Publicado en Clepios, una revista de residentes de Salud Mental Número 19, marzo 2000
Algunos lectores me han acusado de idealización del pasado. De una melancolía de quien se quedó en otra época que ni siquiera he vivido. Esto era absolutamente correcto en mis años de residente. Sin embargo, esa afirmación debe ser demostrada o bien refutada. Fundamentar una posición es la base de cualquier intercambio y polémica, más allá de las opiniones.
¿Qué dimensión concreta tuvo el movimiento de la salud mental en la Argentina en los 60 y 70? ¿Cómo podemos medirla de alguna forma?
Podemos tomar algún indicador concreto. ¿Qué imagen tenían en el resto del mundo de lo que sucedía aquí? Una posibilidad es tomar cuáles son los autores argentinos en salud mental citados por autores de otra nacionalidad. Pero, dentro de las estrechas posibilidades de esta columna, podemos transcribir visiones de autores extranjeros acerca de los Trabajadores de Salud Mental en Argentina en dicha época. Dejaremos para otra ocasión las palabras de Maud Mannoni sobre Arminda Aberastury o las de W. Bion sobre Enrique Pichon Rivière. Tomaremos el caso paradigmático de David Cooper.
¿Quién fue David Cooper?
Psiquiatra sudafricano, residente en Londres, a quien le debemos el término Antipsiquiatría, que formuló en su clásico libro Psiquiatría y Antipsiquiatría de 1967. Bajo ese nombre se agrupó un movimiento muy heterogéneo de autores, que apuntaban a cuestionar los manicomios. Los consideraban sólo como un lugar de segregación y confinamiento. Algunos llegaron a querer terminar con la idea misma de enfermedad mental, ya que la pensaban como producto del sistema social. La sensación mundial de que la sociedad capitalista se desmoronaba por sí misma eran el fundamento para esta revolución en la psiquiatría. Podemos encontrar los nombres de David Cooper, Ronald Laing, Franco Basaglia y Thomas Szasz dentro de un movimiento que nunca tuvo unidad, más que esta oposición franca al sistema psiquiátrico.
David Cooper en 1962 había creado la llamada Villa 21 dentro de un Hospital Psiquiátrico en las afueras de Londres. Luego, junto con R. Laing y A. Esterson, crearon luego la Philadelphia Association and mental Charity, entidad que agrupaba una serie de comunidades terapéuticas, entre ellas la más famosa fue Kingsley Hall, para tratamiento de esquizofrénicos. Allí el personal y los pacientes estaban en pie de igualdad en la convivencia.
La tesis central era que la patología psiquiátrica era una experiencia, un viaje, un pasaje. No una enfermedad. Había que dejar a los pacientes realizar ese viaje para que encontraran una puerta de salida. Para ello era necesario un ‘descenso al infierno’, mediante una regresión. El papel terapéutico era crear un ambiente adecuado para que el paciente desarrolle su propia sintomatología. El terapeuta debía permitirlo y acompañarlo. La experiencia permitió postular que con estas condiciones la esquizofrenia podía curarse.
A fines de la década del ’60 el clima mundial era particular. El Mayo del ’68, el hippismo, la guerra de Vietnam, y las luchas en todo el tercer mundo dominaban el panorama. Entonces la defensa de los enfermos mentales terminó de unirse a la política. Se veía a la psiquiatría como instrumento de las necesidades del sistema imperante, que creaba y mantenía las enfermedades mentales. Por eso los anti-psiquiatras se proponían luchar no sólo por los pacientes psiquiátricos, sino junto y por oprimidos del mundo.
La Argentina no fue ajena a todo este movimiento. En esa época se sucedieron experiencias de comunidades terapéuticas “permitidas” hasta cierto punto por el gobierno de Onganía, durante la gestión del Coronel Esteves a cargo del Instituo Nacional de Salud Mental. Raúl Camino en Colonia Federal (Entre Ríos) y Wilbur R. Grimson en el Hospital Estévez (Lomas de Zamora).
En ese contexto, en octubre de 1970 David Cooper realizó su primer viaje a la Argentina en el que dio conferencias y conoció a quienes trabajaban en el país.
