrialización capitalista de una visión

Representar es hacer presente lo ausente, por lo tanto, no es simplemente evocar, sino reemplazar. Las imágenes están ahí para cubrir una ausencia, aliviar una pena, un dolor. Pero al mismo tiempo, ¿uno de sus efectos colaterales, no es un aumento en la banalización del duelo, del sufrimiento y de la misma muerte?

¿Qué se hace entonces, con la información que las imágenes nos aportan del dolor ajeno? Si los espectadores son a menudo incapaces de asimilar los sufrimientos de quienes tienen cerca. Quizás esa incitación constante al voyerismo sea un “reaseguro” ante el dolor: constatar que eso que estoy viendo no me está ocurriendo a mí. Incluso ante el dolor de los otros con quienes me sería fácil identificarme. En este sentido, ninguna imagen es “inocente”, como tampoco lo fue y lo es, la manipulación que hicieron y hacen a través de ellas, a lo largo de la historia, los centros de poder.

Las imágenes también son la ausencia, y la ausencia es el nombre común del doble. La imagen como un sustituto vivo de la muerte. La fascinación ante las imágenes del sufrimiento representadas en la historia del arte, hacen que el yo quede en cierta forma inmunizado, puesto en un lugar seguro. El dolor y la violencia de las imágenes convierten en cosa a quién está sujeto a ella, y es imposible deshacerse del doble sin materializarlo. Es como si ante las imágenes “dolorosas”, presentadas por la pintura, el cine o la fotografía, los espectadores actuales no se negaran a ver, y no negaran para nada lo real del dolor que se muestra. Pero su complacencia se detiene ahí: -“he visto, he admitido, pero no se me pida más”-. Por lo demás se mantiene el punto de vista, y se persiste en su comportamiento pasivo, como si nada se hubiera visto. O sea, no se hace nada con lo visto, no se construye una mirada implicada.

Tal vez la imagen de la muerte sea el verdadero estadio del espejo humano: mirarse en un doble, y en lo visible inmediato (la imagen), ver también lo no visible (la muerte). Y la nada en sí

El sufrimiento y el dolor representados es un tópico canónico en la historia del arte, y se manifiesta como mero espectáculo, y a veces como reflexión profunda.

Ante esta “veracidad del dolor”, las imágenes proyectadas, como en un estado de dicha y tranquilidad del que mira el dolor, el sufrimiento y la muerte, pierden su real sentido. Nos conmovemos, pero al mismo tiempo nos sentimos lejos. Un juego de contrarios que se vuelve figura paradigmática del arte moderno: “soy la herida y el cuchillo” al mismo tiempo. Tanto en Goya (los desastres de la guerra), La Piedad de Miguel Ángel como en El grito de Münch, en el Guernica de Picasso, o en los cuerpos deformados de Bacon; La patrulla infernal de Kubrick, El séptimo sello de Bergman, Juana de Arco de Dreyer, El acorazado Potemkin de Eisentein, por citar solo algunos films, nos asomamos a los abismos de la condición humana, a su dolor más hondo y primitivo.

Los cangrejos son, de todos los animales que sirven de alimento al ser humano, los que han de sufrir una muerte más horrenda, pues se los pone al fuego vivo en agua fría.

El acoso del dolor (que es seguro e ineludible) es la nula atención que él presta a nuestras órdenes de valores. No hay, sin embargo, exigencias más ciertas que los que el dolor hace a la vida.

El sufrimiento no es otra cosa que la prolongación del dolor en el tiempo, siendo la psicología, la disciplina relacionada más íntimamente con él. En cuanto a la valoración del dolor no es la misma en todas las culturas y en todos los tiempos.

El cuerpo es el espacio mediante el cual participa el dolor como objeto. El cuerpo es idéntico al valor, esto explica que la relación de tal mundo con el dolor sea la relación con un poder que ante todo hay que evitar, pues en él, el dolor golpea al cuerpo como el poder principal y núcleo esencial de la vida misma.

En un reportaje al cineasta Iñárritu, éste nos dice que mira de frente al dolor, quizás porque ya ha vivido el dolor más terrible, que es la pérdida de un hijo. “El dolor es parte del proceso de la vida. En las sociedades occidentales al tratar de evitarlo constantemente, se está también evitando la alegría, la posibilidad de placer, la capacidad de gozo. Si le tememos tanto le estamos también negando la posibilidad, al otro lado del dolor que es la capacidad de gozar. En este sentido, los films que contienen ciertas dosis de dolor me parecen más vitales.”

En su trilogía Amores perros, 21 gramos y Babel, el dolor es parte del proceso de la vida.

Ahora bien, sufrimiento y dolor parecen palabras equivalentes, pero no lo son, aclara Ivonne Bordelois (autora de A la escucha del cuerpo. Puentes entre la salud y las palabras): “Se sufre una enfermedad; nos duele una pierna; no se sufre una pierna ni nos duele una enfermedad… La palabra dolor está más cerca de lo físico, de lo puntual. La palabra sufrimiento viene del latín ‘sub-ferre’. ‘Ferre’ quiere decir llevar, pero ‘sub-ferre’ significa ‘llevar desde abajo’: sostener, acarrear una carga, aguantar. Mientras la palabra dolor focaliza una parte de nuestro cuerpo, lo que nos duele y nos desarticula, la palabra sufrimiento indica la actitud con que una persona soporta ese dolor, y aun camina con él.”

El sufrimiento no es otra cosa que la prolongación del dolor en el tiempo, siendo la psicología, la disciplina relacionada más íntimamente con él

La ira, la falta de ilusión, la ironía y el cinismo son el lenguaje del cáncer. A propósito, son muy recomendables los ensayos “Cáncer-literatura-conocimiento. De la personalidad cancerosa a la comunicación total” de Christa Karpenstein-Essbach, y La enfermedad y sus metáforas de Susan Sontag. Donde se explora también el aspecto político de la enfermedad a partir de la novela de Solschenizyn, El pabellón de cáncer: El cáncer es lo que un sistema político que sin embargo no tiene nada que ver con el cáncer en sí mismo, le ocasiona en cierto modo al sujeto.

El pabellón de cáncer como la patología de un espacio que se convierte en el símbolo de un sistema social patológico. La enfermedad se deja leer como objeto político. Tal el caso del sida, una enfermedad del capitalismo tardío.

Un mínimo común denominador, que presenta la literatura actual del cáncer, es que el diagnóstico de la enfermedad es conocido desde el principio. En torno a este saber diagnóstico y su posterior tratamiento, se plantean dos problemáticas: la de la comunicación y la de la pérdida de control.

La autofagocitosis, aunque las palabras que se encuentran para el cáncer remiten a la figura de la delimitación de algo ajeno. “Ya no del contagio fluido sino de la irradación molecular, desde dentro el cuerpo se descompone y se vuelve pura intensidad, puro dolor” (al decir de Daniel Link).

Me gustaría cerrar este texto, en cierta forma autobiográfico, con uno de los últimos poemas del Premio Nobel Harold Pinter (1930-2008), reproducido por Radar el 28-12-08:

 

Células del cáncer

“Las células del cáncer son las que se olvidan de cómo morir.”
(Enfermera, Hospital Royal Marsden)

Se olvidaron de cómo morir
Y entonces estiran su tiempo de matar.
Mi tumor y yo peleamos a fondo.
Esperemos que no sea una muerte doble.
Necesito ver muerto a mi tumor
Un tumor que se olvida de morirse
Y en vez planea asesinarme.
Pero yo sí me acuerdo de cómo morirme
Aunque todos mis testigos estén muertos.
Pero yo me acuerdo de lo que dijeron
De tumores que los dejarían
Tan ciegos y tan sordos como eran
Antes del nacimiento de esa enfermedad
Que puso los tumores en acción.
Las células negras se van a secar y morir
O a cantar con alegría y hacer la suya.
Se reproducen tan en silencio día y noche.
Uno nunca sabe, ellas nunca dicen.

Marzo 2002

 

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Articulo publicado en
Abril / 2020

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