A raíz de esta estadía David Cooper decidió volver a la Argentina dos años después. Pero volvería para radicarse en el país. Los motivos de esta migración fueron aclarados en el Suplemento Cultural del diario La Opinión en 1972 (y luego incluidos en el libro que escribiría en el país, La gramática de la Vida):
“Regresé a la Argentina por varias razones: una es que aquí hay una gran tradición psicoanalítica –formada por Enrique Pichon Rivière, Marie Langer y Emilio Rodrigué, entre otros-; esta tradición ha dado como resultado que muchos jóvenes psicólogos y médicos se rebelen contra las insitituciones que deberían haberlos ‘formado’ y estén dispuestos a recibir ideas nuevas, particularmente si son de naturaleza anti-institucional. También, probablemente –y digo probablemente dada la ausencia de estadísticas-, porque hay aquí un porcentaje de gente bajo cualquier forma de terapia que es mayor al porcentaje registrado en los Estados Unidos; mayor, por cierto, al de cualquier país europeo. Una gran cantidad de psiquiatría revela la necesidad de una gran cantidad de anti-psiquiatría, y también significa que aquí la gente se halla más honestamente dispuesta a conocerse a sí misma, y a transformarse a sí misma.
“Además, las redes de camaradería fuera de la unidad-núcleo familiar se hallan más extendidas, más estrechamente anudadas aquí que en Europa y Norteamérica. Esto implica un apoyo reticular mayor para las comunas iniciales o iniciadoras.
Por último, y desde un punto de vista más personal, estoy en Buenos Aires porque pasé el primer cuarto de siglo de mi vida en el Tercer Mundo (Africa del Sur) sin reconocerlo, y los últimos 15 años en Europa, sin reconocer lo que no había reconocido. Ahora que debido a varias razones obvias, no puedo regresar a Africa del Sur, mi retorno a la Argentina es simplemente algo así como el ‘retorno al hogar’.”
En ese momento su propuesta se denominaba Comuna político-terapéutica en oposición a las comunidades terapéuticas tradicionales. Había radicalizado más aun su posición: “Empleo el término comuna en vez de comunidad, ante todo porque la palabra comuna tiene mayor resonancia política, y en segundo lugar porque no quiero proponer nada que se parezca a una comunidad terapéutica psiquiátrica. Esta última constituye una manera coercitiva de condicionar a la gente para la ‘normalidad’ que sólo marginalmente es menos sutil que las drogas destinadas a suprimir la experiencia, el electroshock. Hemos tenido comunidades terapéuticas muy exitosas en Londres (Villa 21 y Kingsley Hall) que sólo se hallaban limitadas por la falta de redes de apoyo sólidamente anudadas y por la inercia política de todo el sistema estatal (del estado argentino difícilmente pueda decirse que esté políticamente inerte)... De todos modos, aquí, en la Argentina las comunas serían casas comunes de la comunidad en las que vivirían hasta 15 personas. Toda esa gente debería, con anterioridad, haber pasado por algún tipo de institucionalización psiquiátrica, y algunos serían incluso personas corrientemente clasificadas como ‘psicóticas’, gente que poblaría los hospitales mentales de no encontrarse en la comuna.”
En La Gramática de la Vida afirmaba: “Cuando visité América del Sur por segunda vez, me llevó varios meses comprender que me hallaba en el tercer mundo y descubrir el significado del lema ‘Primero el tercer mundo’. Mi objetivo consistía en colaborar en la formación de comunas antipsiquiátricas y de un centro internacional de enseñanza-aprendizaje en el tercer mundo, al que los europeos y los norteamericanos no irían a enseñar sino a aprender, ayudando así a atacar el imperialismo cultural.”
El proyecto de Cooper era esencialmente político y contracultural, a tono con el año 1972 en la Argentina. Suponía que la revolución estaba a la vuelta de la esquina. En ese momento todo cambio dentro de la salud mental era juzgado de estéril sino acompañaba un cambio social.
No sólo los problemas personales de David Cooper (quien dejó el país en poco tiempo), impedirían este ambicioso proyecto político. La Argentina rápidamente entró en la vertiginosidad de sucesos que cortaron cualquier posibilidad de continuidad de algún proyecto de los que hoy se denominarían “desmanicomialización”.
Más allá del pendiente trabajo de relectura crítica que merecerían David Cooper y otros autores de la antipsiquiatría, debemos volver a la crítica del principio.
¿Qué desarrollos tenía que tener nuestro país en salud mental para que alguien como David Cooper, un psiquiatra e intelectual de reconocida trayectoria, decidiera venir al país y tener esa visión de lo que sucedía?
Más que nostalgia, guardo una esperanza. Que algunos de ustedes ocupen en el futuro los lugares vacantes de Marie Langer, Enrique Pichon Rivière o Emilio Rodrigué en las palabras de alguien de la altura de David Cooper.
¿Y por qué no?